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Mundo :: 20/11/2017

La lucha de los pueblos amazigh del Rif de Marruecos contra la colonización y el capitalismo

Ali Lmrabet
Rif: De Abdelkrim a los indignados de Alhucemas

La amenaza al norte

A todos los gobernantes de Marruecos les hubiera gustado que el Rif no hubiera existido nunca. Que en vez de esta región montañosa, pobre e indómita, y de sus rugosos habitantes, hubiera habido otra geografía menos accidentada, otras poblaciones más propensas al sometimiento a una lejana y olvidadiza capital, ayer Fez, hoy Rabat. Toda la historia del Rif y de sus gentes desde que tenemos constancia escrita de las relaciones de esta región con el resto del mundo, es decir, desde el siglo XIX, reside en una ecuación imposible de resolver por la monarquía marroquí, a saber, cómo someter a esta región, cuyos aldeanos son alérgicos a todo poder central y autoritario.

En sus últimos años de su amargo exilio en París, al comienzo de este siglo, el antiguo todopoderoso ministro del Interior, Dris Basri, contaba con lucidez a sus raros visitantes que el más grave problema al que Marruecos podría enfrentarse algún día era una sublevación en el Rif. “Los saharauis son pocos, su diáspora es casi inexistente. Los rifeños son millones, es gente dura, solidaria, vengativa y su diáspora es numerosa en países europeos como España, Bélgica, Países Bajos, Alemania y, en menor medida, en Francia y Argelia”, repetía el otrora mano derecha del rey Hasán II.

No lo decía gratuitamente. Basri apoyaba su comentario en su experiencia como antiguo brazo represor del régimen alauí y en historias recientes y sangrientas, en las que participó como responsable del principal ministerio del país. Una de ellas fue la revuelta del Rif de 1984, que Hasán II mandó sofocar sin contemplaciones por el ejército, “y no por la policía”, insistía Basri, con masacres indiscriminadas y fusilamientos de civiles a las puertas de sus casas, mientras que la comunidad internacional guardaba silencio. La misma comunidad internacional, especialmente la europea, que se escandaliza hoy de lo que está pasando en Venezuela, sin querer percatarse de lo que ocurre en el Rif, distante de pocos kilómetros del viejo continente.

El contencioso entre el Rif y la monarquía marroquí viene de lejos. De muy lejos. No vamos a trasladarnos a esa época mítica, pero tampoco tan lejana, llamada por los rife­ ños Ripublik, extraña expresión que nada tiene que ver con la república y mucho con un estado de independencia casi total de las instituciones del Estado marroquí. Solamente vamos a enumerar una incompleta retahíla de choques y agravios mutuos que vienen ocurriendo desde finales del siglo XIX y que permiten comprender un poco las tumultuosas relaciones entre el poder marroquí y el Rif.

Uno de los primeros enfrentamientos del que tenemos constancia entre el Majzén, uno de los sinónimos del Estado marroquí, y el Rif se produjo en 1896. Ese año, Mulay Abdelaziz envío una harka (unidad militar) comandada por Buchta El Bagdadi. El joven sultán, presionado por las potencias extranjeras después de varios episodios 11 de piratería, en realidad unos pocos asaltos a algunos barcos europeos que se acercaban demasiado a la costa, mandó a su más feroz caíd para castigar la tribu de los bokaya. El Bagdadi hizo como hacían las milicias de entonces y arrasó parte del Rif mediterráneo, apresó y mató a unos cuantos “piratas” y se llevó como trofeo de guerra a Fez a una multitud de prisioneros encadenados, pertenecientes a varios clanes de los bokoya, que arrojó en los calabozos de su señor y amo. Los rifeños, que no conocían la significación y finalidad de la cárcel, sufrieron acoso, atropellos e humillaciones en la capital del entonces Imperio jerifiano. De este episodio guardaron un doloroso y rencoroso recuerdo que se perpetuó en el tiempo.

No fue el único “encontronazo”, por no decir otra cosa. Durante la guerra del Rif (1921-1927), después de que Mohamed Ben Abdelkrim El Jatabi, que pasó a la historia como Abdelkrim, fundase una república y declarase la guerra a los españoles amenazando con sus conquistas la zona francesa del Protectorado, el sultán Mulay Yusef, hermano de aquel sultán de 1896 y padre de Mohamed V, le declaró inopinadamente la guerra, pidiendo al mariscal Hubert Lyautey, residente general de Francia en Marruecos, que se deshiciese del líder rifeño. “Débarrassez-moi de ce rebelle!”, cuentan que dijo el sultán. El hecho de que dos ejércitos extranjeros y cristianos, el español y el francés, hayan invadido un territorio musulmán y utilizado armas químicas contra ellos con la bendición de un sultán alauí nunca fue perdonado por los rifeños. Y, sobre todo, cuando ulteriormente se supo que el sultán se había ido a sacar fotos a París para festejar el fin de la guerra del Rif.

