Si nos tocan a un@, nos tocan a tod@s.
El aumento de la represión, en paralelo a la profundización de la crisis económica y social en que nos encontramos, no debe analizarse como un fenómeno casual producido por los delirios de algunos ministerios, la influencia de empresas productoras de equipamiento represivo en el gobierno de turno y ni siquiera como una tendencia intrínseca a gobiernos más o menos de derechas. Estas explicaciones no alcanzan a explicar la realidad sustancial de la represión como una herramienta de la clase dominante, no confundir con el gobierno de turno, para mantener su dominación por medios que van más allá de los políticos o económicos cuando con ellos ya no alcanza.
Por un lado, a partir de la profundización de la crisis, se producen mayores niveles de desesperación por el desempleo, los desahucios, el empeoramiento de las condiciones laborales o recortes en servicios sociales entre otras muchas tristes manifestaciones a sufrir siempre por las mismas y los mismos. Esto provoca un aumento de la conciencia de la miseria que nos rodea a las obreras y obreros, y la necesidad de luchar contra ello de forma más o menos organizada.
Por otro lado, los tiempos de crisis, en tanto que crisis sistémica, también conllevan tensiones, ataques y vacíos de poder entre las distintas facciones de las clases dominantes, lo que provoca mayor dificultad para mantener la dominación por métodos más “democráticos”.
Cuánta más miseria y explotación generalizadas se genera, más conciencia de lucha contra ellas, y es cuando los Estados necesitan del aumento de la represión, en todos sus aspectos, para poder seguir manteniendo sus hegemonías y privilegios de clase.
Si en los tiempos de “paz social” y de creencia generalizada en el sistema democrático burgués la represión tiende a ser selectiva, individualizada y quirúrgica contra personas y colectivos que por su mayor conciencia y conocimiento de la naturaleza explotadora del sistema capitalista luchan contra él – a pesar de falsas apariencias de bienestar general- a medida que la capacidad de dominación y opresión decrece, el endurecimiento represivo aumenta. Desde criminalizar a artistas, cerrar periódicos, detenciones en desahucios, palizas, torturas en comisarías… llegando incluso a los niveles de los golpes de Estado o guerras para la imposición de regímenes fascistas.
Aunque con los regímenes fascistas hay características diferenciales sustanciales con respecto a la caracterización que se puede hacer con los regímenes democráticos burgueses y a los períodos de transición entre unos y otros, lo fundamental radica en el grado de represión y los mecanismos que se usan para aplicarla. Si bien hay quien mantiene que hoy día el régimen español sigue siendo fascista, habría mucho de debatir y analizar sobre si realmente en un régimen fascista sería posible escribir y hacer públicas palabras como estas por internet; si sobreviviría mínimamente la gran cantidad los colectivos antifascistas, comunistas, anarquistas, etcétera que hoy en día hay en el Estado español; si la represión, que el fascismo siempre generaliza de forma indiscriminada, permitiría manifestaciones como la que rodeó el Congreso el pasado 29 de octubre, etcétera.
Ante esos planteamientos hay quien plantea que más que caracterizar la actual forma del Estado español como fascista, quizás sea más apropiado apuntarla de algún modo como transición post-fascista o fascista de baja intensidad, dado que hay características que se mantienen desde el régimen anterior (no podemos olvidar la cantidad de presas y presos políticos que actualmente pueblan las cárceles del Estado, así como los colectivos que se mantienen ilegalizados desde la llamada Transición) pero hay muchas otras, también de calado, que han cambiado hacia el sistema democrático burgués.
Lo ideal para los Estados que aplican la represión, por supuesto, es mantener una imagen de cuanta mayor normalidad democrática mejor. Así la represión selectiva puede actuar silenciosamente sin atemorizar al resto de la población ni dar la imagen de existir ningún tipo de conflicto. Tampoco interesa hacer la más mínima publicidad de la existencia de proyectos antagónicos, y cuando la fuerza de los agentes reprimidos es suficiente como para romper ese silencio en seguida el Estado hace uso de su maquinaria mediática para atacar cualquier respuesta y se machaca el subconsciente colectivo con adjetivos como “violentos”, “terroristas” o “antisistemas” para conseguir la criminalización entre los sectores populares generando un ambiente de inseguridad y desconfianza hacia las o los reprimidos. De la mano con esto, aparece la represión económica en forma de multas (que con la ley mordaza se han desorbitado) buscando romper los movimientos populares relegándolos a la actividad recaudatoria para poder afrontar los pagos y apartándolos de sus objetivos sociales o políticos.
Desde las multas a los palos en una manifestación, es importante que entendamos la represión como un fenómeno colectivo que no va contra tal o cual persona u organización, como la idiosincrasia burguesa intenta hacernos creer en su afán general individualizador. La represión no ataca de forma individual, si no que ataca al movimiento popular que en el momento del ataque es encarnado por quien lo sufre en primera persona. Y aunque evidentemente haya diferencias psicológicas, físicas y hasta económicas en un primer momento entre quien sufre en primera persona y el resto, para combatir la represión con eficacia tendremos que considerarla siempre como una primera persona del plural que nos incluye a toda la clase trabajadora.
Por todo esto, debemos tratar la represión como el fenómeno de clase y colectivo que es, por encima de siglas, multas o matices ideológicos. Si tocan a uno nos tocan a todos tiene un trasfondo abarcador de clase muy importante y es una tarea fundamental conseguir que la frase se asimile en el movimiento popular como algo más allá de un lema, debe ser una seña identitaria y una cuestión medular para poder acabar con esta lacra.