Latinoamérica: la larga marcha por la independencia
Uno de los beneficios que otorga la perspectiva histórica y la larga duración es facilitar la mejor interpretación de eventos y procesos ocurridos en el pasado como, en este caso, la independencia de los países de América del Sur y, en especial, de la Argentina. Vista desde la actualidad se pueden apreciar con mayor claridad tanto sus logros como sus asignaturas pendientes, transcurridos dos siglos desde su inicio. Para ello será preciso no dejarse deslumbrar por fastos y celebraciones e indagar en profundidad la naturaleza de las luchas de la aún inconclusa gesta independentista.
Comencemos recordando lo que a menudo se olvida, pues los pueblos que no recuerdan están condenados a repetir los errores del pasado. Es necesario, por esto mismo, tener en cuenta que los procesos independentistas sudamericanos tuvieron una temprana –si bien fugaz- maduración en el Caribe, y más precisamente en Haití. Esta colonia, la más rica del Caribe y una de las más apetecidas del mundo, proclamó su independencia en 1804 y Francia, por entonces emancipada del yugo monárquico y rampante bajo el liderazgo republicano de Napoleón, se comportó como lo hacen todos los colonialismos: invadió y saqueó a la isla rebelde, dispuesta a propinarle un definitivo escarmiento. Aunque fue derrotada por los “jacobinos negros”, la gravitación de Francia en el delicado equilibrio internacional de la época le permitió imponer durísimas condiciones a sus vencedores: las reparaciones de guerra y las indemnizaciones para compensar a los colonos “expropiados” de las tierras que ellos a su vez habían expropiado a los pueblos originarios de la isla. Estas crueles e injustas exacciones provocaron una descomunal hemorragia económica y financiera que perduraría casi un siglo y medio -de hecho. Tanto fue así que la Francia democrática y republicana recién dejaría de chupar la sangre haitiana en 1947- obrando el perverso milagro de convertir a la isla más rica de las Indias Occidentales en el país más pobre del hemisferio. ¡Toda una lección para los que creen en la “misión civilizadora” del colonialismo y, en nuestros días, del imperialismo norteamericano!
Aquellos bravos esclavos que regaron con su sangre su empeño por abolir la esclavitud y, al mismo tiempo, conquistar la independencia de su patria despertaron la admiración del Libertador Simón Bolívar. Consciente de esta situación solicitó al presidente de Haití, Alejandro Sabes Petión, el apoyo militar y logístico para reiniciar en 1817 la segunda y definitiva etapa de la lucha independentista en Sudamérica, frustrada hasta ese momento a causa de las divisiones, vacilaciones y traiciones de la oligarquía criolla así como de la tenaz resistencia de ofrecida por las armas de los peninsulares. Oligarquía criolla que, como sus herederos contemporáneos, es completamente refractaria a cualquier proyecto de carácter nacional o a cualquier ideario emancipatorio. Su inserción en la estructura económico-social de la colonia la convertía en una clase apendicular de la burguesía metropolitana; la implantación de su heredera en el horizonte neocolonial de nuestro tiempo ratifica esa humillante condición. El perdón pedido por el Ministro Alfonso de Prat-Gay a los inversores españoles por los “abusos” cometidos por el kirchnerismo refleja, de manera incomparable, los abismales alcances del colonialismo político e intelectual, compañero inseparable de la dependencia económica.
En Haití tal vez más que en ninguna otra parte las guerras de la independencia revelaron con meridiana claridad su contenido de clase a la vez que político: emancipación de los esclavos, expropiación de la aristocracia colonial y autodeterminación nacional. Claro que no hay que perder de vista que el proceso independentista venía de muy lejos y, contrariamente a la “historia patria” hegemónica en la Argentina, confeccionada por los historiadores de la oligarquía, no comenzó con las invasiones inglesas de 1806-1807, como regularmente se dice y se enseña. De hecho, las colonias españolas en América rara vez disfrutaron de prolongados períodos de paz y sin verse afectadas por fuertes agitaciones intestinas. La resistencia de los pueblos originarios comenzó ni bien los europeos pusieron un pie en América. En el caso de América del Sur, y avanzando a los saltos en la reconstrucción de un largo proceso de luchas, sublevaciones y crueles masacres y por eso mismo tomando apenas los treinta o cuarenta años anteriores a 1810, sobresalen las conmociones registradas en la actual Bolivia, por entonces el Alto Perú perteneciente al Virreinato del Río de la Plata, y muy especialmente la rebelión de Túpac Katari en 1781. Este líder aymara logró constituir un formidable ejército de unos 40.000 hombres y sitió a lo que hoy conocemos como La Paz. El movimiento fue sangrientamente reprimido luego de cuatro meses de asedio y su líder salvajemente ejecutado: fue descuartizado en vida. Antes de que las autoridades de la colonia perpetraran su asesinato pronunció una frase que, sobre todo en el siglo veinte, haría historia: “Solamente a mí me matan” –dijo en su agonía- “Pero volveré y seré millones.”
