Por qué Palestina sigue siendo el problema
Cuando fui como un joven reportero por primera vez a Palestina en la década de 1969 me alojé en un kibutz. Las personas a las que conocí eran personas trabajadoras, llenas de energía y se llamaban a sí mismas socialistas. Me gustaron.
Una noche durante la cena les pregunté por las siluetas de personas que se veían a lo lejos, más allá de nuestro perímetro.
“Árabes”, dijeron, “nómadas”, casi escupiendo las palabras. Dijeron que Israel, refiriéndose a Palestina, había sido prácticamente una tierra baldía y que una de las grandes hazañas de la empresa sionista era lograr que verdeciera el desierto.
Pusieron el ejemplo de su cosecha de naranjas jaffa que se exportaba al resto del mundo, un triunfo frente a los caprichos de la naturaleza y la negligencia de la humanidad.
Era la primera mentira. La mayor parte los naranjales y de los viñedos pertenecían a palestinos que habían labrado la tierra y exportado naranjas y uvas a Europa desde el siglo XVIII. Los anteriores habitantes de la antigua ciudad palestina de Jaffa llamaban a la ciudad “el lugar de las naranjas tristes”.
En el kibutz nunca se usaba la palabra “palestino”. Pregunté por qué. La respuesta fue un silencio problemático.
En todo el mundo colonizado quienes nunca logran ocultar el hecho, y el crimen, de vivir en una tierra robada temen la verdadera soberanía de los pueblos originarios.
Como saben demasiado bien las personas judías, el siguiente paso es negar su condición humana a las personas. A eso sigue de forma tan lógica como la violencia el destruir la dignidad, la cultura y el orgullo de las personas.
En Ramala, tras la invasión de Cisjordania por el difunto Ariel Sharon en 2002, caminé por calles llenas de coches destrozados y casas demolidas hasta el Centro Cultural Palestino. Los soldados israelíes habían acampado ahí hasta aquella mañana.
Me recibió la directora del centro, la novelista Liana Badr, cuyos manuscritos originales yacían desparramados y destruidos por el suelo. Los soldados se habían llevado el disco duro que contenía sus obras de ficción y una biblioteca de obras de teatro y poesía. Casi todo estaba destrozado y mancillado.
No había sobrevivido un solo libro con todas sus páginas, ni una sola grabación original de una de las mejores colecciones de cine palestino.
Los soldados habían orinado y defecado en el suelo, en los escritorios, los bordados y las obras de arte. Habían embadurnado dibujos infantiles con heces y escrito (con mierda ) “Nacido para matar”.
Liana Badr tenía lágrimas en los ojos pero la cabeza bien alta. “Lo reconstruiremos otra vez”, dijo.
Lo que enfurece a quienes colonizan y ocupan, roban y oprimen, destrozan y mancillan es la negativa de las víctimas a doblegarse . Y este es el tributo que todos debemos rendir a los palestinos. Se niegan a doblegarse . Siguen adelante. Esperan, hasta que luchan otra vez . Y lo hacen aun cuando quienes los gobiernan colaboran con sus opresores.
En medio del bombardeo israelí de 2014 sobre Gaza el periodista palestino Mohammed Omer nunca dejó de informar. Tanto él como su familia se vieron afectados, hacían cola para conseguir agua y comida, y lo acarreaban entre los escombros. Cuando le llamé por teléfono podía oír las bombas tras la puerta. Se negó a doblegarse.
Los reportajes de Mohammed, ilustrados por sus gráficas fotografías, fueron un modelo de periodismo profesional que puso en evidencia la complaciente y cobarde manera de informar de los llamados medios dominantes de Gran Bretaña y EEUU. Personas como Mohamed Omer ponen en evidencia cada día la idea que tiene la BBC de objetividad (dar eco a los mitos y mentiras de la autoridad, una práctica de la que está orgullosa).
