Rebelarnos, ser mejores
Habría que empezar a dejar de ver al chavismo simplemente como una parcialidad política. El chavismo es un sujeto político, que es una cosa muy distinta. El mismo proceso de subjetivación del chavismo consistió, entre otras cosas, en exorcizar la humillación histórica de la que siempre fue víctima por parte de las elites. La médula de lo que hoy constituye el chavismo es esa parte mayoritaria de la sociedad venezolana que siempre fue invisibilizada, excluida, explotada
Veinticuatro años después de la gesta patriótica del 4F, es oportuno traer a la memoria la figura de Kléber Ramírez, poco conocida para las nuevas generaciones, aun cuando desempeñó un papel de primer orden en los inicios de la revolución bolivariana.
A mediados de noviembre de 1991, cuenta el mismo Ramírez en el prólogo de su “Historia documental del 4 de Febrero”, “en una reunión presidida por el comandante Hugo Rafael Chávez Frías con un grupo de civiles… se decidió crear una comisión redactora de los documentos fundamentales para la instalación del nuevo gobierno”. Ramírez recibió la encomienda de encabezar tal comisión.
Apenas un par de meses antes había terminado de redactar su “Programa general para el nacimiento de una nueva Venezuela”. Se trataba de un documento escrito al calor de los preparativos de la rebelión. Hacía un año que mantenía estrecho contacto con los líderes del movimiento, lo que le permitía estar al tanto de lo que estaba por acontecer. Eventualmente, imaginaba su autor, el “Programa” contribuiría a legitimar, en el plano de las ideas, y en el campo civil, la insurgencia de los militares bolivarianos.
La comisión definida en noviembre de 1991 no funcionó, y todo el peso recayó sobre Ramírez. En la medida en que los redactaba, los borradores circulaban entre los comandantes y algunas otras personas, recibía las observaciones y hacía las respectivas correcciones. Al final, había redactado el “Acta constitutiva del Gobierno de Emergencia Nacional” (lo primero que hubieran leído los militares rebeldes en caso de haber resultado victoriosos), dos comunicados y veinticuatro decretos.
Existe una clara relación de continuidad entre el “Programa” de septiembre de 1991 y los documentos que produjera la “comisión” meses más tarde. No es difícil inferir la comunión de ideas entre los comandantes bolivarianos y Kléber Ramírez.
En el “Programa” pueden identificarse unas cuantas claves para descifrar el enigma de nuestra economía dependiente, así como verificarse la importancia estratégica que, desde el inicio, los bolivarianos le atribuían a lo comunal. Sólo por estas dos razones se trata de un documento sobre el que habría que volver con frecuencia, revisarlo con detenimiento, hacer balance de lo hecho y lo que está por hacer, y acometer la correspondiente tarea de actualización.
Pero hay un tercer asunto que destaca, y que resulta tan importante, tan definitorio, como la economía o la Comuna: la ética.
Al momento de definir las “características primordiales del nuevo Estado”, Ramírez puntualiza: “El nuevo Estado orientará la sociedad hacia la liquidación de su actual base ética de ‘ser poderoso’ por una nueva ética fundamentada en el principio de ‘ser mejor’, cuyo resultado será un ciudadano veraz y responsable. Además, para lograr un ciudadano y una sociedad crítica, el conocimiento debe fundamentarse en la dilucidación del porqué de las cosas”.
Más adelante, en el aparte en que perfila la orientación estratégica de la educación en el nuevo Estado, plantea que ésta debe estar al servicio de la producción de “ciudadanos aptos para la vida, para el ejercicio de la democracia, críticos y solidarios, con imaginación creadora, y en donde el venezolano afiance las bases de una nueva ética para nuestra sociedad: la del ciudadano que se preocupe por ser cada vez mejor, que se sienta orgulloso de saber que la actividad que con honestidad realiza a diario contribuye a fortalecer nuestro gentilicio, y así poder derrotar la grotesca aspiración de servirse de la educación para escalar posiciones donde lucrase más y más pronto, modo en que la corrupción irrumpió en el sistema educativo”.
En la medida en que la construcción del nuevo Estado es una tarea no sólo inacabada, sino en algunos aspectos incipiente, debiendo sortear en muchos terrenos infinidad de obstáculos, incluyendo los vicios del viejo Estado, la férrea oposición de las fuerzas contrarias a la revolución y nuestros propios errores, pareciéramos muy lejos de alcanzar un estadio en el que predomine la “nueva ética” propuesta por Kléber Ramírez y los bolivarianos. Sin embargo, ésta me parece una lectura del todo errada, con peligrosas implicaciones.
Desconocer las profundas transformaciones que ha experimentado y protagonizado el pueblo venezolano en el campo de la ética, así como en el resto de los campos, antes y durante la revolución bolivariana, es una vía expedita a la derrota. Desconocimiento que equivale, además, a un penoso autoengaño, en tanto que nos ubica en una posición de debilidad que no se corresponde, en lo absoluto, con la actual correlación de fuerzas.
