Colombia: La paz es posible, pero…
Los apuros del presidente Juan Manuel Santos para que los últimos días de marzo se firme la paz con la delegación de las FARC-EP en La Habana, no condice con una realidad que todos los días estalla en el territorio. La violencia contra los movimientos populares subsiste y es letal. También, por supuesto, arremete cada tanto contra los guerrilleros de las FARC, a pesar del alto el fuego, y contra los del ELN, a quienes se les niega la posibilidad de dialogar.
Es verdad que la gran mayoría de la población quiere que la guerra se acabe, que los cuatro millones de desplazados regresen a sus viviendas que un día debieron abandonar aterrorizados por el accionar del Ejército y del paramilitarismo. Es cierto también que como secuelas de esta guerra de más de medio siglo, en la que la burguesía colombiana atizó el fuego en aras de no perder ni una hectárea de sus latifundios y ni una sola de sus millonarias propiedades, muchos pobladores han sido asesinados, torturados, encarcelados (más de 9.500 aún permanecen en prisión) y que esa es una muy buena razón para que las armas de uno y otro lado cesen el fuego.
Pero el gran problema de este y de cualquier proceso de paz, pasa por lograr que se inviertan en una mesa de negociaciones las condiciones de pobreza, desocupación y represión que durante décadas se ha descargado contra el pueblo colombiano. Por esa y no por otra razón, muchos campesinos y campesinas, estudiantes y obreros tomaron en su momento la decisión de levantarse en armas.
De todo eso vaya si saben y lo han sufrido, la gran mayoría de los combatientes de las FARC que hoy discuten con los hombres del gobierno de Santos, incluso con algunos uniformados que han sido sus principales perseguidores y verdugos de algunos de sus compañeros asesinados.
En todo este proceso la guerrilla fue clara en sus expresiones desde que por primera vez se sentó a la mesa habanera. Dijeron sus comandantes: “No hemos venido hasta aquí para rendirnos ni para ir a la cárcel”, “queremos una Colombia en paz y con justicia social”. Y esta última reivindicación abre obligatoriamente otros agregados, que tienen que ver con que no puede haber paz si persiste el paramilitarismo.
En ese preciso punto de la cuestión se está ahora. Lo han expresado recientemente los voceros de la insurgencia, entre ellos el comandante Pablo Catatumbo, cuando percibe el peligro que significaría en un futuro mediato la subsistencia de bolsones de paramilitares asediando no sólo a eventuales combatientes desarmados sino también, como ahora mismo sucede, amenazando de muerte y en muchos casos asesinando a mansalva a luchadores de los movimientos sociales y populares.
“Hay que desmontar el paramilitarismo si queremos llegar al final del conflicto”, plantea Catatumbo, y seguramente recuerda todos los padeceres vividos por anteriores generaciones de luchadores. Por ejemplo, los de la Unión Patriótica, cuando en 1985 debido a la persistencia de estructuras paramilitares protegidas por el Ejército colombiano, fueron asesinados dos candidatos presidenciales, los abogados Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y alrededor de 5.000 de sus militantes.
Sin embargo, no es necesario irse tan lejos en el tiempo. Ahora mismo, en medio de las expectativas esperanzadoras que provoca en la población la posibilidad concreta de un acuerdo de paz, hay territorios del país que sufren el acoso paramilitar de manera virulenta. Allí están los pobladores del municipio del Bagre, en Antioquía, que en estos días han denunciado el desplazamiento forzado masivo de diez comunidades, es decir: 125 familias, 580 personas en su mayoría niños y niñas. También reportaron la paralización del comercio en la zona, afectando esto a la entrada de alimentos a los poblados.
Sólo en el mes de diciembre fueron asesinados en esa zona cinco campesinos y en lo que va de enero ya se computan dos nuevas muertes de labriegos. Además, grupos paramilitares portando importante cantidad de armamento secuestraron por más de 20 horas a la totalidad de los habitantes de El Coral, también en el municipio de El Bagre.
Obviamente las FARC están denunciando una y otra vez en la mesa de La Habana estos graves hechos, pero se ha llegado a una instancia, en la que tanto el gobierno colombiano como quienes actúan de garantes en este proceso, deben a noticiarse que ninguna guerrilla puede pensar en desarmarse mientras subsistan en el territorio grupos perfectamente identificados (Aguilas Negras, Autodefensas Gaitanistas y otros) que siguen amenazando con el terror y matando a pobladores indefensos. En otras palabras así lo expresan los propios guerrilleros del Bloque Magdalena Medio de las FARC: "El Gobierno y sus voceros en la Mesa de Diálogo deben entender que no podrá darse la transformación de una organización armada en movimiento político abierto para debatir en las plazas públicas, ideas y visiones de país, sin armas, si no se desmonta el paramilitarismo de Estado disfrazado de Banda Criminal”.
Es algo de pura lógica, pero también es un grito de atención al mundo para que se haga eco de la necesidad de presionar al Estado colombiano y a sus aparatos militares (generalmente los protectores de estos grupos ilegales armados) para que tomen cartas en el asunto. La paz es posible, sí. Pero si no se ponen en marcha medidas que aseguren el reparto de la riqueza para los más necesitados, que la riquísima burguesía colombiana ceda parte de lo que ha atesorado durante años a fuerza de maltrato y miles de muertos, y por último, que ningún colombiano pueda matar a otro por disentir con sus ideas, como hoy siguen haciendo los parados, la paz se convertiría solamente en un espejismo.
Resumen Latinoamericano