Durante más de 40 años he documentado la negativa de los palentinos a doblegarse ante sus opresores: Israel, EEUU, Gran Bretaña, la Unión Europea.
Desde 2008 solo Gran Bretaña ha concedido a Israel licencias de exportación de armas y misiles, drones y rifles de francotiradores por valor de 434 millones de libras.
Quienes han resistido a esto sin armas, quienes se han negado a doblegarse son algunos de los palestinos que he tenido el privilegio de conocer:
Mi amigo el difunto Mohammed Jarella, que trabajó sin descanso para la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA, por sus siglas en inglés), me enseñó por primera vez en 1967 un campo de refugiados palestinos. Era un día muy duro de invierno y los niños en edad escolar temblaban de frío. “Un día …”, decía. “Un día …”
Mustafa Barghouti, cuya elocuencia permanece incólume y que me describió la tolerancia que existía en Palestina entre judíos, musulmanes y cristianos hasta que, como me dijo, “los sionistas quisieron un Estado a expensas de los palestinos”.
La dra. Mona El-Farra, una médica de Gaza, cuya pasión era conseguir dinero para hacer operaciones de cirugía plástica a los niños desfigurados por las balas y la metralla israelíes. Las bombas israelíes arrasaron su hospital en 2014.
El dr. Khalid Dahlan, psiquiatra, cuyas clínicas infantiles en Gaza —niños que casi se habían vuelto locos por la violencia israelí— eran oasis de civilización.
Fátima y Nasser son una pareja cuya casa se alzaba en un pueblo cerca de Jerusalén calificado como “Zona A y B”, lo que significa que la tierra fue calificada como solo para judíos. Sus padres habían vivido ahí. Sus abuelos habían vivido ahí. Hoy los buldózeres allanan carreteras solo para judíos, protegidos por leyes solo para judíos.
Era más de media noche cuando Fátima se puso de parto de su segundo hijo. El bebé era prematuro y cuando llegaron al checkpoint desde el que se veía el hospital el joven soldado israelí les dijo que necesitaban otro documento.
Fátima tenía una fuerte hemorragia. El soldado se rió e imitó sus gemidos, y les dijo “vayánse a casa”. El niño nació ahí en un camión. Estaba azul de frío y enseguida murió de frío al no recibir cuidados. Se llamaba Sultán.
Estas serán historias familiares para los palestinos. La pregunta es por qué no lo son en Londres y Washington, Bruselas y Sidney.
Gran Bretaña y EEUU está financiado generosamente una causa libera l reciente en Siria -una causa de George Clooney-, aunque sus beneficiarios, los llamados rebeldes, están dominados por yihadistas fanáticos, producto de la invasión de Afganistán e Ira q, y de la destrucción de la Libia moderna.
Y, sin embargo, no se reconocen la ocupación y la resistencia más largas de los tiempos modernos. Cuando de pronto las Naciones Unidas se conmueven y califican a Israel de Estado de apartheid, como sucedió este año, eso provoca indignación, no contra el Estado cuyo “propósito principal” es el racismo, sino contra una comisión de las Naciones Unidas que osó romper el silencio.
“Palestina”, afirmó Nelson Mandela, “es el mayor problema moral de nuestro tiempo”.
¿Por qué se oculta esta verdad día tras día, mes tras mes, año tras año?
En Israel – el Estado de apartheid, culpable de un crimen contra la humanidad y de haber violado el derecho internacional más que cualquier otro Estado– el silencio persiste entre aquellas personas que saben y cuyo trabajo consiste en mantener las cosas como están.
En Israel gran parte del periodismo está intimidado y controlado por un pensamiento colectivo que exige silencio sobre Palestina, mientras que el periodismo honrado se ha convertido en disidencia: una clandestinidad metafórica.
Una sola palabra –“conflicto”– permite este silencio. “El conflicto árabo-israelí”, recitan los robots en sus apuntadores electrónicos. Cuando un veterano periodista de la BBC, un hombre que conoce la verdad, se refiere a “dos relatos” la contorsión moral es total.