Esta revuelta popular constituye uno de los antecedentes inmediatos más significativos de los procesos emancipadores que habrían de resurgir y triunfar a comienzos del siglo diecinueve. La crónica de lo acontecido en Haití y el Alto Perú -a lo que podríamos agregar el fermento revolucionario que permanentemente agitaba al Virreinato de Nueva España, hoy México- ponen de relieve de manera excepcional el contenido social que estuvo presente en gran parte de los procesos emancipadores sudamericanos y que en la “historia patria” (es decir, el relato de la oligarquía y sus clases y grupos aliados) ignora cuidadosamente. En algunos casos esto se manifestó con mucha nitidez, como en la ya referida experiencia altoperuana, mientras que en el Río de la Plata (actuales Argentina y Uruguay) lo hizo de modo más atenuado.
Fuera de Sudamérica, en México, aquel componente social se hizo presente con perfiles muy marcados: allí la lucha por la independencia fue una verdadera y sangrienta guerra de clases. La chispa independentista convirtió a la gesta de dos curas extraordinarios, Miguel Hidalgo y José María Morelos, en una verdadera insurrección campesina que precipitó la violenta respuesta de las clases dominantes de la colonia y sus amos en la metrópolis. La evidencia histórica demuestra irrefutablemente que las guerras de la independencia fueron también, a veces de manera larvada y otras de modo plenamente desarrollado, grandes enfrentamientos en donde no sólo se libraba batalla en contra de la corona española sino también en contra de las oligarquías señoriales de la tierra, aliadas incondicionales del imperio. Se luchaba contra éste pero también contra el orden neocolonial que gestado durante siglos de dominación extranjera.
Tal como decíamos más arriba, el contenido social de las guerras de la independencia fue siempre negado por la historiografía oficial de ambos lados del Atlántico. Aún en nuestras tierras el ardiente debate entre los sectores más jacobinos de las luchas independentistas y las fuerzas que procuraban domesticar el impulso revolucionario de las masas fue invariablemente acallado. La independencia aparece así en las diversas variantes de la historia oficial como una pura reivindicación política: la aspiración por la autodeterminación y la emancipación del yugo del amo extranjero pero preservando la intangibilidad de las estructuras económicas y las jerarquías sociales heredadas de la colonia. La realidad, en cambio, fue muy diferente. Aún en el caso argentino, relativamente distante de las estridencias registradas en Haití, México o Bolivia, los dos bandos que se disputaban la conducción de la llamada “Revolución de Mayo” estaban claramente identificados.
Cornelio Saavedra, altoperuano nacido en Potosí y radicado en Buenos Aires durante largos años, representaba la fracción conservadora que pretendía hacerse del poder mientras durase la vacancia hegemónica de la corona española avasallada por Napoleón.
Esta fase, que los conservadores confiaban sería transitoria, daría lugar una vez que fuese restablecido “el orden internacional” (cosa que efectivamente ocurriría tras la derrota de Napoleón y la celebración del Congreso de Viena entre 1814 y 1815) a una nueva alianza entre las clases dominantes locales y la corona. Lo que aquellas requerían no era una sociedad democrática sino un pacto neocolonial más congruente con sus intereses económicos, mismos que veían con muy buenos ojos el ataque británico a los privilegios monopólicos que la Corona española pretendía retener en su vasto imperio y, en consecuencia, confiaban grandemente en los beneficios que podría reportarles el irresistible ascenso del Reino Unido al puesto de comando de la economía mundial. Tanto Simón Bolívar como José de San Martín compartían la idea, correcta en esa coyuntura, de que el poderío británico en la escena internacional abría provechosos márgenes de maniobra para las débiles repúblicas porque desalentaría a la corona española de lanzar aventuras restauradoras en esta parte del mundo.
