Sentido de los comunes: para no desandar el rumbo estratégico
Existe un cierto tipo de funcionario muy dado a la idea de que esta revolución, durante demasiado tiempo, “despilfarró” el dinero en su afán porque las clases populares se alimentaran más y mejor.
No me refiero a la preocupación genuina por adecuar oportunamente los precios y garantizar mínimos razonables de rentabilidad, de manera de hacer viable el propósito de disputarle a la oligarquía el control de la economía nacional, y ya no sólo de la fuente principal de la renta: el petróleo.
Me refiero al funcionariado que le tiene pavor a los controles (de precios), en general es reacio a los subsidios (de los alimentos); se siente cómodo negociando con los actores económicos que le garanticen cuotas satisfactorias de producción, es decir, con los grandes empresarios, sin preguntarse un solo segundo cómo producen y a qué precio (político, social, cultural).
Es un funcionariado que siente una muy profunda desconfianza por toda forma de organización popular: está absolutamente convencido de que los recursos que el gobierno nacional entrega a consejos comunales y Comunas es dinero perdido. Cuando tiene oportunidad, le apuesta de manera deliberada al debilitamiento de estas formas de organización, financiándolas con fines clientelares, suscitando la división en el seno del pueblo.
Entre uno y otro: poderoso grupo económico o pueblo organizado, se inclina siempre por el primero, excusándose en la imperiosa necesidad de “producir” y en la supuesta “incapacidad” del segundo para hacerlo. No le interesa sino hacer viable la reproducción del actual estado de cosas. El tipo de discusiones planteadas aquí le parece una absoluta pérdida de tiempo. No le quita el sueño el desafío de producir una sociedad más justa e igualitaria, y el socialismo le resulta una entelequia a la que eventualmente hay que invocar para seguir haciendo más de lo mismo.
Si por alguna razón es humana o políticamente imposible apartar totalmente a este funcionariado de los espacios de decisión, no podemos permitirnos dejar de hacer lo que sea necesario para mantenerlo a raya.
Asediado por los cuatro costados, sometido a chantajes y provocaciones de toda índole, resistiendo como pocos lo han hecho, con ganas de pelear, difícilmente el pueblo venezolano sea capaz de tolerar que decisiones tan sensibles como las que conciernen al campo económico se tomen a puertas cerradas. Todo tiene un límite.
Por eso es tan importante, tan impostergable, tan fundamental, que se informe, si ya no oportunamente, al menos suficientemente, por ejemplo:
1) en qué consisten los acuerdos firmados recientemente por nuestro gobierno con transnacionales (Procter & Gamble, Pfizer, etc.) y empresas nacionales (Consorcio Oleaginoso Portuguesa, Papeles de Venezuela, etc.), sus implicaciones en materia de adecuación de precios, y los criterios a partir de los cuales se están calculando las respectivas estructuras de costos; todo lo cual, en el marco de la activación de los motores de la Agenda Económica Bolivariana;
2) de qué manera se estableció la estructura de costos de los alimentos y productos cuyos precios han sido adecuados recientemente (la mayoría por encima del 1000 por ciento);
3) qué criterio se empleó para aumentar la maquinaria agrícola (Belarus, John Deere, Massey Ferguson, Kuhn) que vende Agropatria entre 460 y 1789 por ciento;
4) qué tipo de acuerdos se establecieron con los actores del sector Banca y Finanzas, durante reunión del 25 de mayo de 2016;
5) en qué consiste la “revolución tributaria” anunciada por el Presidente Maduro en su alocución del 17 de febrero de 2016.
Son muchas más las preguntas que podrían hacerse, lo que no necesariamente habla de la perspicacia popular o de su espíritu inquieto, sino de la dificultad para encontrarle sentido al menos a una parte de las medidas económicas que se han venido implementando.
Sería lamentable, por decir lo menos, que se incurriera en el error de interpretar este diagnóstico como demostración de la característica ingenuidad de los radicalismos de todo tiempo y lugar, desconocedores de la importancia del diálogo e, incluso, de la necesidad de dar un paso atrás en momentos de dificultad.
El diálogo no sólo es necesario: es que además debe cualificarse, hasta convertirlo en un ejercicio de pedagogía permanente, incorporando activamente al pueblo venezolano en la discusión sobre la orientación que debe seguir la política económica, específicamente. Para lograrlo, habrá que evitar, en la medida de lo posible, los diálogos de sordos que se dan en espacios controlados por la burocracia política que, con la cortedad de miras que le distingue, está siempre ocupada disputándose pequeñas cuotas de poder.
Respecto de los retrocesos, pues para nadie es un secreto la avanzada que, a costa del sufrimiento popular, ha protagonizado el antichavismo, muchas veces capitalizando nuestros propios errores. Pero una cosa es una concesión táctica y otra muy distinta es desandar el rumbo estratégico.
Cuando se sugiere, por ejemplo, que es necesario aumentar los precios de los alimentos y de otros productos para que las transnacionales decidan producir y, eventualmente, la rapaz burguesía comercial importadora levante el asedio contra el pueblo venezolano, se está desandando el rumbo estratégico. No sólo se está cediendo al chantaje, lo que ya de por sí es inaceptable, sino que se está sembrando la confusión en filas populares; se está subestimando la capacidad de leer el momento histórico que tiene un pueblo que se politizó con Hugo Chávez.
Cuando incurrimos en el despropósito de creer, ahora sí ingenuamente, que vamos a superar el “rentismo” y, más aún, garantizar la continuidad de la democracia bolivariana, negociando con banqueros y grandes terratenientes, estamos desandando el rumbo estratégico.
Cuando vivimos de la ilusión de superar este difícil trance histórico haciendo cosa distinta de obligar a la oligarquía a pagar los efectos de la “crisis”, estamos desandando el rumbo histórico.
Cuando se hace balance y se concluye que lo que ocurrió durante los primeros tres lustros de este siglo no fue un épico proceso de reivindicación histórica de las clases populares, sino principalmente la entronización de prácticas perniciosas o demagógicas como el consumismo o el despilfarro, estamos desandando el rumbo estratégico. En todo caso, son los burócratas de la política, muy dados al clientelismo, y los “nuevos ricos”, los que tienen que rendir cuentas.
Cuando se impone la perspectiva “técnica” o “pragmática” en el manejo de los recursos del Estado, de acuerdo al imperativo de que cualquier consideración política es secundaria, estamos desandando el rumbo estratégico. A los “pragmáticos” les haría muy bien el brutal pragmatismo de una cola para comprar productos regulados, a ver si nos vamos entendiendo.
Cuando se impone la idea de que podemos gobernar ignorando el imperativo ético de hacerlo, en primer lugar, pensando en las penurias de nuestro pueblo más pobre, al que no le alcanza el dinero para alimentarse dignamente, estamos desandando el rumbo estratégico.
Cuando se gobierna desde la desconfianza permanente a toda forma de organización popular, dejando para pasado mañana la tarea de promover el autogobierno popular, estamos desandando el rumbo estratégico.
El horizonte estratégico está allí para orientarnos. Millones de ciudadanos que continúan haciendo todo lo posible por no vacilar, tienen todo el derecho de exigir que no nos extraviemos.