No existe un conflicto, ni dos relatos, con su respaldo moral. Existe una ocupación militar impuesta por una potencia nuclear apoyada por la mayor potencia militar del planeta y existe una injusticia descomunal.
Se puede prohibir la palabra “ocupación”, borrar del diccionario. Pero no se puede prohibir el recuerdo de la verdad histórica: de la sistemática expulsión de palestinos de su patria. Los israelíes lo llamaron “Plan D” en 1948.
El historiador israelí Benny Morris describe cómo uno de sus generales preguntó a David Ben-Gurion, el primero en ocupar el cargo de primer ministro de Israel: “¿Qué haremos con los árabes?”. El primer ministro, escribió Morris, “hizo un gesto despectivo y enérgico con la mano. “¡Expulsarlos!”, dijo.
Setenta años después este crimen se ha suprimido de la cultura intelectual y política de Occidente. O es discutible o simplemente controvertido. Periodistas con abultados sueldos aceptan entusiasmados viajes pagados por Israel, su hospitalidad y sus halagos, y después protestan enérgicamente defendiendo su independencia. Ellos acuñaron el término “tontos útiles”.
En 2011 me asombró la facilidad con la que unos de los escritores británicos más aclamados, Ian McEwan, un hombre bruñido por los destellos de la ilustración burguesa, aceptó el Premio Jerusalén de literatura en el Estado de apartheid.
¿Habría ido McEwan a Sun City en la Sudáfrica del apartheid? Ahí también concedían premios, con todos los gastos pagados. McEwan justificó su acción con palabras ambiguas acerca de la independencia de la “sociedad civil”.
La propaganda (del tipo de la que ofreció McEwan, con su toquecito de atención en las muñecas de sus encantados anfitriones) es un arma para los opresores de Palestina. Al igual que el azúcar insinúa prácticamente todo hoy en día.
Comprender y deconstruir la propaganda estatal y cultural es nuestra tarea más importante. Se nos está obligando a entrar en una segunda Guerra Fría cuyo objetivo final es someter y balcanizar a Rusia, e intimidar a China.
Cuando Donald Trump y Vladimir Putin hablaron en privado durante más de dos horas en la Cumbre del G20 en Hamburgo, al parecer acerca de la necesidad de no emprender la guerra el uno contra el otro, los detractores más vociferantes fueron quienes han liderado el liberalismo, como el escritor político sionista de The Guardian: “No es de extrañar que Putin sonriera en Hamburgo. Sabe que ha conseguido su principal objetivo: ha hecho a EEUU débil otra vez”, escribió Jonathan Freedland. Que empiecen los abucheos al Malvado Vlad.
Estos propagandistas nunca han conocido la guerra, pero aman el juego imperial de la guerra. Lo que Ian McEwan denomina” sociedad civil” se ha convertido en una rica fuente de propaganda afín.
Tomemos un término que los guardianes de la sociedad civil utilizan con frecuencia, “derechos humano”. Como otro concepto noble, “democracia”, el concepto de “derechos humanos” ha sido casi vaciado de su significado y propósito.
Como el “proceso de paz” y la “hoja de ruta”, los derechos humanos en Palestina han sido secuestrados por los gobiernos occidentales y las ONG corporativas que ellos financian y que reivindican una quijotesca autoridad moral.
Así que cuando los gobiernos y ONG piden a Israel que “respete los derechos humanos” en Palestina, no ocurre nada porque todos ellos saben que no hay nada que temer, nada va a cambiar.
Destaca el silencio de la Unión Europea, que complace a Israel mientras este se niega a cumplir su compromisos con el pueblo de Gaza, como mantener abierta la cuerda de salvamento que es el paso fronterizo de Rafah, una medida a la que accedió como parte de su papel en el acuerdo de alto el fuego en su ataque de 2014. Se ha abandonado el puerto marítimo de Gaza, acordado por Bruselas en 2014.
