¡Viva la libertad! ¡Tolerancia cero!

x Antonio Maira

Del Estado ineficaz al Estado indiferente

En nuestra sociedad la libertad es Dios y, como Dios, tiene sus misterios. El estado no puede intervenir en la vida económica, ese es el dogma fundamental. Obedeciendo, los centros financieros han expropiado el patrimonio colectivo, esquilmando países, empresas y servicios públicos a precios de ganga. En una sociedad construida sobre la propiedad, el patrimonio de todos no merece respeto alguno.

La intervención del estado en la vida social está sometida a una prudencia infinita. Nada de garantizar derechos mínimos ni proteger contra eventualidades o evitar situaciones de necesidad o de miseria. La providencia-mercado expresa la voluntad del Dios-Libertad y garantiza la armonía del mundo y el grado conveniente de desigualdad. Todo desvelo estatal es mirado con extremado recelo por los políticos sistémicos y por los científicos neoliberales, supremos sacerdotes, todos ellos, del pensamiento único.

La prohibición de intervención económica está justificada con apelaciones enfáticas a la ineficacia estatal. Los portavoces de este dogma son los científicos sociales de los institutos y fundaciones neoliberales y los funcionarios de las instituciones financieras internacionales, pero sus verdaderos beneficiarios y creadores son los grandes grupos financieros y las grandes empresas multinacionales.

La renuencia a la intervención social reparadora de situaciones de precariedad social o de garantía de derechos sociales, incluso cuando se trata de los básicos, se justifica con una doctrina sobre la ineficacia económica y la irresistible e irreversible tendencia a la vagancia del ciudadano subvencionado. La responsabilidad de los buenos ciudadanos laboriosos sólo funciona con horizontes individuales de lucro o de riesgo, de la mano de la ambición o perseguida por el miedo. La angustia del paro, de la marginación o de la incertidumbre en un mundo gravemente inseguro o inhabitable para la mayoría, son los instrumentos misteriosos de la libertad-progreso. La cobertura social es la madre de todos los vicios, la fuente de la vagancia y de la irresponsabilidad. El profeta de esta nueva moral implacable con los “perdedores” y los marginados fue Charles Murray y su Biblia “Losing Ground”. De esa fuente bebieron complacidos, hasta saciarse, los feroces guerreros del neoliberalismo: Reagan y Thacher, en épocas de confrontación ideológica con la conciencia social y el welfare state; y años más tarde, a pequeños tragos y con disimulo, con algún remilgo externo, sus más diplomáticos representantes, Clinton y Blair.

Con unos y otros, el estado derrochador y el que da amparo a los irresponsables dejó paso al estado indiferente. Pero las normas supremas que ese Dios-Libertad impone al estado también tienen sus contradicciones. La saludable y benéfica apatía general del “estado inútil” no vale para todo.

El Estado se viste de gendarme

Hace algunos años que la idea de garantizar la seguridad ciudadana mediante la utilización exclusiva de procedimientos represivos para perseguir y eliminar las conductas consideradas como antisociales empezó a extenderse por el mundo. Era la consecuencia inmediata de la criminalización de la pobreza a la que conducía inevitablemente la “filosofía social” de Murray y de los los think tanks neoliberales.

Lo nuevo era el énfasis en el carácter prioritario, cuando no exclusivo, de la fuerza. También lo era la ampliación de las conductas punibles hasta el paroxismo: desde arrojar basuras a la calle a pintar graffitis –“el primer cristal roto” de Willian Brattons- y la enorme extensión represiva que se derivaba de esa ampliación y de la naturaleza justificativa que se concedió a la sospecha en las detenciones, allanamientos e interrogatorios. Esta vez el estado liberal actuaba duro, ampliaba el catálogo de lo intolerable y extendía su acción punitiva a todos los sectores de población “objetivamente sospechosos”.

La idea de buscarle garantía represiva a la libertad de empresa en el marco de un sistema formalmente democrático, nació en los EE UU y fue codificada en la ciudad de Nueva York, la urbe más simbólica del fin del milenio. Siguiendo modelos clásicos de márketing, la idea-sistema policial y sus procedimientos operativos fueron etiquetados para el rápido consumo de masas. En el corazón del “reino de la libertad” un plan de operaciones para la represión fue bautizado con un lema, rotundo, escueto, de claridad impertinente: “Tolerancia cero”.

A pesar de la extremada simplicidad del plan de seguridad en que consistía, y de que todo su contenido aparente se reducía a un esquema operacional de la policía unido a un contexto de permisibilidad casi total para sus actuaciones, sus mentores le añadieron algunas pinceladas teóricas y la presentaron y exportaron como un paradigma universal y como un sistema completo para el buen orden de las ciudades.

La fórmula debería hacer temblar a una opinión pública que no estuviese mucho más alertada contra los desmanes de la delincuencia que contra las amenazas, mucho más generales, de la marginación y de las posibilidades de convertirse en objetivo policial.

