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Pensamiento :: 25/08/2006

Átomos sueltos. La construcción de la personalidad entre los anarquistas a comienzos del siglo XX

Christian Ferrer
¿Qué quedará de la palabra "anarquistas" en un diccionario del futuro? ¿Una nota al pie de página, la definición conceptual de una secta de conspiradores, el cardiograma que registró los altibajos históricos de una idea extrema, la silueta de un animal extinto?

Es inevitable que, incluso en el mejor de los casos, sean resaltados los rasgos aberrantes y se acabe facetando el arquetipo que por mucho tiempo ha identificado al anarquista en la imaginación política del liberalismo moderno: un monstruo. Esta sombra espectral termina siendo curiosamente tranquilizadora, pues la policía, y también -para no decir una palabra de menos- no pocos filósofos políticos e historiadores, suelen enfatizar los datos del prontuario a fin de dejar las motivaciones de los actos fuera de cuestión. Estos son los atributos clásicos: la bomba, el llamamiento a la sedición, el gesto blasfemo, el arte de la barricada, el regicidio, el aire viciado de la catacumba, al actitud indisciplinada, la vida clandestina. Y la exageración. Pero este identi-kit es apenas nítido. Aunque todos los datos reunidos parezcan conducir a la antesala del infierno político, la pura verdad es que las biografías de los anarquistas pueden ser perfectamente relatadas como vidas de santos. Es cierta la violencia, y no es inexacto el relato de sus asonadas, como tampoco es desdeñable el rasgo "demoníaco" en los acontecimientos que los tuvieron como protagonistas. Pero sólo contingentemente los anarquistas fueron aves de las tormentas; por lo general, el móvil de sus actividades fue constructivo, y sus existencias se asemejaron más a las del evangelizador y el disidente que a las del "poeta maldito" o el nihilista atormentado.

¿Existieron? Todo indica que sí, que fueron el asombro de su época y, por un tiempo, la obsesión de la policía secreta de los estados modernos. Pero su sorprendente aparición histórica ha sido tan improbable que tienta al historiador a hacerse la pregunta contrafáctica: ¿qué hubiera pasado de no haber existido anarquistas? ¿Hubiera aparecido otro grupo político equivalente en su lugar? La cuestión de la jerarquía y el poder autocrático, ¿hubieran quedado sin teorizar y sin impugnación? ¿O hubieran sido problemas presentados de formas más suaves, en boca de pensadores liberales y de fugitivos de la doctrina marxista? ¿La historia de la disidencia sería distinta a como la rememoramos? ¿Toda la tensión política de la modernidad se hubiera condensado en la pulseada entre liberalismo y socialismo? ¿Entre nacionalismo e imperialismo? A la confección de los ensayos libertarios de Tolstoi, Orwell, Camus o Chomsky, ¿se les habría restado un antecedente importante o un interlocutor imaginario? ¿El proyecto teórico de Michel Foucault se habría facetado de la manera en que lo conocemos? ¿Se discutiría la cuestión del poder en Foucault del modo incómodo y vehemente en que se lo ha hecho en las últimas tres décadas? Aún más, ciertas libertades, o más bien, cierto grado de apetencia por libertades radicales, conseguidas o por lograr, ¿se hubieran puesto en movimiento? Es porque los anarquistas efectivamente existieron que estas preguntas pueden ser dichas, e incluso enunciadas con cierta calma, sin el sentimiento de pavor político retrospectivo que asalta a quien se da cuenta de que la vida política de los siglos XIX y XX podría haber sido más dura y sombría. Astillas, clavos miguelitos, cabezas de tormenta, marabunta suelta y errante en el panal psíquico del orden burgués. Sin duda. Pero además, y no sólo ocasionalmente, los anarquistas establecieron las bases de una contrahegemonía libertaria, es decir, que postularon y practicaron formas de existencia política deseables. A comienzos del siglo XXI, Occidente se nutre aún de los restos vivientes, o metamorfoseados, de las innovaciones dispersadas por la imaginación política del siglo XIX, una de las más prolíficas de la historia humana. Nos nutrimos de nacionalismo, conservadurismo, liberalismo, sindicalismo, feminismo, vanguardismo, marxismo, socialismo, federalismo, y de otras migajas políticas menores. Y todavía está poco rastreada la influencia radial que el anarquismo tuvo sobre intelectuales y sobre otros grupos sociales, entre otros, sobre individualistas de toda suerte, liberales, anticlericales, sobre los bordes del marxismo, el elitismo estetizante, la bohemia, sobre los manifiestos estéticos de sectas vanguardistas, sobre la floración radicalizada de la izquierda de los años "60, y en el rock y el punk, sobre las tendencias libertarias en el movimiento de derechos humanos y en el de la disidencia en los países soviéticos, el pacifismo antimilitarista, el reclamo al uso placentero del propio cuerpo, el movimiento de liberación de los animales y el ecologismo radical de la actualidad. Se diría que el anarquismo constituyó una porción importante del plancton que hasta el día de hoy consumen los cetáceos del movimiento social, incluso algunos que todavía tienen que madurar del todo.

