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Medio Oriente :: 16/10/2015

Claro que es una Intifada. Lo que hay que saber

Ramzy Baroud
Protestan porque experimentan cotidianamente la humillación y porque tienen que soportar la violencia implacable de la ocupación sionista

Cuando se publicó mi libro Searching Jenin [En busca de Yenin] poco después de la masacre israelí en el campamento de refugiados de esa ciudad cisjordana en 2002, muchos medios de comunicación y algunos lectores me cuestionaron en varias ocasiones que definiese como “masacre” lo que Israel representaba como una batalla legítima contra “terroristas” del campamento. Ese cuestionamiento estaba orientado a trasladar el discurso de un debate sobre posibles crímenes de guerra a una disputa técnica sobre la utilización del lenguaje. La evidencia de las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel les importaba bien poco.

Este reduccionismo es el que opera frecuentemente en el preludio a cualquier discusión relacionada con el llamado conflicto árabe-israelí: los acontecimientos se representan y se definen utilizando una terminología polarizada que concede escasa atención a los hechos y a los contextos y que se centra esencialmente en las percepciones y en las interpretaciones.

Por lo tanto, a esos mismos individuos también les debe importar poco que haya jóvenes palestinos, como Isra 'Abed, de 28 años, disparado en repetidas ocasiones el 9 de octubre en Afula, y Fadi Samir, de 19, asesinado por la policía israelí unos días antes, que lleven navajas para defenderse y que acaben siendo disparados por la policía israelí.

Hay quienes siempre acabarán aceptando que los hechos son los que relata el discurso oficial de Israel aun cuando haya un vídeo que arroje luz y cuestione la versión oficial israelí y revele, como en la mayoría de los casos, que los jóvenes asesinados no representaban ninguna amenaza. Isra, Fadi, y todos los demás son “terroristas” que ponen en peligro la seguridad de los ciudadanos israelíes y, por desgracia, en consecuencia, tuvieron que ser eliminados.

Esa misma lógica fue la que Israel utilizó durante el siglo pasado cuando lo que hoy se conoce como "Fuerzas de Defensa" israelíes operaban aún como milicias armadas y bandas organizadas en Palestina antes de que fuera limpiada étnicamente para convertirla en Israel. Desde entonces, esta lógica se ha aplicado en todos los contextos posibles en los que Israel se ha visto supuestamente obligado a utilizar la fuerza contra los “terroristas” palestinos y árabes, contra “terroristas” potenciales, y contra la “infraestructura terrorista”.

Esto nada tiene que ver con qué armas utilizan los palestinos si es que las usan. Tiene que ver con la violencia israelí sustentada en una percepción de una realidad que Israel ajusta a su medida: que es un país asediado cuya existencia está bajo amenaza constante de los palestinos, ya sea de los que resisten utilizando armas o de los niños que juegan en la playa de Gaza. Jamás en la historiografía del discurso oficial israelí se ha constatado una desviación de la norma para explicar, justificar o celebrar la muerte de decenas de miles de palestinos a lo largo de los años: los israelíes nunca tienen la culpa y jamás se apela a un contexto que explique la “violencia” palestina.

La mayor parte de los debates que se están produciendo sobre las protestas en Jerusalén, Cisjordania y últimamente en la frontera de Gaza, se centran en las prioridades israelíes y no en los derechos de los palestinos, lo que claramente supone prejuzgarlas. Una vez más, Israel habla de “disturbios” y “ataques” originados en los “territorios”, como si la prioridad fuera garantizar la seguridad de los ocupantes armados, soldados y colonos extremistas por igual. La lógica mueve a inferir que el estado opuesto a la “agitación”, el de la “calma” y el “sosiego”, solo puede descollar si millones de palestinos aceptan el sometimiento, la humillación, la ocupación, estar sitiados y, de manera habitual, ser asesinados o en algunos casos, linchados o quemados vivos por turbas de judíos israelíes, mientras apechugan con su mala suerte y siguen adelante con su existencia como si todo eso fuera normal.

Así se consigue la vuelta a la “normalidad”; obviamente a un alto precio de sangre palestina y de violencia en monopolio de Israel, cuyas acciones casi nunca se cuestionan; los palestinos pueden entonces asumir el papel de la víctima perpetua y sus amos israelíes seguir gestionando los controles militares, robando territorio y construyendo todavía más asentamientos ilegales en violación del derecho internacional. La cuestión clave en estos momentos no debe ser si algunos de los palestinos asesinados llevaban o no navajas, ni si realmente representaban una amenaza a la seguridad de los soldados y los colonos armados. Más bien, debe centrarse principalmente y en primer término en la violencia que representa la ocupación militar y los asentamientos ilegales en territorio palestino. Desde esta perspectiva, blandir una navaja es un acto irrevocable de legítima defensa; debatir sobre si la respuesta israelí a la “violencia” palestina es desproporcionada o no resulta absolutamente irrelevante.