Analizando esa alarma cuyos motivos son enormemente publicitados por unos medios mucho más escuetos en lo que a los riesgos sociales “legales” se refiere, Loïc Wacquant -comentando precisamente la transformación de la precariedad social en un problema de “orden público”- habla del “pánico moral capaz de rediseñar la fisonomía de las sociedades”. Sus referentes –campo de batalla y enemigos de los nuevos batallones policiales- serían las “violencias urbanas, la violencia juvenil y los barrios inseguros”.

Como estamos señalando, y como bien saben los teóricos y políticos neoliberales y los grandes beneficiarios del orden económico vigente, la fórmula policial “Tolerancia cero” se refiere explícitamente a la “seguridad ciudadana” pero encubre una opción social completa.

El policía Brattons y el alcalde Giuliani

Los popes de esa intolerancia soberana fueron el ex fiscal y alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, y su jefe de policía y antiguo responsable de la seguridad en el metro de la ciudad, Willian Brattons.

Sus ideas son sencillas y alguna de las consecuencias, como veremos, son estremecedoras.
Su summa filosófica es tan breve como fácilmente comunicable y, al parecer, vendible. Se llama “teoría” de las “ventanas rotas” y se expresa de esta razonable manera: “todo crimen que queda impune, alienta a cometer otros crímenes más graves, porque en el delincuente subsiste la idea de que no recibirá castigo”. Para entender de qué estamos hablando hay que advertir que los comportamientos criminales comienzan, para nuestra pareja protagonista, con actividades como arrojar basuras, pintar graffitis, insultar o realizar actos de vandalismo. Deben ser firmemente reprimidos para impedir que se desarrollen comportamientos criminales más graves.

Lo expresaba así el propio Brattons en una conferencia en la Fundación chilena Libertad y Desarrollo, en abril de 1999: “esta (la “Tolerancia cero”) consiste en evitar que las personas beban en lugares públicos, rayen los muros, roben autos, peleen en la vía pública, entre otros actos delictivos. Si no evitamos el primer rayado, vendrán otros a poner sus graffitis en el mismo muro. Lo más importante no es reparar o cambiar la ventana rota, sino evitar que la rompan". Y añadía para explicar la base empírica y científica de su teoría: "Es muy simple: un par de respetados criminólogos realizaron un experimento donde estacionaban un auto nuevo en un área. Durante días nada le pasó. Luego, en el mismo lugar, estacionaron un auto con un vidrio roto. En un par de días estaba completamente desvalijado. La idea es que la primera ventana rota lleva a otras cosas. Así, si por ejemplo una persona ensucia las murallas de una estación de metro, vendrá otra y hará lo mismo. Mi teoría es impedir a toda costa el primer rayado".

No es de extrañar que con todo ese “bagaje teórico” en la mollera –no nos equivoquemos sobre su importancia real- Brattons haya sido promovido a la categoría de consultor internacional, nada menos que por el Manhatan Institute que ha organizado largos paseos “académicos” del experto policial por Europa y América Latina. Aunque pueda parecer sorprendente, en Europa su mentor ha sido Tony Blair, en América Latina Sanguinetti, Medem y el candidato de la derecha chilena Lavín, han sido los más entusiastas.

En el mencionado viaje a Chile -con motivo del cual Lavín expresó repetidamente su admiración por la experiencia policial norteamericana y su disponibilidad para incluirla en su programa de gobierno-, la prensa chilena favorable al experimento Giuliani-Brattons” interpretaba así el modelo policial de Nueva York: “puso en práctica el lema de "tolerancia cero", es decir extender las prerrogativas de los policías para realizar arrestos y allanamientos por delitos menores, como el vagabundear por las calles”.

Rudolph Giuliani completó una teoría tan contrastada –recordemos la experimentación ordenada por su jefe de policía :dos días observando el desvalijamiento de un coche con los cristales rotos-, con medidas de índole más práctica. Aumento espectacular del número de policías, determinación de “barrios sensibles” como objetivos prioritarios de las razias policiales, puesta en marcha de un sistema de información new age que establece su primera base en las denuncias y sus primeros elementos en las faltas menores archivadas minuciosamente. La propia filosofía del sistema de Tolerancia Cero exige la contabilización exacta y el registro perpetuo de los actos “incívicos” y de las pequeñas faltas cometidas especialmente por los jóvenes. No en vano la delincuencia –como la marginación- es una forma de vida que tiene residencia en los barrios populares, en las chabolas y en los guettos. La indigencia puede ser soslayada por la teoría económica y social neoliberal como una consecuencia inevitable de la competencia, o como un fenómeno cuyas responsabilidades se cierran sobre sus propias víctimas, y puede ser crecientemente ignorada por la acción política de los gobiernos, pero es tenida muy en cuenta por sus policías. “Tolerancia cero quiere decir que nos tomamos las cosas en serio” –repite muy ufano y muy certero el alcalde Giuliani.