Treinta años después la historia se repitió. Esta vez con los marroquíes al mando de la represión para sofocar un levantamiento rifeño que tenía como propósito únicamente frenar la lanzada hegemonía del partido Istiqlal. La 12 violenta reacción del Majzén fue tremenda y brutal, y provocó, cómo no, una serie de masacres y destrucciones, inscribiendo una herida más en el martirologio y la memoria colectiva de los rifeños. Enviado por el rey Mohamed V, un ejército comandado por el príncipe Mulay Hasán (futuro Hasán II) y un entonces desconocido oficial, el coronel Mohamed Ufkir, libró una auténtica guerra colonial contra los insurrectos. Los marroquíes bombardearon a sus propios compatriotas con napalm, asolando pueblos y ciudades, y aniquilando centenares de vidas, muchas de ellas de civiles inocentes. Las crónicas hablan de personas señaladas a dedo por los responsables locales del Istiqlal y ejecutadas extrajudicialmente, cuando no desaparecían para siempre de la faz de la tierra. Centenares de mujeres fueron violadas por la milicia real. De este episodio ningún historiador marroquí quiso investigar o saber más de lo convenido cuando, además de los testigos supervivientes, existe abundante material proveniente de los archivos militares y civiles de España, ya que el ejército español, que se retiró definitivamente de Marruecos al comienzo de los años sesenta, aún controlaba la zona.

Fue esta terrible masacre una de las razones que convenció al viejo guerrillero rifeño Abdelkrim, exiliado en Egipto desde que se escapó en 1947 de un barco francés que lo transportaba a Francia tras 21 años de exilio en la isla de la Reunión, a decidir no regresar nunca a Marruecos. Y es así como a día de hoy Abdelkrim, uno de los primeros y más importantes próceres del nacionalismo magrebí, memoria viva en el Rif, sigue enterrado en El Cairo, donde falleció en 1963.

Para completar este macabro retrato, cabe recordar la insurrección del norte de Marruecos de 1984. Esa de la que hablaba Basri al final de su vida. En esta revuelta, Hasán II, ahora como rey, dio vía libre a su ejército para 13 exterminar, y el verbo no es desmesurado, a la población de la región. En un memorable discurso en la televisión pública marroquí el rey rememoró a los rifeños, a los que tachó de awbach (“escoria”) en su diatriba, que se enorgullecía de haber aplastado en los años 1958-59. Y nadie, ni en el interior ni en el exterior de Marruecos, tuvo el coraje de protestar. Desde entonces y hasta su muerte, Hasán II se negó reiteradamente a visitar la región.

Al subir al trono en 1999, consciente de los odios recíprocos entre los rifeños y Rabat, el actual jefe de Estado, Mohamed VI, realizó un gesto extraordinario efectuando una visita oficial al Rif partiendo en coche por la destartalada carretera nacional que une Tetuán con Alhucemas. Su propósito era intentar borrar el recuerdo de las matanzas, apaciguar los sentimientos y exorcizar el pasado. Si bien la respuesta de la población no fue una salida en masa a la calle para dar la bienvenida al rey, es justo reconocer que había mucha expectación ante lo que se presentaba como una “nueva era”, como la llamaban los voceros del nuevo régimen. Los años siguientes Mohamed VI promocionó a una clase política rifeña cuyos prohombres habían militado en la extrema izquierda opositora a la tiranía de su padre. Uno de ellos fue Ilyas El Omari, que se convertiría luego en el secretario general del Partido Autenticidad y Modernidad (PAM), formación política creada por el amigo y consejero del rey Fuad Ali El Hima, y futuro presidente de la región Tánger-TetuánAlhucemas, que incluía casi todo el Rif.

Pero como reclamaban muchos, el Rif necesitaba otra cosa que gestos y bonitas palabras. Y a falta de un proyecto concreto y activo para sacar la zona de la profunda miseria en la que vivía, lo que tenía que ocurrir ocurrió. Así, 17 años después de la llegada al trono de Mohamed VI, el Rif se sublevó, pacíficamente en esta ocasión, después de la 14 muerte atroz, aplastado en el interior de un camión de basura, de Mojcín Fikri, un vendedor de pescado a quien las autoridades habían incautado su mercancía. La explosión que siguió sirvió para recordar al rey, y no al Gobierno, que siempre ha sido un títere en Marruecos, que la región seguía enclavada, militarizada desde hacía 60 años, que no había ninguna universidad, que el principal hospital es una “casa de la muerte”, que los jóvenes no tienen futuro por las escasas inversiones en la zona, que la corrupción es endémica y que el racismo hacia los rifeños seguía vigente y vigoroso.

