La estimulante contingencia

x Alizia Stürtze - Historiadora

A la pregunta de qué destacaría del Dios creador, el recién fallecido paleontólogo Stephen Jay Gould contestaba con su lúcida ironía que su indudable amor por los insectos, dada la impresionante variedad de especies existente. En otro lugar, imaginaba que las bacterias nos ven como enormes montañas repletas de filones a explotar. Con estas metáforas pretendía relativizar nuestra arrogancia de seres humanos «superiores». Aunque nos dejen creer lo contrario, afirmaba, son las bacterias quienes dominan el mundo: están aquí desde mucho antes que nosotros, nos sobrevivirán y prosperan en los espacios más increíbles.

La historia de la vida en la tierra es pura contingencia, es una experiencia irrepetible; es una película que, si rebobináramos, sería completamente diferente. La evolución es impredecible; sólo se le encuentra explicación desde la luz de la historia. Los humanos no debemos nuestra existencia a un plan preestablecido; somos un epifenómeno de la evolución, un producto del azar, de la combinación casual de una serie de circunstancias, entre las que se incluyen brutales extinciones en masa, de la última de las cuales, la causada por el asteroide que produjo la extinción de los dinosaurios, somos los beneficiarios más inmediatos, ya que le sobrevivieron los mamíferos. Así, el curso de las cosas es radicalmente imprevisible; nada se produce fatal ni mecánicamente. Desde nuestra escala temporal humana, existe, y esto es lo hermoso y estimulante, una libertad esencial. Nuestra historia no está gobernada por las leyes de la naturaleza; somos libres de dirigirnos en multitud de direcciones posibles.

Como afirma el biólogo Steven Rose, con palabras que evocan las dichas por Marx desde el terreno de la historia, «tenemos capacidad de moldear nuestro propio futuro, pero en circunstancias que no podemos elegir». La contingencia nos hace responsables activos de la construcción histórica. Así, nuestra ética ecológica no debe centrarse en el futuro de la tierra, sino en la calidad de nuestras vidas y de la de las demás especies, que dependen de nuestra voluntad, inteligencia y capacidad de cooperación. Del mismo modo, nuestra ética social y política debe abandonar los uniformizadores y reaccionarios esquemas lineales de un supuesto determinismo histórico de «progreso», y, recuperando las esperanzas y esfuerzos de todos los que han luchado durante siglos por una sociedad más igualitaria, diversa y creativa, retomar la tarea de construir un mundo nuevo.

La vida es maravillosa, porque es única, contingente, arborescente, diversa. Luchemos creativamente porque ni Bush ni Aznar ni otro espantajo nos digan cómo tenemos que vivirla.

 
         
   
 

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