No obstante, frente a al bloque oligárquico-colonial había en el Río de la Plata un sector que concebía a la emancipación como un paso hacia la construcción de un nuevo tipo de sociedad, liberada de las lacras del viejo orden colonial. Figuras sobresalientes en este grupo eran Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo, todos graduados de la Universidad de Chuquisaca, la segunda universidad creada en suelo americano después de la de Santo Domingo y situada en lo que hoy es la ciudad de Sucre. De esta suerte de Universidad de París/Nanterre de la época colonial salieron algunos de los cuadros intelectuales más importantes de los procesos independentistas de Sudamérica. Además de los arriba mencionados deberíamos agregar los nombres de José Ignacio Gorriti, José Mariano Serrano, Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de los líderes de la gesta independentista del Ecuador; Mariano Alejo Álvarez, precursor de ese mismo proceso en el Perú y Jaime de Zudáñez, que desempeñó igual papel en el Alto Perú. No es un dato menor recordar que esa universidad fue el foco que precipitó la Revolución de Chuquisaca el 25 de Mayo de 1809, exactamente un año antes que la revolución de Mayo en Buenos Aires. A este notable grupo se le unió, en el Río de la Plata, la figura gigantesca de Manuel Belgrano, un auténtico “hombre del Renacimiento.” Belgrano fue un refinado intelectual, un lúcido economista que todavía hoy sorprende con sus premonitorios análisis y audaces propuestas reformistas, periodista de fina pluma, político y estratega militar, todo eso aparte de su profesión de abogado.
Para estas gentes, tanto en el Río de la Plata como en el resto de Sudamérica, la derrota del imperio español debía significar también la superación de las estructuras económico-sociales impuestas por el conquistador ibérico. Su propuesta no se limitaba, como en el caso de los sectores conservadores, a sustituir unas autoridades por otras sino que apuntaban a la construcción de una nueva sociedad. Tal como lo anota el historiador Felipe Pigna, Moreno lo dice con todas las letras en su “Prólogo” a El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: “Si los pueblos no se ilustran … si cada uno no conoce lo que puede, lo que vale o lo que debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y luego de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir jamás la tiranía.” En su tiempo Lenin también haría referencia a quienes luchan contra el esclavista sin pretender acabar con la esclavitud. Al igual que Bolívar, San Martín y Artigas, aquel grupo de geniales pensadores que anhelaba construir un nuevo orden pos-colonial fue aplastado por la reacción oligárquico-colonial, pero dejaron sembradas unas semillas que fecundarían vigorosamente tiempo después.
En este sentido, la realización del Congreso de Tucumán sería apenas una primera floración de aquellas semillas. En ese momento el escenario internacional había cambiado considerablemente. La derrota de Napoleón y el derrumbe de su proyecto habían precipitado, con el Congreso de Viena, la reconstrucción de las viejas fronteras europeas, la restauración de las monarquías y la sofocación del ciclo revolucionario precipitado en 1789 por la Revolución Francesa. En el caso concreto del imperio español en América los acuerdos gestados entre Metternich y Teyllerand no contemplaban el apoyo europeo para recuperar sus levantiscos territorios allende el Atlántico, pero Fernando VII, con el apoyo de todos los estamentos del antiguo régimen: aristocracia terrateniente, la pequeña nobleza y la Iglesia, se lanza a la reconquista de sus posesiones, inspirado seguramente en la empresa que siglos atrás lanzaran los Reyes Católicos y que culminara con la expulsión de los moros y los judíos de España.