La historia cultural del anarquismo es un yacimiento que todavía puede ser explorado fructíferamente. ¿Cuál fue su modo de existencia específico? ¿Cuáles sus invenciones éticas? ¿Cuáles las relaciones entre sus prácticas modeladoras de la existencia y la imaginación política de su época? Estas preguntas deben ser antecedidas por ciertos presupuestos demográficos. En primer lugar, la escasez, lo exiguo de su número. Nunca existieron demasiados anarquistas (exceptuando el caso de la anomalía española entre 1890 y 1939), y el hecho de que se trate de un movimiento de ideas evangelizador nunca alteró esta condición de penuria. Hacia 1910, la policía calculaba que había entre 5000 y 6000 adherentes a las ideas anarquistas en Argentina. Esa cantidad de anarquistas organizados era altísima. En la mayor parte del mundo, apenas un puñado de partidarios y simpatizantes -la mayoría, inmigrantes o viajeros- activaba intermitentemente, mantenía alguna correspondencia con centros emisores de ideas, se involucraba en huelgas o bien editaba una publicación. Los anarquistas, minoría demográfica, siempre han vivido al borde la extinción. Sin embargo, una segunda condición tanto intensificó la escasez como determinó la amplia extensión de las ideas libertarias en su tiempo: la historia de los anarquistas es la historia de una experiencia migratoria exitosa. En casi cualquier lugar del mundo, incluso en la ciudad más pequeña, hay al menos un anarquista. Implantación puntillista: sarpullido negro en los 360º del Atlas. Las razones que explican la dispersión triunfante de "la idea" -así llamaban a su doctrina- pueden reenviarse a una supuesta necesidad histórica explicativa de su presencia, pero también puede suponérsela una suerte de milagro político, que siempre se acompañó del enorme esfuerzo individual devotado por cada anarquista a la supervivencia de su causa. Eran fogoneros de un tren fantasma. En todo caso, el número, la "masa crítica", no supuso un obstáculo para la difusión de un ideario político tan exigente. Si algo favoreció a esta difusión, fue la inexistencia de un "conmutador central" ideológico que informara y disciplinara a los militantes dispersos acerca de la orientación de su acción y el contenido de sus propuestas. Por el contrario, lo que resalta en la historia anarquista es la plasticidad de teoría y praxis, y consecuentemente, una variedad notable de su flora y fauna. La dosis de libertad de que disfrutaron en relación a los modos de subjetivación que les correspondieron se desprende de esta condición.

Esta limitación demográfica explica porqué cada vida de anarquista se volvía preciosa, y porqué la vida misma, entendida como "ejemplo moral", resultaba ser tan valiosa como las ideas, libros y manifiestos que editaron. En cada vida se realizaba, mediante prácticas éticas específicas, la libertad prometida. Cada existencia de anarquista, entonces, se transformaba en la prueba, el testimonio viviente, de una libertad del porvenir. Ellos se percibían a sí mismos como esquirlas actuales de un mundo cuyo futuro era una y otra vez obturado por fuerzas más poderosas. De allí que las biografías de anarquistas se nos presenten como las vidas de los santos, como existencias exigidas y sacrificadas, y que todo lo sacrificaban en beneficio de su ideal: amistades, familia, ascenso social, tranquilidad, previsión de la vejez. Hasta el día de hoy existen viejos anarquistas que se han negado a solicitar la jubilación estatal. Estas privaciones eran aceptadas, sino jubilosa, al menos convencidamente, pues el anarquismo les había sido prometido como experiencia exigente, aunque no imposible. Para ellos, la libertad era una experiencia vivida, resultado de la coherencia necesaria entre medios y fines, y no un efecto de declamación, una promesa para un "después del Estado". De modo que a los efectos prácticos, el anarquismo no constituyó un modo de pensar a la sociedad de la dominación sino una forma de existencia contra la dominación. En la idea de libertad del anarquismo no estaba contenido únicamente un ideal, sino también un objetivo que requería de distintas prácticas éticas, o sea, de correas de transmisión entre la actualidad de la persona y la realización por porvenir anunciado. Justamente porque el anarquismo no concebía a la persona según el modelo liberal del "sujeto de derechos" era imperioso modelar a cada anarquista según una ética específica y no en relación a una jurisprudencia abstracta, abarcativa y generalizable.

Las prácticas del anarquismo pretendían trastocar el antiguo régimen psicológico, político y cultural del dominio, no sólo porque ese modo de gobernar a los hombres resultaba ser coercitivo, explotador y desigualitario, sino porque forzaba a los seres humanos a volverse muñones de sí mismos, personas incapaces de autodignificarse. La antropología subyacente en las obras de la patrística ácrata proponía al hombre como "promesa", como energía autocreadora ilimitada, más aún en una época a la que definían "en estado de ánimo revolucionario", y cuyos ciudadanos ya no eran súbditos de un monarca en la misma medida en que tampoco eran ya criaturas de un padre celestial. Autodidactismo racionalista, impulso fértil de la voluntad, apego por la camaradería humana, combate al miedo y la sumisión por ser bases fisiológicas y psicológicas del dominio, imaginación anticlerical y toma de partido por el oprimido, tales eran las piezas que los anarquistas pretendían ensamblar en cada individuo singular. El anarquismo siempre ha sido un "ideal de salvación" del alma humana, y por eso era necesario subvertir la topografía histórica en donde ella afincaba su existencia. En el extremo, se aspiraba a la santidad social: no era posible una sociedad anarquista hasta que el último de los habitantes de la tierra no se hubiera convertido en un anarquista. Esto no supone procurar la perfección de las almas sino purgar la idea de revolución de la tentación del "golpe de mano" y alejarla de los peligros que los padres fundadores previeron en la deriva de las ideas autoritarias propagadas por el marxismo o "socialismo autoritario", tal como lo definían. Por eso insistían en que la revolución fuera "social" antes que "política", lo cual obliga a un maceramiento cultural previo de costumbres libertarias. Y antes incluso que una revolución social, se insistía en que se trataba de una revolución personal, es decir, de la construcción del propio carácter o "voluntad’ en relación antagonista con poderes jerárquicos. El desligamiento de la sociedad de la jerarquía comenzaba por la toma de conciencia de la miseria existente y de las tropelías de los gobiernos autocráticos, pero también por estrategias de purificación de la personalidad. La entrada a los grupos anarquistas siempre supuso una conversión, un autodescubrimiento del "yo rebelde". El objetivo de tal conversión, y del despojamiento consiguiente de los vicios sociales del dominio, perseguía la autodignificación. En la prensa anarquista de principios del siglo XX se reiteran consejos dirigidos a la forja de la personalidad, entre ellos, tomar conciencia del estado del mundo, no dejarse atropellar por los poderosos y sus "esbirros", actuar con reciprocidad hacia el compañero, servir de ejemplo al pueblo maltratado, abandonar los vicios burgueses, en particular el alcohol, el burdel, el juego por dinero y la participación en el carnaval a modo de comparsa. Pero la dignificación de sí no sólo exige evitar estos males sociales sino también poder ejercer un autocontrol, es decir, una apropiación de sí a fin de hacer lugar a un querer libre y liberado de la formación cultural burguesa. No obstante, esa autoformación libertaria no podía realizarse en el interior de experiencias sectarias ni en los bordes vírgenes de la experiencia histórica, como lo habían intentado los fourieristas en sus falansterios y los utopistas en sus comunidades cerradas. El anarquista se veía a sí mismo como un "hijo del pueblo", título de uno de sus himnos más conocido. Era un átomo suelto en medio del encadenamiento elemental que a todos obligaba, y cuyo vínculo orbital con la cultura popular era paradójico. Los anarquistas estaban muy próximos a las prácticas populares y a la vez se ubicaban en la frontera ideológica de las mismas. Siempre populares, aunque no populistas; es decir, no fueron nunca complacientes con las costumbres obreras ni mucho menos "clasistas", sino la inflorescencia salvaje de prácticas populares en formación, o bien la continuidad urbana de tradiciones tribales y campesinas de resistencia. Esa condición paradojal va a determinar la relación entre creencias libertarias y prácticas de subjetivación.