Si la intelectualidad, las universidades, las Academias, la prensa y el resto de los medios de masas, de todos los signos políticos, han sido incapaces de registrar estas transformaciones, si no han mostrado ningún interés en hacerlo e, incluso, si han omitido su análisis de manera deliberada, la responsabilidad no puede recaer en el pueblo venezolano.
Éste no es un problema exclusivo de la nación venezolana. Todos los países alguna vez colonizados han debido derrotar a las fuerzas que impiden la conformación de una conciencia nacional. Entre nosotros, queda muchísimo por hacer en esta materia.
Seguiremos insistiendo en el hecho de que uno de los propósitos manifiestos de la brutal guerra económica que pesa sobre el pueblo venezolano es destruir las reglas de sociabilidad que muy laboriosamente construyó el chavismo durante las últimas dos décadas.
Habría que empezar a dejar de ver al chavismo simplemente como una parcialidad política. El chavismo es un sujeto político, que es una cosa muy distinta. El mismo proceso de subjetivación del chavismo consistió, entre otras cosas, en exorcizar la humillación histórica de la que siempre fue víctima por parte de las elites. La médula de lo que hoy constituye el chavismo es esa parte mayoritaria de la sociedad venezolana que siempre fue invisibilizada, excluida, explotada. La “barbarie” de todas las épocas comienza a reconocerse en su humanidad, en su condición de sujeto político, una vez que insurge el chavismo. Su existencia misma supone, por supuesto, un cuestionamiento radical de todos los valores de las clases medias y altas, agentes “modernizadores” que monopolizaron los “derechos ciudadanos”, que reclamaron históricamente sus derechos particulares hablando en nombre de los derechos generales de la población. En el acto de constituirse en sujeto político, la mayoría del pueblo venezolano recuperó su dignidad perdida o la experimentó por primera vez.
Durante la revolución bolivariana, nunca antes de la guerra económica la población venezolana conoció la humillación que supone, específicamente, el conjunto inenarrable de penurias por las que debe atravesar para comprar alimentos. Las colas, que funcionarios irresponsables prometieron acabar en el corto plazo, y en las que algunos indolentes sólo son capaces de ver “bachaqueros”, se han convertido en una fuente permanente de hartazgo popular. Son contados los que, cercanos a la sensibilidad popular, pueden identificar las infinitas expresiones de solidaridad, características de los grupos humanos que padecen situaciones-límite.
Un porcentaje muy pequeño del propio chavismo, fundamentalmente proveniente de la clase media, y cuyo grado de filiación política es directamente proporcional a sus niveles de bienestar material, ha respondido con la recreación del discurso sobre la “viveza criolla”, de impronta profundamente conservadora, en tanto que denota prejuicios muy arraigados sobre las clases populares, asociadas históricamente con la inmoralidad, la ignorancia, la flojera o la trampa. Este discurso, que lejos de contribuir a la comprensión de los problemas agudiza el malestar, suele estar acompañado de una permanente denuncia de la pasividad gubernamental, que casi siempre disimula la propia pasividad, fenómeno por cierto reñido con la cultura política chavista.
Mientras tanto, el grueso del chavismo, parte del cual se multiplicó en asambleas populares los días inmediatamente posteriores al 6D, permanece a la expectativa, observando y evaluando los movimientos de los distintos actores políticos, siguiendo con atención las decisiones que, cautelosamente, comienza a tomar el presidente Maduro, sumándose desde ya, por ejemplo, a muchas de las iniciativas productivas a pequeña escala, celebrando las detenciones de funcionarios corruptos, etc. Se trata de una fuerza que representa, en el momento más difícil por el que haya atravesado la revolución bolivariana, más del 40 por ciento del electorado, una fuerza descomunal, sin precedentes, si tomamos como referencia la fuerza que alguna vez lograron acumular los partidos de izquierda.
El chavismo de comienzos de 2016 es una fuerza que ha resistido, de manera heroica, el mayor atentado que haya sufrido la economía nacional en toda su historia. Es un sujeto leal, disciplinado. Que cree fervientemente en la democracia, que siente orgullo de vivir en este tiempo y lugar, solidario, profundamente crítico. Después de todo, su proceder, su cultura política, su universo de valores, se asemejan bastante a lo que Kléber Ramírez y los comandantes bolivarianos imaginaban como “nueva ética”.
¿Hasta cuándo será capaz el chavismo de fungir como fuerza contenedora de la violencia que promueven las fuerzas contrarias a la revolución? Está por verse.
Mientras tanto, y para concluir, no está de más puntualizar que el chavismo es una fuerza que confía en la orientación popular de su gobierno, y específicamente en la figura de Nicolás Maduro. Respecto de las decisiones que estén por tomarse, fundamentalmente en el campo económico, lo que corresponde es confiar en la conciencia popular. Y no olvidar nunca, bajo ninguna circunstancia, que las revoluciones que vacilan están condenadas al fracaso. La oligarquía tiene que pagar tanto daño hecho al pueblo.
Éste es un pueblo que desea luchar. Hasta las últimas consecuencias.