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Mundo :: 31/07/2016

Miedo a pensar

Marcos Roitman Rosenmann
Desde hace tiempo la autocensura se ha convertido en la forma de actuación por excelencia de las sociedades humanas

No importa cuáles sean sus raíces culturales. Las religiones han impuesto su sello a la hora de presentar el mundo y de castigar a sus herejes. Las grandes civilizaciones se han visto enfocadas a un relato histórico y un patrón de análisis difícil de romper. Y no me refiero a las cuestiones de método, no es una crítica al racionalismo, el empirismo o el constructivismo. Tampoco un asunto de subjetividades o pragmatismo metodológico. Hay cierto vacío intelectual cuando se trata de aplicar el juicio crítico y la reflexión. Se prefiere la complacencia, cuando no directamente rehuir el ejercicio de pensar más allá del poder instituido. El mejor ejemplo: la educación. Las exigencias de Paulo Freire para articular una pedagogía de la libertad y una ruptura, en lo que hoy se conceptualiza como colonialidad del pensar, se aleja del horizonte mediato en pro de un conocimiento instrumental ligado con las necesidades de la economía de mercado.

Escuchamos que la filosofía, la historia y ahora ciertas ramas de la matemática, como el álgebra, el cálculo y la trigonometría, no aportan conocimiento real para enfrentar los problemas rutinarios de la vida contemporánea, y lo mejor sería suprimirlas de la formación de los estudiantes de secundaria. Es más, su enseñanza a los jóvenes los somete a tensiones innecesarias y sufren depresión y angustia al no resolver problemas abstractos, quedándoles una sensación de frustración que arrastran el resto de su vida. Un hándicap difícil de superar. Mejor aprender cómo funciona la bolsa de valores, montar un negocio y tener éxito como emprendedores. El resto es prescindible, cuando no irrelevante. Las reformas educativas llevan este sello. Se generalizan hasta convertirse en una verdadera plaga en todos los niveles educativos: primaria, secundaria y superior. El saber como instrumento para el mercado. Es una ruptura en la construcción del mundo que habitamos.

En las universidades, la libertad de pensamiento, donde se presume la fluidez en el debate crítico, se produce una clausura de la teoría en favor de un conocimiento sin mordiente e incapaz de proyectar ideas que interpreten los cambios sociales y los nuevos saberes provenientes de las ciencias de la vida y la materia, las tecnociencias y los sistemas complejos autorregulados. La universidad está siendo desarmada y desmantelada. Los criterios de evaluación son un indicativo del tipo de académico que buscan. Mucho ruido y pocas nueces. El neoliberalismo aboca a la universidad a una posición peligrosa, censurando la capacidad de hacer teoría; mejor dicho, renunciando directamente a ella. Ahora prevalece la opinión personal, la lectura periodística y superficial, instalándose una especie de tabú cuyo principio es: prohibido conocer el conocimiento.

Hay rechazo a cualquier propuesta que cuestione la realidad y rompa la mediocridad en la cual se encuentra sumida la producción de teoría. Y entiendo por teoría la relación entre la experiencia y la capacidad de lectura de la realidad. Un mecanismo que nos permite comprender e interpretar nuestras acciones y dar sentido a nuestra vida. En otras palabras, el lenguaje como praxis de vida sobre la cual construimos nuestros mundos, sueños, esperanzas. En definitiva, nuestro horizonte histórico. Asistimos a modas intelectuales que poco tienen que ver con el trabajo riguroso sobre el cual pensar las transformaciones de la sociedad contemporánea. De allí que los autores sean producto del mercado editorial; emergen de la misma manera que desaparecen. Infinidad de títulos vacuos utilizados para rellenar huecos y cubrir expedientes, con una característica peculiar: parcos en el lenguaje y pobres en vocabulario.

Somos en las palabras: de su riqueza depende nuestra capacidad de transformar el mundo y construir alternativas. En la medida que nuestro vocabulario se reduce a un estándar de palabras cuyo significado muchas veces son artilugios, operativos para andar por casa, la pobreza llega a la teoría. No hay palabras, se dice; vivimos bajo mínimos. El diccionario ha perdido su importancia. Su uso es marginal. Hay incapacidad para expresar sentimientos, describir estados de ánimo, emociones y, lo más peligroso, explicar la realidad que nos circunscribe. Nuestro mundo acaba siendo un reducto para el mercado, cuyo lenguaje es limitado, pobre y excluyente.

La gramática de la vida, la semántica de los hechos, las metáforas, las hipérboles y las analogías han quedado convertidos en residuos de un mundo en el que el miedo a pensar se une al rechazo a la praxis teórica y la autocensura como mecanismo para justificar la ignorancia que nos rodea. El poder es consciente, promueve la ignorancia colectiva, generaliza el miedo a la crítica reflexiva, hasta hacerla irrelevante. Pensar trae consecuencias. Mejor no hacerlo. Es peligroso y subversivo.

La Jornada

 

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