En las democracias, cuando una masa de ciudadanos sale a la calle para reivindicar derechos justos, el poder, emanación del pueblo, negocia y discute. En Marruecos el proceder es otro. El odio hacia una región específica, cuya convulsa historia atemoriza a las autoridades, fue más fuerte que la cordura. El rey y su séquito, formado por su tenebroso consejero y amigo Fuad Ali El Himma y el jefe de todas las policías del Reino, tanto la uniformada como la civil, secreta y la política, Abdelatif Hamuchi, decidieron poner en práctica la vieja receta de la represión total, como en 1958-1959 y 1984. La mayoría de cabezas visibles del Hirak, el movimiento de protesta, y su jefe, Naser Zafzafi, fueron, al igual que sus malogrados ancestros de 1896, incautados y torturados, según varios abogados y organizaciones internacionales, antes de ser trasladados para su encarcelamiento en Casablanca, donde diferentes indicios apuntan a que también fueron objeto de vejaciones. Del mismo modo que su abuelo, Mohamed V, y su padre, Hasán II, Mohamed VI había resuelto optar por la mano dura para, afirman algunos, impedir que otras regiones siguieran el ejemplo rifeño, y, según otros, dar rienda suelta a un odio secular hacia esa región. En el momento de escribir estas páginas, decenas de presos políticos rifeños, entre los cuales se encuentran media decena de periodistas, algunas mujeres y no pocos menores, se hacinan en las cárceles de Marruecos. Algunos ya han sido condenados. Uno de ellos a 20 años de prisión. Otros esperan un juicio previsiblemente inicuo, ya que la justicia en Marruecos depende del poder político.

En un discurso televisivo, el soberano autoritario marroquí defendió, ebrio de autoritarismo, a sus fuerzas del orden cuando todas las investigaciones y pruebas apuntaban a la utilización de la tortura contra los detenidos. Se mostró también firme en su estrategia de reprimir todo atisbo de revuelta, cuando todo indicaba que no había violencia de parte de los manifestantes, ni reclamo alguno de independencia, como lo susurraban los medios informativos marroquíes. Y aunque no lo dijo, el tono de su discurso invalidaba, para mucho tiempo ya, su pretendida política de reconciliación con el Rif.

Obviamente, luego llegaron los ajustes de cuentas. Mohamed VI eliminó de un plumazo a la cabeza visible de la clase política rifeña que él mismo creó. El secretario general del PAM, Ilyas El Omari, fue obligado a dimitir por no haber sabido contener la exasperación de los rifeños. ¡Como si hubiera contando con los medios para ello! Y se espera que también deje su cargo al mando de la región Tánger-Tetuán-Alhucemas.

¿Estamos ante el fin de un episodio y el comienzo de otro? Por el momento, si bien el régimen ha podido contener la calle, militarizando aún más la región, con el envío de importantes contingentes de policías y gendarmes, no es seguro que pueda mantener la calma indefinidamente. Cuando no pueden salir a las calles, los activistas del Hirak se manifiestan en las playas, o salen de noche al son de las caceroladas. Los movimientos sociales se pueden reprimir y controlar, pero solo durante algún tiempo, a menos que las causas profundas de su malestar no sean subsanadas.

Otra cosa es que en su eterno “encontronazo” con la monarquía alauí, los rifeños se encuentran solos.
Si obviamos una única gran manifestación en Rabat y esporádicas muestras de apoyo en algunas localidades, la inmensa mayoría de los marroquíes no los ha apoyado. Quizás por temor al Majzén o quizás a los rifeños mismos, ya que la imagen de estas particulares gentes “fieras” es bastante negativa entre la sociedad marroquí por su pasado tumultuoso.

En estos momentos hay gente, bien o malintencionada, que intenta reparar aquello que se pueda subsanar en las maltrechas relaciones entre el Rif y la monarquía alauí. Muchos creen que esta es la única manera de salvar a la región y al país de una revuelta crónica, aunque de baja intensidad, que haría tambalear los frágiles cimientos del Estado marroquí. Guardando las distancias, con el eterno conflicto del Sáhara campando a sus anchas y vaciando irremisiblemente sus pobres arcas, Marruecos no puede permitirse otro frente abierto, esta vez al norte, en el Rif.

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