Para los anarquistas, la preocupación por su condición política y la preocupación por la relación entre creencia y acción (medios y fines) se volvía tanto más acuciante porque demasiadas veces se hallaban aislados en territorio enemigo, alienado o desconocido. Es importante tener en cuenta el "factor número" ya mencionado. De modo que recordar "quien se era" a través de rituales y prácticas específicas se volvía fundamental. Por ejemplo, la correspondencia (todos los anarquistas respondían tarde o temprano el correo) ayudaba a interconectarse, y la lectura de libros "de ideas" a fortalecerse ante la adversidad y la soledad ideológica, mucho más durante la primera época de diseminación de las ideas anarquistas, es decir, entre 1870 y 1900, en que transcurrieron tres fases de maduración a las que podemos llamar "carbonaria o conspiratoria", "mesiánica o evangélica" e "individualista y organizativa". En esta etapa el anarquismo se hizo conocer como ideología revolucionaria en el sentido a la vez amplio y específico que el viejo jacobinismo había desperdigado por Europa entre 1789 y 1871, fechas emblemáticas de la Revolución Francesa y de la Comuna de París. Pero al mismo tiempo, el anarquismo se difundió como un ideal de "hombre libre", como modelo ético a seguir. A las raíces de este modelo cabe rastrearlas en la los ideales pedagógicos de la ilustración, en los estilos de formación intelectual del librepensador moderno, en las prácticas asociativas de los conjurados carbonarios, en la dedicación vital total de los revolucionarios vocacionales al estilo de Auguste Blanqui, en la sensibilidad generacional "romántica" de los años 1830 a 1848, y en el activismo de los emigrados célebres que luchaban por la liberación de pueblos irredentos, cuyo ejemplo más famoso fue la causa por la libertad de Polonia. Todos estos antecedentes inmediatos confluyeron en la formación de la personalidad de los anarco-individualistas y de los anarquistas autodefinidos como "revolucionarios", las dos sub?species del género ácrata de fines del siglo XIX. El aprestamiento de la subjetividad anarquista, del núcleo ético de la voluntad, tenía como objetivo sustentar una "moral revolucionaria", que servía para endurecerse ante la persecución y para no dejarse desfallecer ante los magros resultados de la propaganda de las ideas. Asimismo, para que incluso un solo anarquista se sintiera capaz de fundar publicaciones o de erigir sindicatos, bibliotecas y ateneos. También fue ese el sentimiento y proceder de los doce apóstoles de Cristo. Ser un revolucionario suponía "tener moral", y no solamente para devenir un "caso ejemplar" respetado incluso por sus enemigos políticos, sino para tonificar el espíritu y mantener la fe, tal cual los cristianos ante las tentaciones o el martirio. Aún más, "tener moral" para poder transformarse en "contrapesos" de coyunturas históricas determinadas, tal cual ocurrió con acusados ante los tribunales que "daban vuelta" los argumentos de las fiscalías o, en el otro extremo, con los exploradores europeos que por sí mismos eran capaces de conquistar regiones enteras para su nación. También ellos tenían una "moral de hierro". Pero nadie puede hundir en su alma cimientos de acero sino se tiene fe en el advenimiento de un mundo nuevo. Los anarquistas creían. Eso es un don que no se concede a cualquiera. Pero no eran religiosos, en el sentido habitual de la palabra: el misterio de la fe política era balanceado por una sólida formación racionalista (incluso, por momentos, cientificista) y por un gusto por la sensibilidad escéptica de tipo "volteriana". Eran centauros: mitad razón, mitad impulso mesiánico.

