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Muere asesinado en Bogotá, Jorge Eliécer Gaitán (1948)

Abril 9, 1948. Bogotá - Colombia
Vísperas

En la plácida Bogotá, morada de frailes y juristas, el general Marshall se reúne con los cancilleres de los países latinoamericanos.

¿Que nos trae en sus alforjas el Rey Mago de Occidente, el que riega con dólares, los suelos europeos devastados por la guerra? El general Marshall resiste, impasible, con los audífonos pegados a las sienes, el discurserío que arrecia. Sin mover ni los párpados, aguanta las larguísimas profesiones de fe democrática de muchos delegados latinoamericanos ansiosos por venderse a precio de gallo muerto, mientras John McCloy, gerente del Banco Mundial, advierte:

—Lo lamento, señores, pero no he traído mi libreta de cheques en la maleta.

Más allá de los salones de la Novena Conferencia Panamericana, también llueven discursos todo a lo largo y a lo ancho del país anfitrión. Los doctores liberales anuncian que traerán la paz a Colombia, como la diosa Palas Atenea hizo brotar el olivo en las colinas de Atenas, y los doctores conservadores prometen arrancar al sol fuerzas inéditas y prender con el oscuro fuego que es entraña del globo la tímida lamparilla votiva del tenebrario que se enciende en vísperas de la traición en la noche de las tinieblas.

Mientras cancilleres y doctores claman, proclaman y declaman, la realidad existe. En los campos colombianos se libra a tiros la guerra entre conservadores y liberales; los políticos ponen las palabras y los campesinos ponen los muertos. Y ya la violencia está llegando hasta Bogotá, ya golpea a las puertas de la capital y amenaza su rutina de siempre, siempre los mismos pecados, siempre las mismas metáforas: en la corrida de toros del último domingo, la multitud desesperada se ha lanzado a la arena y ha roto en pedazos a un pobre toro que se negaba a pelear.

Gaitán

El país político, dice Jorge Eliécer Gaitán, nada tiene que ver con el país nacional. Gaitán es jefe del Partido Liberal, pero es también su oveja negra. Lo adoran los pobres de todas las banderas. ¿Qué diferencia hay entre el hambre liberal y el hambre conservadora? ¡El paludismo no es conservador ni liberal!

La voz de Gaitán desata al pueblo que por su boca grita. Este hombre pone al miedo de espaldas. De todas partes acuden a escucharlo, a escucharse, los andrajosos, echando remo a través de la selva y metiendo espuela a los caballos por los caminos. Dicen que cuando Gaitán habla se rompe la niebla en Bogotá; y que hasta el mismo san Pedro para la oreja y no permite que caiga la lluvia sobre las gigantescas concentraciones reunidas a la luz de las antorchas.

El altivo caudillo, enjuto rostro de estatua, denuncia sin pelos en la lengua a la oligarquía y al ventrílocuo imperialista que la tiene sentada en sus rodillas, oligarquía sin vida propia ni palabra propia, y anuncia la reforma agraria y otras verdades que pondrán fin a tan larga mentira.

Si no lo matan, Gaitán será presidente de Colombia. Comprarlo, no se puede. ¿A qué tentación podría sucumbir este hombre que desprecia el placer, que duerme solo, come poco y bebe nada y que no acepta la anestesia ni para sacarse una muela?

El bogotazo

A las dos de la tarde de este nueve de abril, Gaitán tenía una cita. Iba a recibir a un estudiante, uno de los estudiantes latinoamericanos que se están reuniendo en Bogotá al margen y en contra de la ceremonia panamericana del general Marshall.

A la una y media, el estudiante sale del hotel, dispuesto a echarse una suave caminata hacia la oficina de Gaitán. Pero a poco andar escucha ruidos de terremoto y una avalancha humana se le viene encima.

El pobrerío, brotando de los suburbios y descolgado de los cerros, avanza en tromba hacia todos los lugares, huracán del dolor y de la ira que viene barriendo la ciudad, rompiendo vidrieras, volcando tranvías, incendiando edificios:

—¡Lo mataron! ¡Lo mataron!

Ha sido en la calle, de tres balazos. El reloj de Gaitán quedó parado a la una y cinco.

El estudiante, un cubano corpulento llamado Fidel Castro, se mete en la cabeza una gorra sin visera y se deja llevar por el viento del pueblo.

Llamas

Invaden el centro de Bogotá las ruanas indias y las alpargatas obreras, manos curtidas por la tierra o por la cal, manos manchadas de aceite o de lustre de zapatos, y al torbellino acuden los changadores y los estudiantes y los camareros, las lavanderas del río y las vivanderas del mercado, las sieteamores y los sieteoficios, los buscavidas, los buscamuertes y los buscasuertes: del torbellino se desprende una mujer llevándose cuatro abrigos de piel, todos encima, torpe y feliz como una osa enamorada; como un conejo huye un hombre con varios collares de perlas en el pescuezo y como tortuga camina otro con una nevera a la espalda.

En las esquinas, niños en harapos dirigen el tránsito, los presos revientan los barrotes de las cárceles, alguien corta a machetazos las mangueras de los bomberos. Bogotá es una inmensa fogata y el cielo una bóveda roja; de los balcones de los ministerios incendiados llueven máquinas de escribir y llueven balazos desde los campanarios de las iglesias en llamas. Los policías se esconden o se cruzan de brazos ante la furia.

Desde el palacio presidencial, se ve venir el río de gente. Las ametralladoras han rechazado ya dos ataques, pero el gentío alcanzó a arrojar contra las puertas del palacio al destripado pelele que había matado a Gaitán.

Doña Bertha, la primera dama, se calza un revolver al cinto y llama por teléfono a su confesor:

—Padre, tenga la bondad de llevar a mi hijo a la Embajada americana.

Desde otro teléfono el presidente, Mariano Ospina Pérez, manda proteger la casa del general Marshall y dicta órdenes contra la chusma alzada. Después, se sienta y espera. El rugido crece desde las calles.

Tres tanques encabezan la embestida contra el palacio presidencial. Los tanques llevan gente encima, gente agitando banderas y gritando el nombre de Gaitán, y detrás arremete la multitud erizada de machetes, hachas y garrotes. No bien llegan a palacio, los tanques se detienen. Giran lentamente las torretas, apuntan hacia atrás y empiezan a matar pueblo a montones.

Cenizas

Alguien deambula en busca de un zapato. Una mujer aúlla con un niño muerto en brazos. La ciudad humea. Se camina con cuidado, por no pisar cadáveres. Un maniquí descuajaringado cuelga de los cables del tranvía. Desde la escalinata de un monasterio hecho carbón, un Cristo desnudo y tiznado mira al cielo con los brazos en cruz. Al pie de esa escalinata, un mendigo bebe y convida: la mitra del arzobispo le tapa la cabeza hasta los ojos y una cortina de terciopelo morado le envuelve el cuerpo, pero el mendigo se defiende del frío bebiendo coñac francés en cáliz de oro, y en copón de plata ofrece tragos a los caminantes. Bebiendo y convidando, lo voltea una bala del ejército.

Suenan los últimos tiros. La ciudad, arrasada por el fuego, recupera el orden. Al cabo de tres días de venganza y locura, el pueblo desarmado vuelve al humilladero de siempre a trabajar y tristear.

El general Marshall no tiene dudas. El bogotazo ha sido obra de Moscú. El gobierno de Colombia suspende relaciones con la Unión Soviética.

Eduardo Galeano

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