Las noticias que provenían de Europa, sobre todo luego de la derrota de las fuerzas napoleónicas en Waterloo conmovieron a los patriotas sudamericanos. Quien primero reaccionó fue José Gervasio de Artigas, que ni lerdo ni perezoso convocó al Congreso de los Pueblos Libres en la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay, mismo que culminó el 29 de Junio de ese año con la presencia de delegados de la Banda Oriental, Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos y Misiones. Artigas había sido motivado por la actitud del muy oligárquico Directorio instalado en Buenos Aires luego de la Asamblea del Año XIII. Desconfiaba el caudillo oriental del proyecto que aquél tenía para el antiguo Virreinato del Río de la Plata. La clara admiración del Directorio y sus principales figuras, Pueyrredón y Rivadavia entre otros, por las monarquías europeas y su exacerbado unitarismo contrariaba los ideales republicanos, democráticos y federales de la Liga Oriental.
Fue por eso que con la excepción de Córdoba las demás provincias de la Liga no enviaron representantes al Congreso de Tucumán. Los líderes de aquellas provincias ya daban por sentada la Independencia y, además, desconfiaban de los planes urdidos por la oligarquía porteña. El más audaz, pergeñado y expresado por Carlos María de Alvear, a la sazón Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que le había enviado al embajador británico en Río de Janeiro, Lord Strangford una carta en la que, entre otras cosas, decía que “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. … Inglaterra no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata en el acto mismo que se arrojan en sus brazos generosos…” San Martín estaba al tanto de estas maniobras encaminadas a ahogar la revolución y la independencia en su cuna seguía muy de cerca, aún desde Cuyo, las deliberaciones tucumanas. Era consciente que todo el proceso emancipatorio americano pendía de un hilo. En México y los países del Istmo la rebelión popular estaba a punto de ser aplastada a sangre y fuego. Bolívar había sido derrotado y Nueva Granada (Colombia) y Venezuela habían sido arrasadas por los realistas. El virreinato de Perú seguía siendo un baluarte español y Chile estaba aherrojado. El futuro de la independencia quedaba en las manos de las Provincias Unidas y de sus dos grandes dispositivos militares: el Ejército de los Andes, comandado por San Martín, presto a cruzar la cordillera, liberar a Chile y desde allí atacar al Perú. Y las guerrillas de Martín Miguel de Güemes en el Norte, para contener a las huestes realistas que desde Perú se descolgaban para sofocar el último bastión de la rebelión: el Río de la Plata.
Por eso cuando el 9 de Julio de 1816 los delegados al Congreso aprobaron una declaración en la que se comunicaba “solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” un sabor amargo se apoderó de algunos diputados. Uno de ellos, Pedro Medrano, anticipando la furiosa reacción que tendría San Martín al enterarse de la ambiguedad de la declaración, lejos de afirmar taxativamente nuestra independencia, logró que en la sesión que tuvo lugar diez días después, el 19 de Julio, se aprobara que el siguiente texto para ser agregado a continuación de ‘sus sucesores y metrópoli’; decía, claramente, ‘de toda dominación extranjera’. En realidad, la fecha verdadera de nuestra declaración de la independencia es el 19 y no el 9 de Julio.
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Las versiones edulcoradas de las guerras de la independencia, que ocultan su carácter de luchas de liberación nacional y las reducen a una disputa intestina entre distintas clases y grupos sociales de la colonia, han reaparecido en estos últimos años en ocasión de la celebración del Bicentenario de las revoluciones de la independencia. No puede haber equívocos en este punto: salvo en el caso puntual de Haití las luchas de los patriotas no eran contra el ejército napoleónico que a la sazón prevalecía en España sino en contra de los realistas, es decir, las fuerzas armadas del imperio español asentada en suelo americano. Vale la pena insistir en esta obviedad porque pese a serlo hemos visto con sorpresa el resurgimiento de algunas teorías que en España postulan que lo acontecido en nuestros países hace unos dos siglos fue en realidad una lucha civil, intestina, entre distintas facciones de la colonia, ninguna de las cuales objetaba la vigencia del imperio. Sin embargo, unas pocas estrofas del himno nacional argentino permiten comprender cual era la percepción dominante entre los patriotas en los albores de nuestra independencia. Refiriéndose a las fuerzas del “Ibérico altivo león” o del “vil invasor” dice su letra –excluida de la versión oficial del himno- que:
“¿No los veis sobre Méjico y Quito
Arrojarse con saña tenaz?