Pero si se dejan momentáneamente de lado el odio inmediato al opresor y las imágenes felices de un mundo sin cadenas (es decir, sin Estado, sin prisiones, sin fuerzas armadas, sin policías, sin Papa, sin patrones, sin plusvalía, sin tribunales, sin privilegios de nobleza, sin carnicerías, etcétera), se nos evidencian entonces los logros culturales del anarquismo, y especialmente, los contornos culturales de sus prácticas éticas de autoformación, que tenían como función, primeramente, ayudar a forjar el carácter revolucionario, y luego, testear constantemente la relación entre la propia vida y los ideales. Una primera serie de "obligaciones de conciencia" los distinguían de otras "tomas de partido" políticas y operaban a modo de guía orientativa frente a las presiones coercitivas de las instituciones burguesas. El anarquista no debía aceptar el servicio militar obligatorio; desertaba. No aceptaba unirse en matrimonio bajo la regulación de la Iglesia o el Estado; se unía libremente a su pareja en una practica conocida con el nombre de "amor libre", mácula escandalizadora para su época. En lo posible, no enviaba a sus hijos a escuelas religiosas o estatales, sino a escuelas libres o "racionalistas". No bautizaba a los hijos según el santoral; solía recurrir a nombres significativos. No debía aceptar ascensos de rango en las jerarquías laborales o salariales; se trabajaba a la par del compañero y en la misma escala de sueldos. Debía procurar ser, además, un buen trabajador, para dar ejemplo tanto a la burguesía rentista y ociosa como a los demás trabajadores que alguna vez levantarían un mundo distinto de las ruinas del actual. El anarquista no debía votar en comicios electorales, sino intentar llegar a consensos en las decisiones que debían tomar sus grupos o sindicatos. Debía negarse a testificar en juicio si ello suponía un perjuicio para quien fuera acusado por razones de Estado. No debía aceptar los feriados dictados por el estado (una acordada de la FORA, la central sindical anarquista argentina, recomendaba a sus afiliados informar a los patrones que el único feriado laboral que respetarían sería el 1º de mayo, día de los trabajadores no existente en el calendario de asuetos de entonces, y que en los casos de feriados de índole estatal o religioso reclamarían trabajar). El anarquista debía dar hospitalidad a compañeros perseguidos. En algunos casos extremos, muchos anarquistas se negaban a jugar a las cartas o a apostar dinero a fin de no promover la lucha de "todos contra todos". De ser posible, sus periódicos debían venderse a precio de costo (en algunas publicaciones argentinas de comienzos del siglo XX se leía en primera plana: "Precio: de cada uno según sus fuerzas"). Eventualmente, debía practicar la desobediencia civil. Al fin, debía estar pertrechado y preparado cultural y políticamente para acompañar en primera fila a los pueblos que se revelaban.

Este decálogo ético promovía un modelo de conducta que necesariamente exigía firmeza interior. Al afirmamiento de sí contribuían una serie de prácticas introspectivas, que abarcaban desde la lectura de libros de ideas, novelas sociales e historias de héroes y revueltas populares hasta las primeras pruebas de fuego de la lucha social con las que intimaba el nuevo adherente a las ideas, sean huelgas, piquetes, contrabando de armas o periódicos, seguidas por las inevitables temporadas pasadas en la cárcel, líquido amniótico bien conocido por los militantes, y a la vez vivero de anarquistas. Todas las prácticas de "cuidado de sí" de los anarquistas estaban dirigidas a facetar una subjetividad potente (una "voluntad’) frente al poder de Estado. Nos encontramos con el problema inverso al de los antiguos estoicos: no se trataría de promover la autocontención a fin de poder gobernar a otros, sino de contener en sí mismo una serie de principios bien afirmados a fin de no dejarse gobernar. A quien se gobierna a sí mismo y se niega a ser gobernado se lo presentaba como un "hombre rebelde", refractario pero a la vez ilustrado y racional: un argumentador irreductible. La educación de la voluntad se desarrollaba mayormente en un nicho político, psíquico y emocional que resultó ser la invención organizativa más llamativa de todas las promovidas por el anarquismo: el grupo de afinidad, que, hasta la súbita explosión de los sindicatos organizados en torno a principios libertarios, hacia 1900, constituyeron el modo de encuentro y de relación habitual entre anarquistas; y lo siguen siendo hasta el día de hoy. Al origen de estos grupos cabe hallarlo en sus antecedentes, el club revolucionario de la época de la revolución francesa y las sectas conspirativas en tiempos de gobiernos autocráticos y represores, pero de un modo soterrado el grupo de afinidad responde especularmente a la creciente importancia que la amistad como práctica social de iguales comenzaba a adquirir en las metrópolis modernas. Como si la amistad se hubiera constituido en un territorio liberado, un "afuera del estado" donde el triángulo político revolucionario, libre, igual y fraterno, se hubiera vertido en modelo de reciprocidad intersubjetiva, aún al interior de prácticas propias de la sensibilidad burguesa. Lo característico del grupo de afinidad anarquista no residía solamente en su horizontalidad recíproca y en la común pertenencia ideológica de sus integrantes, sino en la confianza mutua como cemento de contacto de sus miembros, y en su plasticidad empática, porque los miembros se relacionaban, ante todo, social y afectivamente. Operaba como contrapeso y alternativa a la familia burguesa y al orden laboral, y también se constituía en un espacio de aprendizaje, de saberes o de oficios. A veces, quien ingresaba en un grupo de afinidad cambiaba su nombre, elegía un apodo singular, que no resultaba ser tanto un alias o un "nombre de guerra" como la prueba nominal de la transformación interior lograda.