Elucubrar con definiciones técnicas es deshumanizar la experiencia colectiva palestina. Mi respuesta a los que cuestionaron que utilizase el término “masacre” fue: “¿Cuántos palestinos tendrían que ser asesinados para que se pudiese utilizar el término masacre?” Y por lo mismo, ¿a cuántos tendrán que matar, cuántas manifestaciones tendrán que celebrarse y por cuánto tiempo para que el malestar, la agitación o los enfrentamientos de estos días entre los manifestantes palestinos y el ejército israelí se conviertan en una intifada?

Y ¿por qué debería siquiera llamarse Tercera Intifada? Mazin Qumsiyeh describe lo que está sucediendo en Palestina como la Decimocuarta Intifada. Él debe de saberlo mejor, porque es el autor de un libro excepcional, Popular Resistence in Palestine: a History of Hope and Empowerment [Resistencia Popular en Palestina: Una historia de esperanza y empoderamiento]. Sin embargo, yo sugeriría ir aún más lejos, pues si utilizamos las definiciones referenciales del discurso popular de los propios palestinos son muchas más las intifadas que se han producido. La intifadas –levantamientos– se convierten en tales cuando las comunidades palestinas se movilizan por toda Palestina unificándose más allá de las facciones y las agendas políticas para llevar a cabo una campaña sostenida de protestas, desobediencia civil y otras formas de resistencia popular.

Lo hacen cuando han llegado a un punto de ruptura y sin que el proceso se anuncie en comunicados de prensa o en conferencias televisadas sino que es tácito, y sin embargo, perpetuo.

Hay quienes, aun siendo bienintencionados, argumentan que los palestinos aún no están listos para una tercera intifada, como si los levantamientos palestinos fueran un proceso calculado que se lleva a cabo tras muchas deliberaciones y discusiones estratégicas. Nada puede estar más lejos de la realidad.

Un ejemplo es el de la Intifada de 1936 contra el colonialismo británico y sionista en Palestina.
Inicialmente la organizaron los partidos árabes palestinos, que fueron sancionados en su mayoría por el propio gobierno del Mandato británico. Pero cuando los felahin, los empobrecidos campesinos sin estudios, percibieron que su liderazgo se estaba vendiendo –como es el caso en la actualidad– actuaron fuera de los límites de la política lanzando y sosteniendo una rebelión que duró tres años. En aquel momento, como siempre, l os campesinos fueron los que se llevaron la peor parte de la violencia de británicos y sionistas y cayeron en tropel. Aquellos que tuvieron la mala suerte de ser capturados fueron torturados y ejecutados: Farhan al-Sadi, Iz al-Din al-Qasam, Muhammad Yamyum, Fuad Hiyazi son algunos de los muchos líderes de esa generación.

Desde entonces ese escenario se ha repetido constantemente y con cada intifada el precio pagado en sangre es cada vez mayor. Sin embargo, es inevitable que haya más intifadas, ya duren una semana, tres o siete años, porque las injusticias colectivas que experimentan los palestinos siguen siendo el denominador común entre las sucesivas generaciones de campesinos y sus descendientes refugiados.

Lo que está ocurriendo hoy en día es una intifada a la que no hace falta ponerle número porque la movilización popular no siempre sigue la lógica ordenada que algunos requieren. La mayoría de los que están a la cabeza de la intifada actual eran niños o ni siquiera habían nacido cuando la Intifada al-Aqsa se inició en 2000; obviamente no vivían cuando estalló la Intifada de las piedras en 1987. Puede incluso que muchos ignoren los detalles de la Intifada primera de 1936. Esta generación ha crecido oprimida, confinada y subyugada, en total desacuerdo con el léxico engañoso del proceso de paz que ha prolongado una extraña paradoja entre fantasía y realidad. Protestan porque experimentan cotidianamente la humillación y porque tienen que soportar la violencia implacable de la ocupación.

Además han de soportar el sentimiento de la traición del liderazgo palestino, corrupto y vendido. Así que se rebelan e intentan movilizarse y mantener su rebelión tanto como puedan porque no tienen un horizonte de esperanza fuera de su propia acción.

No nos perdamos en los detalles de las definiciones auto-impuestas y de las cifras. Esto es una intifada palestina aunque acabe hoy. Lo que de verdad importa es qué respuesta vamos a dar a las súplicas de esta generación oprimida; ¿seguiremos otorgando más importancia a la seguridad de los ocupantes armados que a los derechos de una nación hostigada y oprimida?

Counterpunch. Traducción para Rebelión de Loles Oliván. Extractado por La Haine

 

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