Policías con sentido común y ánimo implacable. El “método ecológico”

La delincuencia empieza con un grafitti. O mejor dicho la delincuencia -tal como lo expresaba en Argentina a la periodista Stella Calloni, la indignada madre de un joven detenido en una razia policial- empieza en la “portación de rostro”, en el aspecto, en la cara de joven pobre o del niño de la calle.

En el sistema de Giuliani y Brattons la sospecha es suficiente para las detenciones y los allanamientos. También son actitudes policialmente reprobables y estímulos para la acción, la vagancia y el vagabundeo y las “conductas inciviles”. Los home less –los sin techo- son acosados y reprimidos. En realidad, los responsables de la seguridad ciudadana en la ciudad de New York han convertido en método y en sistema la mirada de recelo que la parte satisfecha de la sociedad norteamericana había colocado sobre los sectores de población empobrecida. Las categorías sociales han sido reducidas a categorías policiales. El pobre, el desempleado, ya no es objeto de atención pública, se ha convertido en apestado social y en blanco de la atención represiva.

Como se ha dicho con razón, son los comportamientos sociales vinculados a la marginación los que han sido deliberadamente colocados en el punto de mira de las nuevas policías de la globalización. El recelo del que hablamos tiene su lógica en la propia marginación que coloca a los excluidos fuera del “marco ideal” de conviviencia, la tiene en una percepción general que es previa a la experiencia policial. Corresponde a una realidad que se ha convertido en una observación común a todos los estudios sociales: la creciente polarización económica cuyas consecuencias son las crecientes desigualdades sociales y la existencia de una intenso proceso de exclusión del que son víctimas los parados de larga duración y los que alternan el paro y el empleo precario con salarios de miseria.

Los procedimientos de la policía de New York han provocado múltiples protestas que han sido personificadas por organizaciones de defensa de los derechos civiles y por colectivos de las minorías raciales, fundamentalmente negros e hispanos. La criminalización de los sectores populares, de la “portación de rostro” a la que apuntaba la madre argentina que hemos mencionado, se puso de manifiesto en el asesinato por la policía del inmigrante africano Amadou Diallo quien fue tiroteado 41 veces por 4 policías que le alcanzaron con 19 disparos. Diallo estaba en su calle –una mala calle, sin duda, para el alcalde Giuliani- delante de su casa, y mostraba la documentación a los agentes cuando lo mataron. Los policías fueron absueltos.

Algunos policías y penalistas han calificado al sistema de utilización de la policía como “método ecológico” en referencia a su aplicación masiva en los llamados “barrios sensibles” y a la concentración represiva sobre sus pobladores. Las operaciones policiales son concebidas como operaciones de limpieza, su escenario coincide con el de la distribución de las rentas más bajas de la población. No tiene nada de exagerada la percepción de que sobre las ruinas del “estado de bienestar” y como consecuencia de su demolición, estamos en los prolegómanos -en la definición teórica, la justificación mediática y los primeros ensayos- de una “guerra contra los pobres”.

La Ley es la Ley dicen los defensores de este método policial que es en realidad un sistema de gestión social. Esa ley que proclaman se refiere sobre todo a la que tiene que ver con la seguridad en la calle, una seguridad de la que se han eliminado todas las referencias relativas a la enfermedad, al hambre, al paro, al abandono familiar, a la vida en condiciones infrahumanas, y a las carencias de educación, de cualificación laboral y de esperanza de empleo.

“Levantar la liebre”

Llama poderosamente la atención la insistencia de Giuliani y Brattons en la represión de las pequeñas faltas, incluso en aquellas para las que resulta difícil concebir las reacciones policiales que han puesto en marcha: registro, detención, allanamiento, interrogatorio o levantamiento de una ficha. Esa reiteración tan chocante no es una construcción de los sectores críticos que aprovechan referencias marginales en los discurso y las manifestaciones públicas para destacar la parte más escandalosa del discurso de la “Tolerancia cero”. Aunque esa insistencia pueda parecer una provocación gratuita y petulante dirigida contra una lógica social antirrepresiva todavía parcialmente vigente, es en realidad algo mucho más serio.

El objetivo de la penalización de actividades como pintar graffitis, arrojar basuras o pelear en la calle, y de la ostentación pública de esa criminalización, es la creación de un nuevo “sentido común represivo” que generalice y consolide la estrategia de control social sobre los excluidos que se está poniendo en marcha.

La lógica interna parece ir mucho más allá. Admitiría sin rodeos que la delincuencia es en gran parte una consecuencia de la marginación social y que sus agentes potenciales son todos los habitantes de los guettos. En consecuencia, el objetivo de un plan de seguridad no es la prevención de los delitos –imposible dentro del realismo social en el que se mueven los filósofos neoliberales- sino la localización y calificación de los delincuentes. Una primera pequeña falta sería suficiente.