Las prácticas de conversión comenzaban luego del acercamiento, y del primer maceramiento, del aspirante a anarquista al grupo de afinidad, y su grado de profundización dependía del contexto, de la etapa de desarrollo histórico del movimiento anarquista, y de la radicalidad ideológica del grupo de pertenencia, pero también de la "libre voluntad’ del nuevo integrante. Eran comunes las renuncias a la herencia pecuniaria familiar, a los títulos de nobleza (tradición iniciada durante la Revolución Francesa) y a las costumbres "burguesas". Sin embargo, estas declinaciones no se corresponden con el modelo de la "proletarización" de la juventud que se volvería habitual y obligatoria durante los años sesenta y setenta del siglo XX. Se trataba, más bien, de purgarse de una "vida falsa", o dotada de privilegios y oropel que se volvían, en la nueva etapa vital y autoconciente de la persona, sin sentido. Ocasionalmente, la persona abandonaba su antiguo nombre y optaba por "rebautizarse" con un seudónimo. Así, un conocido anarquista colombiano pasó a llamarse Biófilo Panclasta (amante de la vida, destructor de todo), y nombres como Perseguido, Germinal o Libertario se volvían más y más comunes. También muchos optaban por un alias cuando publicaban en la prensa anarquista, como modo de enfatizar que las opiniones, pero también las obras literarias de autores famosos, no pertenecían al erario individual sino a toda la humanidad. En otras palabras, se impugnaba el derecho a la propiedad intelectual; derecho, además, que por tradición los anarquistas suelen pasar olímpicamente por alto. La práctica del nuevo bautismo se entronca con la historia de la Revolución Francesa, en cuya primera etapa los años comenzaron la cuenta desde cero y los meses adoptaron el nombre de ciclos naturales. El anhelo por el inicio de un mundo nuevo era así antedatado, o adelantado. Auguste Blanqui numeraba los ejemplares de uno de sus tantos periódicos, Ni Dieu ni Maître, siguiendo el calendario jacobino, y en Argentina el periódico La Montaña, fundado por Leopoldo Lugones, José Ingenieros y Macedonio Fernández, era fechado a partir de los años transcurridos desde la Comuna de París. En estos casos, se enfatizaba que el tiempo, aún siendo irreversible, era detenible y desviable a favor. Asimismo, los sindicatos solían repartir entre sus afiliados almanaques y calendarios revolucionarios en los cuales el santoral y las efemérides estatales eran reemplazadas por los hechos de la historia del movimiento obrero y por las fechas de nacimiento de revolucionarios o de benefactores de la humanidad.

A comienzos del siglo XX los anarquistas tomaron la costumbre, particularmente en España pero también en el Río de la Plata, de bautizar a sus hijos con nombres significativos, nombres que los señalarían como vástagos prematuros de un orden nuevo. Abundaban los homenajes históricos (Espartaco, Volterina, Giordano Bruno, Prometeo), las afirmaciones doctrinarias (Acracio, Libertad, Libertario, Alba de Revolución, Ideal, Progreso, Liberata, Liberto), las marcas oprobiosas de nacimiento (Oprimido, Siberiano), los homenajes internos al movimiento anarquista (Bakunin, Reclús), la referencia natural (Amanecer, Universo, Aurora, Sol Libertario), y también Eleuterio (hombre libre en griego), Poema, Amor, Esperanza, Floreal y tantos otros que nutrieron una onomástica propia. Esta misma denunciaba la condición actual e impugnaba al santoral, o bien homenajeaba a los caídos y anunciaba el porvenir. Los nombres de muchos periódicos anarquistas argentinos de esa época exponían una serie de juegos especulares con la propia identidad y con los temores de la sociedad burguesa. Algunos asumían nombres asociados inmediatamente a la potencia y la afirmación, tales como El Oprimido, El Rebelde, La Protesta, La Antorcha, Agitadores, El Combate, Demoliamo, Il Pugnale, Cyclone, Escalpelo, Hierro, El Látigo del Obrero, El Martillo, Los Parias, El Perseguido, La Rivolta o La Voz del Esclavo. Otros títulos, que también cincelaban una positividad, adquirían resonancias aurorales o autodefiniciones de índole iluminista, entre ellos, El Alba del Siglo XX, L"Avvenire, Ciencia Social, Derecho a la Vida, Expansión Individual, La Fuerza de la Razón, Libre Examen, La Libera Parola, La Libre Iniciativa, La Luz, Los Tiempos Nuevos.

La introducción a las ideas anarquistas corría muchas veces a cargo de "maestros", que eran transmisores de la memoria social, de la historia del movimiento anarquista, y de las ideas. La maestría no estaba necesariamente vinculada a la lectura de libros, aún siendo valuados especialmente en la tradición anarquista, sino al conocimiento personalizado de alguien ya experimentado en la doctrina libertaria. No obstante, a quien oficiaba a modo de "maestro" no se le exigía ser un "sabio", sino una mezcla de persona "iniciada" y de evangelizador. Era habitual que los ya experimentados dirigieran "lecturas comentadas" en sindicatos y ateneos para círculos de personas sin educación formal alguna o recién llegados al anarquismo. Pero a pesar de que la cinematografía, al menos la argentina, y cierto lugar común sensible del progresismo, hayan difundido la figura del "viejo anarquista" benevolente y ético, en verdad esa tarea de maestría podía estar a cargo de personas muy jóvenes, que solo superaban por un lustro o una década al nuevo militante. Era, sin dudas, una relación de adulto a joven, pero no en el sentido en que las edades tiene hoy en día. Este tipo de iniciación fue vigente hasta los años sesenta del siglo XX, cuando las rebeliones juveniles y el "juvenilismo" como ideología rompieron ese modelo de correa de transmisión. Desde entonces, la entrada al anarquismo ocurre por contagio, por activismo de "pandilla". Luego, el nuevo militante pasaba por pruebas iniciáticas de otro orden, tales como viajes de publicitación de ideas hacia lugares vírgenes de ideas libertarias o dónde muy pocos anarquistas residían. A veces, esos peregrinajes se hacían para apoyar una huelga o una lucha determinada, y los mejores oradores y organizadores solían ser los más requeridos. Esas jornadas en tierra de nadie los exponían al acoso policial, pero también a la incomprensión de sus familias, que percibían en ese activismo riesgos para la economía y la armonía hogareñas. Los ejercicios de oratoria, que primero sucedían en veladas de ateneos o sindicatos, y luego en actos públicos, operaban a modo de entrenamiento para el viajero. En cambio, nada preparaba al hombre "de ideas" para las habituales estadías en el presidio. Pero todos podían confiar en la solidaridad que emanaría del otro lado de los muros. Por otra parte, quienes maltrataban a los presos, torturaban a los detenidos o reprimían concentraciones obreras, sabían que podían ser el objetivo de la venganza tribal. De todos modos, casi en todos los casos de "justicieros" anarquistas, éstos actuaron en la mayor soledad.