¿Y cual lloran bañados en sangre
Potosí, Cochabamba y La Paz?
¿No los veis sobre el triste Caracas
Luto y llanto y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?”
Por eso, cuando doscientos años más tarde una propaganda mañosa pretende minimizar la intensidad de la lucha anticolonialista y echar un manto de olvido sobre los crímenes cometidos a lo largo de más de tres siglos, incluyendo aquellos perpetrados durante la guerra de la independencia en todo el continente, es necesario evocar aquellos sentimientos de los patriotas. No sólo por el gusto de recordar, sino también como una advertencia sobre lo que es capaz de hacer un imperio cuando ve amenazado su predominio. Esa historia se está repitiendo hoy día, bajo nuevas formas, pero con idénticos contenidos: perpetuar la subordinación de nuestros pueblos al imperialismo norteamericano.
No podríamos concluir este trabajo sin recordar también otro rasgo notable de nuestras luchas por la independencia: el internacionalismo, anclado en la clarísima percepción de que la tan anhelada independencia sólo sería posible si se concretaba el sueño de la unidad latinoamericana, premisa ésta que al día de hoy es mucho más importante que nunca. Veamos unos pocos ejemplos de esta fecunda tradición. Francisco de Miranda: caraqueño declarado héroe de la Revolución Francesa y Mariscal de Francia, su nombre grabado para siempre en el Arco del Triunfo de París. Miranda además participó en las guerras de la independencia de EEUU (donde se le confirió el grado de Teniente Coronel) y, por supuesto, en las de Sudamérica. Simón Bolívar, otro caraqueño universal, enorme genio militar y político, intelectual profundo que ante la incomprensión de los suyos muere derrotado y humillado en Santa Marta, Colombia, luego de liderar la gesta emancipadora de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia. José de San Martín, libertador de Chile y Perú, país este en el que funda, en 1821, la Biblioteca Nacional y a la cual dona 700 libros de su propiedad. José Gervasio de Artigas, vigoroso luchador por la unidad de los pueblos que conformaban el antiguo Virreinato del Río de la Plata y a quien ni la oligarquía porteña ni la de Montevideo le perdonaron jamás su internacionalismo y sus jacobinas propuestas de liberar a indios y negros y de realizar una auténtica reforma agraria. Antonio José de Sucre, venezolano de Cumaná, presidente de Bolivia, gobernador de Perú, General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia, Gran Mariscal de Ayacucho, muere en Colombia en 1830. Otro de los precursores de la independencia latinoamericana fue Simón Rodríguez, también de Caracas y sembrador de ideas y cultura por toda la América Latina y Europa. En el caso de las Provincias Unidas del Río de la Plata el presidente de la Primera Junta de Gobierno Patrio, Cornelio Saavedra, había nacido en Potosí; uno de los Directores Supremos interinos fue Ignacio Álvarez Thomas, peruano, nacido en Arequipa; el Deán Gregorio Funes, cordobés de nacimiento, fue el primer embajador de Bolivia en Buenos Aires; Manuel Belgrano fundó escuelas públicas en Tarija (actual Bolivia) y otras ciudades del norte argentino. Allende los Andes tenemos la figura de Andrés Bello, ilustre caraqueño, filósofo, educador, jurista, quien se radica en Chile en 1829 y funda allí, en 1842, la Universidad de Chile.
En fin, la lista sería interminable, como lo es el afán integracionista de nuestros pueblos, conscientes de que sólo podrán derrotar al imperialismo y emanciparse de su yugo mediante su unidad. Fue esa tradición la que se recogió, a principios de este siglo en la obra de Hugo Chávez, Luis Inacio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner y que hizo posible la gran victoria de nuestros pueblos contra el ALCA, el principal proyecto estratégico de EEUU concebido para perpetuar la sumisión de América Latina y el Caribe a la hegemonía norteamericana. Y fue ese mismo espíritu el que dio nacimiento a la UNASUR y la CELAC, instituciones que en este momento sufren los embates de la contraofensiva del imperialismo y sus aliados y que para la mayor felicidad de nuestros pueblos será preciso preservar para impedir, que con su liquidación, EEUU sojuzgue una vez más a la región.