Advertencias como las del penalista uruguayo Raúl Cervini sobre el error de penalizar las pequeñas faltas como instrumento para la prevención de los delitos más graves, responden a una propuesta racional que en este contexto carecen de sentido, caen en saco roto, porque no se trata de prevenir sino precisamente, de “levantar la liebre”.

El juez y el carcelero

Enarbolado como bandera de un “éxito policial sin precedentes”, concebido para garantizar la seguridad de Nueva York, el sistema Tolerancia Cero se ha convertido en el símbolo de una tendencia mucho más amplia, que incluye medidas penales y carcelarias, es decir la implicación y complicidad del Congreso y de los sistemas judiciales y carcelarios de los EEUU.

Nos referimos a la aplicación masiva de la pena de muerte en muchos estados de la Unión, al agravamiento de las penas hasta límites escandalosos en los casos de reincidencia, aún tratándose de pequeños delitos, a la aplicación de los regímenes penal y penitenciario de adultos a los delincuentes jóvenes –sin excluir la pena de muerte- y a la limitación de todas las formas de reducción de condenas.

La brutalidad ha llegado hasta la ejecución de deficientes mentales, y la brutalidad aliada a la hipocresía hasta el punto de ejecutar a adultos por delitos que habían cometido cuando eran menores, después de largos procesos judiciales cuya función principal parece ser, en estos casos, la de facilitar esa coartada siniestra.

El aumento de las penas, la limitación drástica de la libertad condicional y de los procedimientos de reducción de condenas, el trato draconiano dado a las reincidencias y la aplicación de penas a los menores, han producido un aumento espectacular de la población carcelaria.

A finales de 1999 EEUU alcanzaba la increíble cifra de dos millones de personas en la cárcel. El carácter espectacular de este dato se refuerza cuando se advierte que el número de presos a principios de esa década de los noventa era de un millón. En diez años se ha duplicado la cantidad de personas privadas de libertad por la ejecución, confirmada judicialmente o supuesta, de delitos.

Estas estadísticas sitúan en un contexto global las afirmaciones de Randolph Giuliani sobre los logros de su sistema represivo en relación con la disminución de delitos. Efectivamente, la apreciable reducción de la delincuencia de la última década ha venido acompañada por la aparición de un nuevo hábitat humano: el carcelario. La atención sobre la integración social, la prevención y la clemencia, han desaparecido del lenguaje judicial y de los modelos de seguridad ciudadana en el país que se proclama el más avanzado del mundo. Los tres presidentes del neoliberalismo, Reagan, Bush y Clinton, en su búsqueda de “paz social”, han puesto el acento sobre la represión, y la mirada sobre los sectores sociales medios y altos, precisamente los que votan.

En estos datos aparece también esa discriminación -muy ilustrativa de la finalidad de los sistemas represivos- que antes mencionábamos con el concepto prestado de “método ecológico”. Ahora tendríamos que hablar de “método racial” para referirnos al sistema judicial que discrimina al distribuir cuotas de población carcelaria entre las mayorías y minorías raciales en los EEUU.

Los registros carcelarios dan cuenta precisa de una realidad escandalosa. Las posibilidades de un negro de ir a la cárcel son siete veces mas altas que las de un blanco. La comunidad negra representa el 13% de la población total en el territorio global de los EEUU, pero representa el 50% de la población total en el territorio carcelario de esos mismos EEUU. Un negro tiene un 33% de posibilidades de ser trasladado por la fuerza a ese habitat carcelario en algún momento de su vida; las posibilidades de un blanco son significativamente menores, un 4%.

El modelo se extiende por el mundo

Desde la aparición en 1993 de ese lema inquisitorial de Tolerancia Cero relativo al tratamiento policial y penal de la seguridad ciudadana en la ciudad de Nueva York, la información detallado sobre el sistema ha recorrido con discreción los ministerios del interior y los despachos de las más altas autoridades policiales de buena parte de los países del mundo.

En su necesario aspecto divulgativo –recordemos lo dicho sobre la creación de un “nuevo sentido común represivo”- ya hemos visto como celebridades como Brattons han sido paseadas por los salones de conferencias de las instituciones más señeras en lo que a la elaboración y difusión de la doctrina neoliberal se refiere. La promoción de los dogmas neoliberales y de la nueva ética punitiva tienen los mismos templos. Diversos autores han hecho un catálogo, todavía sin completar, de estas instituciones filantrópicas. Las más importantes se encuentran en USA y en el Reino Unido: American Interprise Institute, Cato Institute, Fundación Heritage y, de manera particular, el Manhattan Institute en el primero de esos países; y la Adam Smith Institute, el Centre for Policy Studies, y el Institute of Economics Affairs (IEA) en el segundo. Todas ellas han hecho una síntesis memorable entre ciencia económica y estrategia policial.