Cotidianamente, se participaba de experiencias, cuyo ciclo solía ser semanal, que a la vez unían socialmente a la comunidad de anarquistas y los aprestaban intelectual y espiritualmente. Una serie de rituales de fraternización y enaltecimiento, que eran compartidos por otras instituciones socialistas también, ligaban al anarquista a su organización y a los demás compañeros. La participación activa en conferencias y veladas, la concurrencia a declamaciones y cuadros filodramáticos (probable raíz del teatro independiente en Argentina), la asistencia a pícnics de confraternización y a lunchs de camaradería, la colaboración con piquetes de huelga o con campañas de solidaridad a favor de presos, y el tomar parte en marchas y mítines. En todos estos casos se solían entonar canciones e himnos revolucionarios. Cabe destacar, además, la participación a manera de público en "reuniones de controversia". Estas últimas consistían en torneos de oratoria en las que dos contendientes, uno anarquista y otro adherente a una filosofía distinta, disputaban en torno a un tema convenido, por ejemplo, la existencia o inexistencia de Dios, o la importancia de las teorías de Darwin. En este último caso, se hace notoria la fuerte creencia de los anarquistas, propia de la época, en el poder transformador de la palabra pública. El objetivo de estos rituales y participaciones consistía en inspirar y facetar sentimientos nobles, y en desarraigar los "males de la subjetividad’ que dividen a los seres humanos. Las bibliotecas personales cerraban el círculo. Todos los anarquistas se armaban pacientemente de una biblioteca "de ideas", incluso los analfabetos. En los libros estaba contenida la salvación por el conocimiento, y la importancia del autodidactismo entre los anarquistas es aún un tema inexplorado. A veces, el único equipaje que los anarquistas arrastraban en sus migraciones era su biblioteca básica. Han de haber existido pocos movimientos políticos menos antiintelectuales que el libertario, que sólo se cuidó de enfatizar la importancia de vincular el trabajo manual y el intelectual en una sola madeja indevanable. Los libros atesorados incluían la historia de las revoluciones modernas, los clásicos anarquistas, las biografías de militantes caídos, las memorias de anarquistas conocidos, los testimonios de prisión y persecución, los compendios de ciencia "moderna" y las ineludibles novelas sociales. De todos ellos, las autobiografías de militantes, cuyos equivalentes son demasiadas veces el santoral y el martirologio, constituyen una fuente de información fundamental para analizar la vida ética anarquista. También, evidentemente, las acordadas de reuniones sindicales, lo publicado en su prensa, en particular si se analiza el detalle y la marginalia, y las obras doctrinarias en general. Pero no debe descartarse el análisis de las obras de los heresiólogos de la época y de los refutadores del anarquismo. Algunos de ellos han sido excelentes exegetas, por vía negativa, de esta herejía moderna. Restaría una fuente a la que no siempre los historiadores interesados en el anarquismo han logrado acceder: los archivos policiales.

A inicios del siglo XX comenzaron difundirse entre los anarquistas dos discursos dirigidos al cuidado de la mente del niño y del cuerpo en general: el de la escuela moderna y el de la eugenesia. La escuelas racionalistas o "modernas" se difundieron ampliamente en España, y también existieron algunas experiencias argentinas, de duración efímera. Se propagaron como instituciones y doctrinas alternativas al poder eclesiástico sobre la formación pedagógica de la infancia y a la circulación de retóricas estatales en los planes curriculares escolares, y en ellas se inculcaba el conocimiento de la ciencia, la libertad como ideal, la formación integral del alumno, y la convivencia de saberes manuales e intelectuales. En esas escuelas se habían eliminado los castigos y amonestaciones, y también las jerarquías preestablecidas entre maestros y alumnos. La suposición antropológica que las orientaba presentaba al niño como librepensador por naturaleza, y a las ideas religiosas, el patronato estatal y el patriotismo como desvirtuadores de la mente infantil. Educar niños para un mundo distinto, al que se aguardaba para un futuro no muy lejano, suponía también construir ese mundo a través de nuevas generaciones puestas a salvo de las garras de la vieja sociedad. Cabe destacar que, aunque en forma incipiente, los anarquistas también propusieron planes de ciudades ideales para la vida social, que no deben confundirse con la tradición de las utopías perfectas, sino con el mejoramiento del habitar obrero. A su vez, el discurso eugenésico, sin estar del todo ajeno a las preocupaciones sanitaristas e higienistas de la época, se presentaba como un borde cultural apenas aceptable para la mentalidad burguesa. En el anarquismo, el discurso de la eugenesia abarcó distintas preocupaciones: la difusión del vegetarianismo, del nudismo, del antitabaquismo, de la crítica al consumo de alcohol (un libro difundido en portugués se titulaba "Alcoholismo o Revolución"), de la procreación responsable o "conciente" (de raíz neomalthusiana) que predicaba la necesidad de restringir la natalidad a fin eludir la miseria obrera, la propaganda del uso del condón en barrios proletarios, la publicitación de otros métodos anticonceptivos en la prensa anarcoeugenesista, el cuidado de la salud obrera en general. Todo esto se cruzaba con los discursos sobre el amor libre, la importancia de las afinidades electivas, y la libre voluntad. En mayo de 1937, Federica Montseny, ministra anarquista de salud durante la Revolución Española, autorizó a los hospitales públicos a atender a mujeres que desearan interrumpir el embarazo. Se trató de una medida histórica que trascendía la preocupación gubernamental por la práctica del aborto clandestino, y que se enmarca en la tentativa anarquista más general de subversión de las costumbres, y que a su vez permitía hacer público un saber y un discurso radical sobre la sexualidad. La eugenesia se cruza en este punto con la crítica al matrimonio burgués "hipócrita" y con la postulación del derecho al propio cuerpo. El discurso anarquista sobre la sexualidad es complejo, porque en él se intersectan una analítica sexual de índole científica, una preocupación social de raíz médico-higienista, e ideales relacionales nutridos por el romanticismo, que no excluyen una dosis de voluptuosa erotización discursiva, en la que descollaron los así llamados "armandistas", seguidores de la doctrinas individualistas de E. Armand. Los armandistas o los lectores de la brasileña María Lacerda de Moura propagandizaron el derecho al placer como derecho "natural" de los seres humanos. El discurso eugenésico y la defensa de la educación integral y racionalista tenían un objetivo que superaba incluso la preocupación por la vida sana y el concernimiento por la mente infantil, pues el ideal que los guiaba era la crítica a la "vida falsa", a la vida alienada propia de la burguesía. De modo que eugenesia y racionalismo buscaban invertir la dosis de alienación vital introyectada por la sociedad "falsa" así como promover prácticas existenciales menos insinceras y más saludables. ¿Cuántas de estas prácticas eran realmente llevadas a cabo? Algunas mucho; otras, escasamente. Algunas eran coto de caza de experimentadores de la existencia, otras eran amparadas en experimentos comunitarios, muchas afectaban únicamente a los anarcoindividualistas o a sectores de la bohemia. La mayoría de estas costumbres y modelos de conducta no eran obligatorias ni de cumplimiento forzoso. El anarquismo nunca fue una secta ortodoxa ni dispuso de un "libro negro" en el cual hubiera podido consultarse una preceptiva. La aceptación de las prácticas era libre, y éstas mismas se difundían a la manera de las corrientes de opinión, contagiando o entusiasmando, y no como un credo. A lo largo de una vida, los adherentes a las ideas anarquistas podían pasar por varias etapas y grados de aproximación al ideal del vegetarianismo o del amor libre. A medida que el anarquismo reclutó más y más miembros entre el proletariado fabril la posibilidad de experimentación en los bordes de la vida burguesa disminuyó, pero en ningún caso dejó de circular en la prensa anarquista y en las disertaciones de especialistas dadas en sindicatos, ateneos y bibliotecas. Se diría que la grandeza de esta panoplia existencial puede medirse por el grado de rechazo de la época como también por el menor énfasis que sobre estas cuestiones ponían otras doctrinas políticas.

