Política y violencia (II)
El 19 de junio, durante un acto a puerta cerrada con empresarios de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), al reafirmar la inquebrantable voluntad del gobierno federal de llevar a cabo la (contra)reforma educativa, el secretario del ramo, Emilio Chuayffet, develó la verdadera finalidad de la misma: fortalecer el nexo industria-educación superior.
Tal objetivo confeso responde a las preguntas acerca de cómo educa y para qué educa el régimen, esto es, para inculcar un conocimiento capitalista en los jóvenes.
Los aparatos ideológicos del Estado de los que hablaba Althusser tienen que cumplir en la órbita de la educación el necesario papel de instrumentos de control social y promotores del consenso y el conformismo, como corresponde a la ingeniería social en los momentos en que cruje toda la estructura económica, social y política del país. La violencia económica tiene su correlato en la violencia pedagógica. En momentos de gran confusión y mayor desinformación como el actual, es necesario desmitificar la contrarreforma educativa de Enrique Peña Nieto y sus patrocinadores del gran capital trasnacional, y poner de relieve la violencia ideológica que se ejerce a través del sistema educativo.
Hace más de 40 años, Iván Illich advirtió que el sistema de conocimiento capitalista servía a la minoría dominante como justificación de los privilegios que disfruta y reclama. Según el gran pensador austriaco, entonces avecindado en Cuernavaca, el conocimiento capitalista es el reflejo de una de las tantas formas de domesticación practicadas en la sociedad por el camino de la penetración ideológica. El actual sistema socioeconómico mexicano hace de la pedagogía oficial un instrumento más de la violencia, para que los llamados educandos ingresen al mundo de los mayores en las mejores condiciones para ajustarse a sus estructuras de dominación.
Con sus rituales y sus dogmas, la escuela contribuye a hacer aceptable para el niño y el adolescente las contradicciones de una sociedad dividida en clases (opresores/oprimidos), y prepararlo, a través de un proceso lento y persistente de socialización de su personalidad, para que tenga éxito en la sociedad de consumo o, en el peor de los casos, para que sepa resignarse democráticamente a la misma. Desde la escuela se implanta el mito de una sociedad igualitaria y al mismo tiempo, como sucede en la coyuntura, el sistema pedagógico de calificaciones, puntajes, evaluaciones y de selección de los mejores; lo va desmintiendo todos los días en la práctica.
Esa forma cotidiana e imperceptible de la violencia pedagógica arroja sus resultados cuando el joven ingresa a una sociedad colmada de desigualdades e injusticias. Entonces, poco a poco va perdiendo la capacidad de reflexión y de crítica política. Es decir, la violencia pedagógica cumple su función de alienación política. La violencia implícita en el actual modelo de enseñanza de la Secretaría de Educación Pública (SEP) está representada en la negación que hay en sus métodos pedagógicos de todo intento de concientización, y por la finalidad, en cambio, de internalizar la conciencia del opresor en la conciencia de los oprimidos. Por eso, la contrarreforma educativa de la SEP y el gran capital se impone de manera vertical desde el poder político del Estado, sin consultar a quienes están naturalmente habilitados para elaborar las bases de una reforma en la enseñanza: los maestros.
Una educación concientizadora, como preconizaban Paulo Freire y el propio Illich, terminaría por ser una educación para la libertad. Desalienante. Es decir, desde las propias aulas se estarían creando las condiciones para cuestionar las estructuras en que está asentada la dominación de unos pocos sobre las grandes mayorías. Dominación que intenta profundizar Peña Nieto como mandadero del capital trasnacional.
Decía Julio Barreiro que la conciencia alienada del pueblo se debe a que existe toda una estructura de poder económico y político, traducida en términos de opresión y en forma de ejercicio permanente de la violencia. Un sistema socioeconómico opresor, como el que impera en México, condiciona directamente la existencia de una cultura reflexiva al nivel de la población oprimida. Esa cultura es, al mismo tiempo, impuesta por la clase dominante, y refleja la forma en que ellos, los que mandan, interpretan la realidad social vigente. Y ahí está la violencia del sistema educativo actual. “El resultado personal de ‘vivir en una cultura refleja’ −decía Barreiro− es el hecho de que los oprimidos permanecen en un nivel de conciencia donde les resulta imposible descubrir y comprender el significado de la dimensión de la persona humana, y tampoco pueden interpretar críticamente las contradicciones de aquellas estructuras de opresión.”
Las tensiones provocadas por el conflicto pedagógico en México hacen que la clase dominante siga propiciando leyes de educación donde enmascara su sentido totalitario, mismo que responde al tipo de dominación autocrática de Peña Nieto, como administrador de los intereses del gran capital.
En la hora actual junto a la violencia pedagógica hay otras formas de violencia altamente racionalizadas, que buscan el encubrimiento y cultivan el disimulo, por ejemplo, la tortura y la propaganda. Tanto el verdugo como el agente de la manipulación propagandística han eliminado todo correlato emocional y vivencial que acompaña normalmente el ejercicio de la violencia. Esta última se convierte en una operación abstracta, en un trabajo sobre un adversario neutro y paralizado que ha perdido toda figura humana. Sólo cuando los congéneres asumen el viejo derecho a la resistencia, y responden a la violencia estructural e institucionalizada con la contraviolencia de la razón desesperada −como ocurre ahora−, se les tilda de violentos y subversivos, y asoma el rostro de la represión cruda y bruta del orden constituido, ese que representan Chuayffet y su jefe superior, Peña Nieto.
La Jornada