La Tolerancia cero se ha convertido en un modelo aunque pocos portavoces políticos y policiales se atreven a utilizar una fórmula que todavía carece de un consenso social suficiente. Salvo cambios favorables que reviertan la tendencia a la “pérdida de humanidad” de este fin de siglo, todo es cuestión de tiempo: algunos observadores han señalado la progresiva aceptación por la “opinión pública” y la paralela ostentación por el Estado de una imagen de “mano dura”.

En principio se han hecho sondeos o se han puesto en marcha algunas medidas de control social, al tiempo que se daban pasos en la aplicación de fórmulas penales y judiciales surgidas en los EEUU, especialmente en lo que se refiere a los jóvenes: aplicación de toques de queda para limitar su permanencia en las calles, resquebrajamiento de la diferenciación penal entre jóvenes y adultos, encarcelamiento de jóvenes reincidentes, limitación de garantías y aplicación de juicios rápidos para faltas cometidas en las calles.

En Europa Blair es el padrino...

A este lado del charco era evidente en que país oficiarían de receptores y de divulgadores de las ideas sobre seguridad que habían germinado en EEUU.

“Es importante decir que no toleraremos más las infracciones menores. El principio básico aquí es decir que sí, que es justo ser intolerante con los sin techo en la calle”. Así publicaba The Guardian, el 10 de abril de 1997, unas declaraciones de Tony Blair que podrían sorprender a los que sólo se fijan en su espléndida sonrisa. En ellas los dos aspectos fundamentales de la Tolerancia Cero están presentes: el primero la represión de las primeras faltas, el segundo la localización social de los delincuentes entre los desposeídos. Además de eso el programa de Blair postularía la urgente penalización de la delincuencia de menores.

El reclutamiento de Tony Blair para la causa de la penalización de la pobreza que proponían los sectores más reaccionarios en EEUU, era fundamental para entrar en Europa por la puerta más favorable posible: la de la Tercera Vía, y también porque de ese modo se facilitaba la globalización de otro componente indispensable –el policial- del modelo social del neoliberalismo.

La saña del primer ministro laborista seguramente no sorprendería nada a Kean Coates, dirigente obrero expulsado del partido, que años antes había advertido sobre la gravedad de la situación social y sobre sus consecuencias: “la despiadada contracción de la industria del carbón entre 1981 y 1994 ha sido la mayor conmoción en el mundo del empleo desde el fin de la segunda guerra mundial. Ha arruinado a cientos de personas y ha destruido las esperanzas de una generación. Ha engendrado la desesperanza a una escala no vista desde hace muchas décadas. A alguna gente honesta la ha convertido en criminales, adictos o vagabundos”.

La respuesta a las preocupaciones de Coates sería la ley sobre el crimen vatada por el Parlamento en 1998, que daría forma al afán punitivo demostrado por el Primer Ministro.

...y los inmigrantes hacen de negros

El lugar de “privilegio” que los negros e hispanos tienen en EEUU en la consideración policial es ocupado en la Unión Europea por los inmigrantes.

En Bélgica, un ejemplo entre muchos, la política policial en relación con los inmigrantes se ha endurecido mucho durante los últimos años. Su Rubicón fue la muerte de Semira Adamu asfixiada por la policía cuando realizaba el sexto intento de expulsión de la inmigrante africana. La “técnica del cojín” estaba prevista en las directivas para la acción, como afirma Laurence Vanpaeschen: “entró de forma ilegal pero se la asesinó legalmente”. Lo peor de todo es que tal política ha sido realizada por ministerios del interior en manos de socialistas y presentada como la barrera contra el auge de la extrema derecha xenófoba. Uno de los ministros mencionados, Lanotte, expresó sin rodeos de dónde salía la brutalidad que le daba contenido concreto a las normas legales y a las instrucciones operativas de las fuerzas de orden público: “el racismo es algo inherente a los servicios de policía”.

En Francia se ha instaurado el principio de doble condena, la que corresponde por faltas o delitos cada vez más penalizados, y la expulsión del territorio francés. Esta segunda pena, gravísima porque con frecuencia rompe relaciones familiares, se aplica a extranjeros con menos de ¡quince años de residencia!, o con más si el juez aprecia peligrosodad. El principio de doble condena unido a nuevos procedimientos como la comparecencia inmediata han hecho del sistema policial-judicial una verdadera máquina de expulsión.

Otro gran enemigo público: los jóvenes de los “barrios sensibles” o “barrios segregados”, en parte de origen africano, están sufriendo también una vigilancia y una represión intensa. Ello explica auténticas sublevaciones como las que han tenido lugar en Lille hace unos días, ante la muerte por la policía de un joven argelino. Lille Sur es precisamente un escenario piloto para la puesta en marcha de la “policía de proximidad”. La responsabilidad operativa de las comisarias de barrio es otro de los elementos técnicos de la Tolerancia Cero vinculados a la intervención inmediata, a la presencia continua, y al mejor uso de los medios informatizados combinados con la delación y la observación visual. Estas revueltas de jóvenes se vienen repitiendo periódicamente en los últimos años y representan las respuestas explosivas a un hostigamiento continuo. Las cifras demuestran la existencia de una verdadera guerra policial y judicial: 400.000 juicios correccionales y 80.000 entradas en la cárcel (80% de detención provisional) son los increíbles datos anuales de un fenómeno apenas denunciado en los grandes medios de comunicación.

