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Pese a que alimentan a la mayoría de la población mundial, con mejor calidad y con la menor cantidad de recursos, las políticas oficiales en casi todo el mundo se dirigen a terminar con la vida campesina. La alimentación es apenas una de las muchas funciones vitales para la sociedad que nos aportan las y los campesinos.
México tiene una situación única, conquista de la Revolución Mexicana de 1910: más de la mitad de su territorio está bajo formas colectivas de propiedad de la tierra, en 2 mil 360 comunidades agrarias y más de 29 mil 500 ejidos, que tienen cerca del 60 por ciento de bosques y tierras de cultivo. No se trata solamente de productores agrícolas o forestales, son formas de vida que integran una totalidad económica, social, cultural y política.
El encono contra los campesinos e indígenas se manifiesta en México en una mezcla surreal de políticas adversas, programas asistencialistas y clientelares, crímenes como el de Ayotzinapa, represión y negación, que lleva varias décadas. Pero ante todo ello, con asombrosa terquedad y una creatividad que los poderosos no consiguen descifrar, persisten las resistencias y más allá: la afirmación de identidades, de la comunalidad y los bienes comunes.
Uno de los ataques más graves se desató en 2014 con la aprobación de la reforma constitucional para privatizar la energía y su séquito de leyes secundarias, que entre otros atropellos, legalizó el despojo de la tierra en propiedad social y profundizó el saqueo del agua a favor de empresas trasnacionales petroleras, mineras y otras. Para entender el tema, sus alcances y posibles defensas, el Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (Ceccam) y Grain, acaban de publicar el folleto Reformas energéticas, despojo y defensa de la propiedad social de la tierra, disponible en www.ceccam.org y www.grain.org . Es un documento de la serie Sembrando viento, cuya característica es el manejo riguroso de la información con un formato popular, incluyendo un periódico mural.
Con la reforma energética, el gobierno y legisladores abrieron las compuertas para entregar al capital trasnacional riquezas naturales (gas, petróleo, electricidad, agua y minería) e infraestructura para extraerlas, que juntas representan más de 50 por ciento del producto interno bruto. Como resume el documento, pese a que formalmente lo niegan, el paquete de reformas terminó de facto con la custodia estatal de los bienes de la Nación y con el concepto mismo de propiedad originaria de la nación, una innovación del constitucionalismo mexicano que ha sido clave en la defensa de los derechos territoriales de pueblos y comunidades.
Ya se había tratado de privatizar la propiedad social de la tierra desde 1992, con la reforma del artículo 27 constitucional y la aplicación posterior del programa Procede (Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos), patrocinado por el Banco Mundial. Según la investigación de Ana de Ita, al condicionar la certificación de la tierra a la entrega de apoyos y diversos trámites, la mayoría de los ejidos tuvieron que entrar en el programa, pero casi tres cuartas partes lo hicieron certificando la propiedad de la tierra en forma colectiva. Solamente en la superficie equivalente a un 4.4 por ciento de la tierra en propiedad social, se hizo todo el proceso para ejercer la propiedad individual y potencialmente entrar en el mercado de tierras. Paralelamente, y al contrario de lo que pretendía el gobierno, en la pasada década y por acción de los propios campesinos, el régimen y la superficie de tierra en propiedad social incluso aumentó.
La intención de las sucesivas reformas y programas era terminar con el carácter inalienable, inembargable e imprescriptible de la propiedad social, para convertir la tierra en mercancía, en meros bienes raíces o inmuebles, despojándola de paso del entramado concreto y simbólico que siempre ha sido, para destruir la relación de las comunidades con su territorio, base fundamental de la subsistencia, la reproducción social y la continuidad civilizatoria de los pueblos.
Las leyes secundarias legalizaron el establecimiento de servidumbres energéticas de cualquier terreno que contenga potencial para extraer hidrocarburos, electricidad, minerales y agua, declarando prioritaria ese tipo de explotación sobre cualquier otra actividad. En forma absurda, declararon esas actividades como de orden público (irrenunciables para el interés social) y de utilidad pública (con fines de beneficio general), pese a que estarán en manos de trasnacionales que buscan la explotación para lucro y fines privados y que así sabotearán el uso agrícola, alimentario y forestal, su vocación más necesaria, concreta y útil de muchas maneras.
A esto se le agregaron figuras como ocupación temporal y superficial, también absurdas, porque la tierra devuelta luego de décadas de explotación energética estará devastada e inservible, aunque se pague alguna mínima compensación.
El gobierno pretende matar dos pájaros de un tiro: abrir el mercado a las trasnacionales de la energía y al mismo tiempo terminar con las trabas para privatizar la tierra y librarse de las comunidades y ejidos.
Buscan crear divisiones, dirigiéndose a los ocupantes de las parcelas que quieren explotar, no a la colectividad. Por ello es fundamental que ejidos y comunidades reafirmen su derecho al consentimiento previo, libre e informado, no sólo a consulta, cuyo resultado puede manipularse. Pero sobre todo, destacan en el documento, las comunidades se preparan a reafirmar la asamblea, la capacidad colectiva para defenderse, desde mantener sus propias semillas a fortalecer estatutos comunitarios que puedan usarse contra estos nuevos ataques.
* Investigadora del Grupo ETC
La Jornada