Resta un elemento más de las prácticas históricas anarquistas que puede devenir analogía con la figura del parresiastes antiguo. Tanto en su actuación pública, en la puesta en locución conversacional de ciertos temas escabrosos o tabú, como en la propaganda escrita de sus ideas, los anarquistas nunca se refugiaron en retóricas de la conveniencia o en estrategias "maquiavelistas" o coyunturalistas, aún cuando las consecuencias de tales acciones y opiniones fueran costosas, o incluso letales a su inmediata supervivencia política. En suma, nunca mintieron acerca de quienes eran y que querían. Los tejemanejes, hipocresías, disfraces y "operaciones" a las que con tanto fervor recurrirían liberales y comunistas durante la Guerra Fría les eran por completo ajenas. La sinceridad política era una de sus "obligaciones identitarias", condición derivada de su intransigencia en relación a las ideas (lo que no los volvía necesariamente principistas) y a que la racionalidad de su acción estaba sustentada en una adecuación firme entre conducta y creencia enunciada. Esto explica porque solían identificarse a sí mismos, sin la menor duda, como "anarquistas" cuando eran llevados a tribunales. También permite comprender al centro de gravedad de su drama político: la absoluta responsabilidad con las propias convicciones les restaba "eficacia" (si se la define desde un punto de vista "técnico" y de acuerdo a los valores dominantes en los siglos XIX y XX) y audibilidad, aunque les concedía el raro prestigio de disponer de un "exceso de razón". Decir la verdad siempre es costoso, pero en su caso era percibida como imprescindible: combatir la arbitrariedad de los gobiernos, denunciar el maltrato de patronos y "cosacos", registrar y testimoniar la persecución a sindicatos y protestas populares. Estas "verdades excesivas" encajaban golpes proporcionales. Los asesinatos políticos de organizadores anarquistas de sindicatos fueron comunes en la España de 1920 y, en general, en toda Latinoamérica. De Argentina se los deportaba (Ley de Residencia de 1902), de Brasil se los expulsaba como "indeseables", o recibían largas condenas cumplidas en penales espectrales e inhóspitos (en Tierra del Fuego, en la selva amazónica, cerca de las Guayanas), confinamientos en Siberia o en islotes italianos, o en las posesiones coloniales españolas y portuguesas en Africa, o en la Papúa-Nueva Guinea francesa. Súmese a ello las cíclicas prohibiciones de actividades y la destrucción de imprentas, archivos y locales de periódicos. Por cierto, las cárceles resultaban ser maletas herméticamente cerradas, pero con doble fondo: se transformaban en espacios de concientización de los otros presos "sociales". Y las prohibiciones no eran más que molestias al paso, gajes del oficio. No solo porque el derecho a la publicación de sus "zamizdats" se los daban ellos mismos, sino porque en el terreno de la landestinidad los anarquistas eran baqueanos. La sinceridad política se extendía a otros ámbitos de la actividad, particularmente en relación a la notable escrupulosidad mantenida en relación a cuestiones de dinero. Los registros contables de los sindicatos anarquistas eran perfectos. No pocos historiadores de la guerra civil española han podido reconstruir movimientos de dinero a partir de los registros de la Confederación Nacional del Trabajo. La condición de ilegalidad no exceptuaba a los militantes de esta "honestidad financiera", incluso en los "casos límite", muy debatidos entre ellos, de los "expropiadores" y los "falsificadores de dinero". Lo "recaudado" no podía disponerse para uso personal; pertenecía al pueblo o eran fondos a ser donados para actividades culturales u organizativas. Esas eran las reglas de su jurisprudencia, que se extendían a los problemas ideológicos o relacionales entre compañeros, para los cuales se habilitaban, de ser preciso, "tribunales de honor". Anarcosindicalistas, expropiadores, guerrilleros antifranquistas, anarcoindividualistas, combatientes junto al maquis o los partisanos, regicidas, "mujeres libres" en España, "wooblies", foristas, "ceneteros", organizadores de huelgas contra la United Fruit Company, y decenas de otras mutaciones, todos ellos trataron, en lo posible, de vivir y morir en su ley.

