Maldita clase media
En su más amplia expresión, de desprecio por el interés común, de lo político.
Con extraña sensación me muevo por estos días. No es el caluroso invierno de un Santiago que por mucho que visite no me acostumbra a sus aires –más de los santiaguinos que de una urbe que no tiene, no puede, tener opinión- del estilo “solo acá discurre lo importante”. Tampoco es este raro agosto de Coyhaique que chubascos por acá, aguanieve por allá, nos hace pensar que eso del cambio climático ya nos alcanzó.
Son las reformas. O, más bien, las casi reformas.
La borrasca de los años 2011 y 2012 hizo a muchos clamar Chile cambió. Sin embargo, el statu quo se resiste a mutar y los anhelos transformadores tambalean ante tanto espolonazo que los celadores de la normalidad –esta radical, ultronamente neoliberal normalidad- han lanzado para apuntalar un modelo que cruza nuestra educación, sistema impositivo, de salud, de previsión social. Es nuestro modelo de sociedad de mercado, en las antípodas de la sociedad con economía de mercado.
Ya sé el origen de mi desasosiego. Es la escasa acción ciudadana pública que he visto en esa gran masa supuestamente beneficiada por las reformas tan ampliamente votadas en las presidenciales de 2013. Porque no es precisamente un ejército el que, desde la ciudadanía, le ha salido al paso a históricos aliados: el gran empresariado, los medios de comunicación mainstream y los promotores políticos de la ideología que sacraliza la propiedad privada, teñida de ímpetus de libertad. Que se me entienda, no circunscribo entre estos últimos solo a los partidos de la Alianza, extendiéndolos también a ciertos actores dentro y fuera de la Nueva Mayoría.
El rechazo de la divina trinidad neoliberal a las reformas estructurales no debe extrañar. Para nadie es un misterio que son los principales impulsores del modelo social y económico (y político) vigente. Son los grupos conservadores en su sentido más estricto, de todo aquel que se siente cómodo con el estado vigente de las cosas. Son quienes estiman que el sistema ha funcionado para ellos, por tanto buscan mantenerlo.
Pero hay un cuarto grupo que ha salido al ruedo. Son las organizaciones que, apoyo de la derecha ideológica y los medios de comunicación mediante, han podido tomar protagonismo en la discusión tanto sobre los impuestos como sobre la enseñanza.
En la primera, la Asociación de Emprendedores de Chile (Asech) cuya cara visible es Juan Pablo Swett. Donde su principal contenido publicitario es que la Reforma Tributaria es un “golpe a la pyme”.
En la segunda, la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados (Confepa), que hoy por hoy tiene como entrevistada estrella de múltiples medios a su presidenta, Erika Muñoz. Acá sus lemas fundamentales son “que no experimenten con nuestros hijos” y “así no la quiero”. La Reforma Educacional, se entiende.
El disímil origen socioeconómico de ambos representa, en alguna medida, lo que en el último tiempo ha llamado mi atención sobre el discurso público pro clase media. Swett es hijo del importante empresario agrícola y estudió en el colegio ABC1 Verbo Divino de Santiago. Muñoz es dueña de casa, usuaria Fosis y ha incursionado en distintos rubros para sacar adelante a su familia.
Ambos se paran en el debate público en defensa de la clase media. Esa masa ciudadana informe y amplísima, que en el último tiempo se utiliza recurrentemente para emprenderlas contra toda política que intente redistribuir los ingresos (subir el sueldo mínimo golpea a las pymes clase media) o garantizar derechos sociales a todos los ciudadanos del país (otro ejemplo de ello es la incipiente crítica a una eventual reforma estructural a la salud). Reiterativas son frases del tipo “las únicas familias que no reciben apoyo del Estado son las de clase media”, “a los pobres los protege el gobierno, los ricos no necesitan beneficios y a la clase media no la ayuda nadie”. También están sus primas hermanas “da lo mismo el Presidente que se elija, total al día siguiente debo trabajar igual”, “para qué tener más parlamentarios, si al final no hacen nada”.
Así las cosas, en última instancia el discurso pro clase media ha servido, gracias a un muy buen montado sistema simbólico de larga data, para profundizar en cierta alma chilena el individualismo en su más amplia expresión, de desprecio por el interés común, de lo político. Eso sí, muy bien disfrazado de derecho a la libertad y el emprendimiento para el éxito personal no colectivo. El derecho a elegir en un mercado donde todo es transable: valores, bienes comunes, derechos. Como si vivir en sociedad no fuera más que la suma de las individualidades y que cuando se busca hacer de este un Chile menos desigual e injusto nadie está disponible para meterse la mano al bolsillo o para sacrificar un poco de su cómoda situación “porque siempre los golpeados somos la clase media”. Clarificadora es la frase de un grupo de apoderados de Temuco, durante una actividad pública: “¡Nico, con mis hijos no te metas!”.
Mis hijos, mis hijos. Ellos, los míos, son intocables, no importa que una parte importante del resto (esos otros que quizás no son clase media, pero eso ya es mala suerte) la esté pasando mal. Total, en un mundo mercantilizado cada uno se rasca con sus propias uñas.
Fue en pleno movimiento estudiantil que un grupo de alumnos de Coyhaique dio un ejemplo claro de que vivir en sociedad no son solo conocimientos, plata en los bolsillos. También es solidaridad contemporánea e intergeneracional.
Así lo demostró una joven dirigenta. Rememoro lo columneado en aquella ocasión: “Aún hoy escucho a una estudiante del Liceo San Felipe Benicio, expresando en plena toma que ellos sabían que tenían una buena educación. Y que su movilización no era por ellos mismos, sino en adhesión a un proceso que buscaba que todos los niños y jóvenes de Chile hoy y mañana tuvieran derecho a una educación como la suya. Que ésta fuera un derecho y no el premio para algunos afortunados. ¿No vale tal fundamento más que varios 7 en matemáticas?”.
Desde que ingresé el mundo laboral estoy adscrito a Fonasa, tramo D.
Hasta hace poco planteaba que si se aprobaba la AFP estatal haría el tránsito hacia ella. Hoy ya no estoy tan seguro, creo que lo que se requiere es cambiar el sistema general de previsión (desde uno de capitalización individual a uno de reparto), dentro de un modelo donde todos los derechos sociales debieran ser garantizados por el Estado y los bienes comunes no pudieran ser mercantilizados.
No sé si soy clase media. Y saben qué, la verdad es que me tiene sin cuidado. Mi intención solo es dejar establecido que creo que para dejar atrás un sistema perverso como el actual se requiere cambiar de paradigma. Y uno importante es que, en ocasiones, hacer lo correcto debe involucrar sacrificios. Aunque eso beneficie a otros menos afortunados y no particularmente a uno.
El tema es que no estoy tan seguro que este principio permee el interés de una clase media individualista y aspiracional que tantos, demasiados, compiten por defender y representar.