En España, y volviendo a los emigrantes, se ha denunciado la pasividad policial e incluso la complacencia cuando no la complicidad, durante la explosión de una verdadera razzia contra los inmigrantes en el municipio de El Ejido.

En el Cono Sur... mano de obra desocupada

Tolerancia Cero ha viajado también a América Latina. En el Cono Sur la expresión ha aparecido últimamente en los medios de comunicación y ha provocado respuestas airadas de los sectores sociales sensibilizados por la traumática experiencia de la barbarie represiva desarrollada en la década de los setenta.

Los personajes públicos defensores de la fórmula han sido los mismos que habían ejecutado la política de “borrón y cuenta nueva” como mecanismo de encubrimiento de responsabilidades, y de impunidad, por la guerra sucia.

En Argentina, Menem, en declaraciones al diario Clarín en septiembre de 1999, expresó su apoyo al método Tolerancia Cero y sugirió claramente la voluntad de tolerar violaciones de los derechos humanos en la lucha contra la delincuencia: “cuando hablo de mano dura y tolerancia cero, inmediatamente alguna gente dice que significaría un retorno al “gatillo facil”, pero no podemos dejar el gatillo fácil a los delincuentes”.

En Uruguay, Sanguinetti expresaba de manera parecida la admiración por los métodos de Nueva York que identificaba con la voluntad de un “enfrentamiento muy fuerte con la delincuencia, de tirar realmente una línea muy fuerte”, lamentando que en Uruguay no se podía avanzar sin dificultades en esa línea.

En el terreno de los hechos, en la provincia de Buenos Aires el gobernador Ruckauf, cuyo jefe de policía era el antiguo “carapintada” Aldo Rico, sometía a votación del Senado una ley inspirada en Tolerancia Cero, que autorizaba las razzias policiales y la “posibilidad de recoger del imputado informaciones útiles para la investigación”. Tal eufemismo fue inmediatamente interpretado como una legalización de la tortura.

En Argentina, Uruguay y Chile, las autorizaciones legales para ampliar las “posibilidades de acción de la policía”, inciden en un escenario en el que sobreviven las policías de las dictaduras, reforzadas por algunos antiguos mandos militares activos durante la guerra sucia y por lo que se denomina: “la mano de obra desocupada”, es decir, el personal de los equipos de secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos, que han permanecido intocables y que en parte mantienen vínculos orgánicos y operativos con las “fuerzas de seguridad”.

El nuevo estatuto legal para la actuación policial y las vinculaciones corporativas y personales con el espantoso pasado de los Pinochet, Videla, Alvarez, Massera y tantos otros genocidas, hacen que las propuestas como las de Menem y Sanguinetti refuercen la imagen de complicidad que nació con las diversas leyes de impunidad, amnistía, punto final u obediencia debida.

¿De la “seguridad nacional” a la “Tolerancia Cero”?

Como la antigua doctrina de la “seguridad continental”, nacionalizada por cada una de las dictaduras militares, la Tolerancia Cero viene del Norte.

Nada de extraño que la Tolerancia Cero renueve el espanto de una guerra sucia legal. Terroríficas son, por ejemplo, las declaraciones del coronel retirado chileno Oscar Cañón a la revista “La Tercera” en enero de 1999. En ellas lamenta la no vigencia de la “detención por sospecha” y afirma que “la lectura de derechos a los detenidos sólo beneficia a los delincuentes habituales, que se escudan en eso para ocultar información sobre sus delitos”. Cañón, jefe de seguridad en el municipio de Ñuñoa de 170 mil habitantes, completa ese discurso de la guerra sucia trasladado del terreno político al social afirmando que “no hay que preocuparse por los delincuentes, sino de los ofendidos, de sus víctimas”. Haciendo honor a la guerra represiva que sin duda Cañón tiene en la cabeza, rebautiza la fórmula mágica con el nombre de “Persistencia o Perseverancia Total”.

Tampoco es extraño que las organizaciones de derechos humanos en Argentina tengan que denunciar, simultáneamente, la persistencia de prácticas que suponen abusos gravísimos contra los derechos humanos y los intentos de ampliación de la impunidad, en un país enormemente castigado por la guerra sucia.

Stella Calloni encuentra similitud entre las modificaciones legales que se proponen o aprueban ahora y las implantadas por los regímenes militares en la década de los 70.
CORREPI, Coordinadora contra Represión Policial, apunta certeramente a la intención profunda de esta nueva oleada represiva: “Es necesario que los segmentos populares sientan la “presencia policial” , se “acostumbren” a su metodología de represión y ni se les ocurra resistir los ajustes y las injusticias”.