Durante el tiempo en que el anarquismo fue un movimiento de hombres e ideas poderoso, es decir, en tanto y en cuanto desplegó una influencia nítida sobre la acción sindical, sobre las sensibilidades populares de zonas específicas de Occidente y sobre sectores de la opinión pública "ilustrada", operó como movilizador político y antropológico de un desorden fértil y como hostigador de las fuerzas de la tradición y el estatismo. Colaboraba, junto a otras ideas y sectores políticos, en la desorganización de la herencia política y espiritual del "ancien regime".

A la vez, el anarquismo difundió un modelo de personalidad libre, un ideal exigente cuyo logro histórico consistió en ejercer una presión, una "curvatura", sobre las creencias e instituciones modernas, pero también y más soterradamente sobre las apetencias de mayor autonomía individual y de una más amplia libertad social que ya germinaban en la imaginación social del siglo XX. En suma, su insistencia en que el Estado obstaculizaba a la libre asociación tanto como a las capacidades creativas de los seres humanos lo transformó en una suerte de símbolo antípoda perfecto a la imaginación jerárquica. Pero su afortunada circulación en el mundo de la ideas y la distinta suerte que tocó a sus intentos sediciosos no se explica únicamente por el propio y radical ángulo político que ocupó en la modernidad. También el anarquismo resultó ser el emergente peculiar de un nuevo tipo de relación social que enormes sectores de la población occidental ya ansiaban y practicaban, el gusto por la afinidad electiva; modo de encuentro y de intercambio del cual la construcción de la personalidad anarquista fue una de sus más concientes y persistentes propuestas de realización histórica. Entonces, por un lado, el misterio de la aparición pública del movimiento anarquista en el siglo XIX es directamente proporcional al misterio de la existencia y persistencia de la jerarquía luego de las revoluciones políticas modernas; continuidad decepcionante que hizo depositar en las ideas anarquistas la clave de comprensión, o de desciframiento, del secreto del poder jerárquico, y en sus prácticas políticas, un ideal de disolución de ese mismo poder. Pero por otro lado, en tanto minoría demográfica sostenida en prácticas éticas (irreductibilidad de la conciencia, innegociabilidad de las convicciones, construcción de instituciones contrapotentes, despliegue de grupos de afinidad, rituales de autoformación específicos), las vidas anarquistas en sí mismas, que siempre bascularon entre el color tenebroso y el aura lírica, entre el jacobinismo intransigente y el ansia de pureza, constituyeron un modelo moral que atrajo intermitentemente a las energías refractarias de sucesivas oleadas de jóvenes. Comprender la fuerza de esta atracción no es sencillo, y es de poca utilidad la explicación psicologista, a saber, que los jóvenes necesitan por un tiempo una estadía en el infierno o bien mantener intacto su sentido de la irrealidad hasta el momento de "sentar cabeza". Indudablemente, el adjetivo "revolucionario" le cabe al anarquismo como un guante al puño, pero entre las facetas que admitía esta idea descuella la de "subversión existencial". El anarquismo también constituyó una respuesta subjetiva radical que movilizó el malestar social de su época. A lo largo del siglo XIX, el hambre y la autocracia fueron dos "irritadores" de las inquietudes sociales que posibilitaron el despliegue de movimientos políticos y sindicales de oposición. El hambre se correspondió con la demanda de dignidad laboral y humana, y el socialismo, el sindicalismo y el populismo fueron sus portavoces. La autocracia se correspondió con el reclamo de mayores amplitudes civiles, y el liberalismo, el socialismo y el feminismo devinieron respuestas políticas bien conocidas. El anarquismo participó, a modo de tecla suelta, de este abanico. Sin embargo, la cuestión de la "vida falsa", propia de las torsiones vitales de la época burguesa, también se constituyó en un irritador difuso del malestar social. La preocupación con la insinceridad relacional, el tedio, la "alienación vital" y la autocontención emocional son temas que recorrieron a la modernidad, desde el romanticismo a las rebeliones existencialistas de los años sesenta del siglo XX. La insistencia del anarquismo en la cuestión de la vida falsa y sus propias vidas facetadas como ejemplos morales quizás expliquen porqué la sensibilidad refractaria se acopló más dúctilmente al anarquismo, o a sus variantes laterales o paralelas, que a otros movimientos de ideas; y también es la causa de su extraña supervivencia actual, una vez que sus otrora potentes sindicatos y sus participaciones revolucionarias pasaron a ser poco menos que partes históricos para el mundo académico que se interesa aún en este tipo de herejías políticas. Esa supervivencia no equivale al rebrote del yuyo en el jardín bien ordenado, sino al sarpullido somático en un cuerpo que ha sido una y otra vez persuadido a doblar la cerviz o a descargar sus malestares en espacios previamente delimitados al efecto. En tanto y en cuanto perdure el malestar, el anarquismo podrá resurgir como retorno de lo que ha sido mal reprimido. Y aunque el demonio rojo y el judío errante hayan sido los emblemas grabados a fuego en la historia anarquista, también lo han sido el Ave Fénix y Lázaro redivivo.

Lembas / Alasbarricadas

 

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