La comisión de las Naciones Unidas que mencioné antes (su nombre completo es Comisión Económica y Social de las Naciones Unidas para Asia Occidental) describió a Israel como, y cito, “diseñado para servir al propósito principal” de la discriminación racial.
Millones de personas lo entienden. Lo que los gobiernos de Londres, Washington, Bruselas y Tel Aviv no pueden controlar es que la humanidad de a pie está cambiando como quizás que nunca lo haya hecho antes.
La gente se está moviendo en todas partes y, en mi opinión, es más consciente que nunca. Algunas personas ya están en una revuelta abierta. La atrocidad de la Torre Grenfell en Londres ha hecho que las comunidades se unan en una vehemente resistencia que es casi nacional.
Gracias a una campaña popular el poder judicial está hoy examinando las pruebas de un posible juicio a Tony Blair por crímenes de guerra. Aunque fracase, es un acontecimiento fundamental que echa abajo otra barrera más entre el público y su reconocimiento de la voraz naturaleza de los crímenes del poder estatal, el desprecio sistemático por la humanidad perpetrado en Iraq, en la Torre Grenfell, en Palestina. Estos son los puntos que están a la espera de que se unan.
Durante la mayor parte del siglo XXI el fraude del poder corporativo presentado como la democracia ha dependido de la propaganda de distracción, se ha basado en gran parte en un culto al “yoísmo” diseñado para desorientar nuestro sentido de mirar hacia los demás, de actuar juntos, de justicia social y de internacionalismo.
La clase, el género y la raza fueron separados. Lo personal se convirtió en lo político y los medios en el mensaje. La promoción del privilegio burgués fue presentada como una política “progresista”. No lo era. Nunca lo es. Es la promoción del privilegio y del poder.
El internacionalismo ha encontrado una vasta audiencia entre los jóvenes. Vean el apoyo a Jeremy Corbyn y la recepción que recibió el circo del G20 en Hamburgo. Al entender la verdad y los imperativos del internacionalismo, y al rechazar el colonialismo entendemos la lucha de Palestina.
Mandela lo dijo de esta manera: “Sabemos demasiado bien que nuestra libertad es incompleta sin la libertad de los palestinos”.
En el centro de Oriente Próximo está la injusticia histórica en Palestina. Hasta que se resuelva y los palestinos tenga su libertad y su patria, e israelíes y palestinos sean iguales ante la ley no habrá paz en la zona o quizá en ninguna parte.
Lo que Mandela decía es que la propia libertad es precaria mientras unos gobiernos poderosos puedan negar la justicia a otros, aterrorizar a otros, encarcelar y asesinar a otros en nuestro nombre. Sin lugar a dudas Israel comprende la amenaza de que un día esto pueda tener que ser normal.
Por eso su embajador en Gran Bretaña es Mark Regev, bien conocido de los periodistas como propagandista profesional y por eso se permitió el “enorme engaño” de las acusaciones de antisemitismo, como lo llamó Ilan Pappet, para crispar al Partido Laborista y minar a Jeremy Corbyn como líder. Lo importante es que no lo consiguió.
Los acontecimientos se suceden rápidamente ahora. La notable campaña de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) está teniendo éxito día tras día; ciudades y pueblos, sindicatos y organismos juveniles se están adhiriendo a la campaña. El intento del gobierno británico de impedir a los ayuntamientos aplicar el BDS ha fracasado en los tribunales.
Esto no son indicios. Cuando los palestinos se vuelvan a alzar, como se alzarán, puede que no tengan éxito al principio, pero lo tendrán finalmente si nosotros entendemos que ellos son nosotros y que nosotros somos ellos.
Este artículo es una versión abreviada del discurso de John Pilger en la Exposición Palestina de Londres el 8 de julio de 2017.
Counterpunch. Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos. Extractado por La Haine