Desde el análisis de las dictaduras militares del Cono Sur como un proceso represivo que preparaba los cambios económicos neoliberales, se puede establecer, siempre desde el punto de vista de los detentadores del poder y de los privilegios, la idéntica función utilitaria que tienen la represión política de los 70 y la progresiva penalización de la pobreza en los años finales del milenio. Se ha sustituido el enemigo político por el marginado social. En aquellos años de terror se trataba de “destruir estamentos enteros de la sociedad a los que el poder asentado a la fuerza consideraba indeseables o incompatibles con determinado concepto de nación” (Blixen), ahora se trata de mantener a raya a los marginados, la mano de obra inútil, excluida de los procesos económicos y abandonada por el estado.

Los jóvenes-niños delincuentes

En Canadá una nueva ley propone rebajar la edad para la imputación de delitos hasta los 14 años. Sentenciar como si fuesen adultos a los menores y además castigar hasta con dos años de cárcel a los padres de jóvenes reincidentes.

Las penas se aplicarán para los delitos graves como el homicidio o el asalto. El proceso de penalización de menores comenzó con el aval del Consejo Nacional de Prevención del Crimen quien advirtió de la creciente sensación de inseguridad en relación con la criminalidad juvenil. Con esta iniciativa el Canadá abandona su política tradicional, más humana, que tenía en cuenta la edad y las circunstancias sociales en el tratamiento de los delitos de los jóvenes.
En Chile el aumento de la delincuencia juvenil está haciendo saltar la legislación que condiciona las acciones penales contra los jóvenes. En mayo de 1999 se presentó una iniciativa en el Congreso que contempla la responsabilidad penal para los jóvenes de edad comprendida entre 12 y 18 años. La pena de privación de libertad se aplicaría a los mayores de 16 años, y a los mayores de 12 si hubiesen participado en la muerte de una persona.

Pero no es sólo la imputación la que establece una nueva respuesta social ante los jóvenes delincuentes. Elías Newman, abogado argentino que trabaja en defensa de los marginados, denuncia que el menor sin familia, el menor inimputable también puede permanecer varios años en la cárcel en centros de reclusión que compiten en dureza con las instituciones penales. Sólo el 14% de los adolescentes en esta situación lo están por causas penales.

En Brasil se ha denunciado la existencia de verdaderas cacerías de menores, niños o casis niños, que son asesinados por policías o por guardias de seguridad contratados por quienes sufren los hurtos o los robos de los “niños de la calle. Los jueces son en general benévolos con quienes asesinan a un menor. Comparten con la policía la opinión de que es mejor que el niño de la calle no llegue a ser un delincuente adulto. En 1992 se cometieron en Brasil 622 asesinatos cuyas víctimas eran niños, el 98% de esos asesinatos continuaban impunes en 1997.

La creación de un escenario. La opinión pública pide “mano dura”

La ideología de la inseguridad que responde a la violencia en los barrios con métodos de “mano dura” o de “gatillo fácil” se ha construído limitando deliberadamente el escenario de observación y de análisis. El proceso social en su conjunto no interesa, es parte de esa nueva providencia que se llama “mercado libre”. En las reflexiones sobre la buena marcha de la economía o sobre la expansión del modelo neoliberal y el crecimiento de los beneficios –escenario general-, los excluidos son olvidados –no existen en el “ir bien de los negocios”, o mirados con indiferencia -ellos son los responsables de su suerte-, cuando no con desprecio –su “suerte” habla contra ellos-. En el escenario más limitado de la seguridad ciudadana, o como se decía en un número de la revista City del Mahattan Institute, de la “calidad de vida”, son mirados con recelo cuando no con saña. De la denuncia de Coates sólo se escuchan las últimas palabras. Con las premisas neoliberales que presentan la realidad económica como una consecuencia natural del “sistema de libertad y responsabilidad personal” y que celebran las consecuencias de la no intervención del estado porque “de esa forma una nueva y deseable desigualdad volvería a dinamizar las economías avanzadas” (P. Anderson), la marginación se convierte en delincuencia.

La opinión pública, que es en buena parte una creación mediática, asume con alarma esa “ascensión imparable de la violencia urbana” que le transmiten de los medios de comunicación y como consecuencia acepta la nueva definición de los problemas sociales como problemas policiales. La opinión pública pide mano dura, reclama guardias y más guardias en la calle.
La actuación de políticos como Giuliani y de policías como Brattons es muy coherente con esa petición de la opinión pública y por lo tanto puede presentarse como una exigencia democrática.

La coherencia del modelo. “No hay alternativas”

En el escenario de la “seguridad ciudadana” –el propio nombre coloca a los marginados, a los “malos pobres”, fuera de la ciudadanía- la coherencia es total. Aumenta la delincuencia y también aumenta la represión. Barbarie contra barbarie, la brutalidad policial es reclamada por unas clases medias que sienten aquel pánico moral al que se refería LoïcWacquant. La política de “Tolerancia Cero” responde a una realidad que es el aumento de la inseguridad y de la delincuencia.

De este modo, dicen los teóricos neoliberales con toda la lógica de una situación trampeada, no hay alternativas.

De hecho, las alternativas se niegan en otra parte. La verdadera negación de alternativas a la represión intensa y extensa no se da en “el campo de batalla” sino en aquellos escenarios en los que la inseguridad ciudadana o el aumento de la delincuencia no son ni siquiera mencionados. Allí se trata de “cuestiones académicas” y de “opiniones de expertos” sobre la organización económica, y de cuestiones generales en relación con los principios sociales “universalmente aceptados”. Es en ese campo económico y político, en donde desaparecen otras vías de solución con la exigencia de disminuir los gastos sociales, o con la negación, pura y simple, de toda cobertura social e incluso de cualquier política asistencial. Y también en el del pensamiento único que establece el dogma de la no intervención del estado en la vida económica.

No podemos olvidar, si queremos entender el problema, que la política neoliberal sitúa a los perdedores como “perdedores en todo”, como “derrotados totales”. El estado privatiza los servicios sociales: sanidad, educación, fondos de pensiones, vivienda, es decir, los hace intercambiables por un precio. El resultado es que el parado, o el sometido a un empleo precario a bajo salario, y sus familias, pierden no sólo el salario o el salario digno, sino también el acceso a la salud, la educación, la seguridad social y la vivienda. Esa es la situación de la marginación. Se convierten en el escalón más bajo de ese “ejército de reserva de mano de obra amansada por la precarización y por la amenaza permanente del desempleo” (Pierre Boordieu).

La guerra contra los pobres

Efectivamente, Giuliani parece un estratega en su guerra por la “inviolabilidad de los espacios públicos”. Ninguna consideración social existe al margen del concepto de seguridad. No es extraño que se identifiquen esfuerzos como los de la Tolerancia Cero como una verdadera “guerra contra los los pobres”

“Tolerancia Cero” es en EEUU la expresión policial del encarcelamiento masivo a que conduce la penalización de la miseria.

La imagen de conjunto es la del abandono de los marginados, o marginables, a su suerte, y la puesta en marcha de un gigantesco sistema carcelario en el que los guardianes sustituyen a los asistentes sociales y la lucha por la integración deja paso a la exclusión.

La idea de guerra no viene sólo de los que sufren la incontinencia policial o de los críticos del sistema, surge de los propios promotores y entusiastas de la “mano dura”. Otra vez nos encontramos con la creación y promoción de un “sentido común represivo” al que ya nos hemos referido varias veces. Si olvidamos este mecanismo publicitario nos llamará mucho la atención la utilización de una idea tan brutal como la de Tolerancia cero como eslogan de un programa que en realidad establece la relación entre una agencia administrativa, la policía, y los ciudadanos.

Esto sólo es posible tras el cumplimiento de dos requisitos. Uno de ellos es la extraordinaria devaluación del concepto de ciudadanía que se corresponde con una expropiación del estado por poderes económicos que están muy por encima y no necesitan de estatus jurídicos de participación y de garantía de derechos. El otro es que una parte de los ciudadanos, los que van a ser tratados con los métodos que sugiere ese proyecto de intolerancia proclamada, son considerados y tratados como un sector externo –los under class, los excluidos- al sistema social que defiende la policía.

La evidencia de la existencia de una guerra contra los pobres aparece en las estadísticas. En relación con las minorías raciales en EEUU podemos afirmar que hay una correlación muy clara entre la discriminación racial en el empleo –según el Departamento de Trabajo por cada blanco desempleado hay tres negros o hispanos- y la discriminación racial en los contingentes de población enviados a la cárcel cuyos datos ya hemos señalado. Esto consolida la idea de que la guerra contra la delincuencia es en el fondo una guerra social contra los pobres y los marginados de la economía neoliberal.

Conclusiones para otra alarma social

El escenario mediático de la “seguridad ciudadana” suplanta, sustituye y encubre, al escenario principal: la redefinición de las actividades del estado como actividades policiales, la exclusión social de los marginados, la penalización de la pobreza y la guerra contra los excluidos.
Nadie puede creer que la desigualdad plantee ninguna inquietud social a los poderes dominantes y a sus representantes políticos más allá de las que deriven de los cálculos electorales. La desigualdad es exclusivamente un problema de seguridad, un problema policial.
Con el modelo de “Tolerancia Cero” la represión se convierte en un especimen casi único: un sistema público planificado.

Cádiz 8 mayo del 2000
Publicado en el número 144, octubre 2000, de El Viejo Topo

 
         
   
 

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