En el régimen de Israel crece un racismo cercano al del nazismo incipiente
A veces intento imaginar como trataríamos de explicar nuestra época al historiador que vivirá dentro de 50 o 100 años. Se preguntará sin duda ¿en qué momento se empezó a entender que Israel, ese país que se constituyó como Estado durante la guerra de independencia de 1948, fundado sobre las ruinas del judaísmo europeo y al precio de la sangre de 1% de su población −entre ellos miles de combatientes sobrevivientes del Genocidio (Shoah)−, se transformó en un monstruo para la población no judía bajo su dominación? ¿Cuándo exactamente los israelíes −por lo menos en parte− entendieron que su crueldad hacia las personas no judías bajo su dominación en los territorios ocupados, su determinación de romper las esperanzas de libertad y de independencia del pueblo palestino, o su rechazo a dar asilo a los refugiados africanos, empezó a quebrantar la legitimidad moral de su existencia nacional?
La respuesta −dirá tal vez el historiador− se encuentra en su germen, en las ideas y acciones de dos importantes diputados de la mayoría: Miki Zohar (Likud) y Bezalel Smotrich (Hogar Judío), fieles representantes de la política gubernamental, recientemente propulsados al primer plano. Pero aún más importante es el hecho de que esta misma ideología se encuentra en la base de las propuestas de ley llamadas «fundamentales», es decir constitucionales, que la ministra de Justicia, Ayelet Shaked −con el asentimiento entusiasta del primer ministro Benyamin Netanyahu− se propone hacer adoptar rápidamente por el Knesset (Parlamento).
Shaked, número dos del partido de la derecha religiosa nacionalista, además de su nacionalismo extremo, representa perfectamente una ideología política según la cual una victoria electoral justifica el control de todos los órganos del Estado y de la vida social, desde la administración a la justicia, pasando por la cultura. En el espíritu de esa derecha, la democracia liberal es un infantilismo. Se concibe fácilmente el significado de ese enfoque para un país de tradición británica que no posee Constitución escrita, sólo reglas de comportamiento y un armado legislativo que puede ser cambiado con una mayoría simple.
El elemento más importante de esta nueva jurisprudencia es una legislación llamada «ley sobre el Estado-nación»: se trata de un acto constitucional nacionalista duro, del que el nacionalismo integrista de otros tiempos como el de Charles Maurras no hubiera renegado, que la señora Le Pen hoy no se atrevería a proponer, y que el nacionalismo autoritario y xenófobo polaco y húngaro acogerían con satisfacción. Se trata de judíos que olvidan que su suerte, desde la Revolución Francesa, está ligada al liberalismo y a los derechos humanos, y que al mismo tiempo generan un nacionalismo en el que se reconocen fácilmente los más duros chovinistas de Europa.
La impotencia de la izquierda
En efecto, esta ley tiene como objetivo abiertamente declarado someter los valores universales de la Ilustración, del liberalismo y de los derechos humanos a los valores particularistas del nacionalismo judío. Obligará al Tribunal Supremo −al que Shaket, de todos modos, hace lo posible por reducirle las prerrogativas y hacer añicos el tradicional carácter liberal, sustituyendo en la medida de lo posible todos los jueces que se jubilan con juristas próximos a ella− a emitir veredictos siempre conformes a la letra y al espíritu de la nueva legislación. Pero la ministra va todavía más lejos: acaba de declarar que los derechos humanos tendrán que sacrificarse ante la necesidad de asegurar una mayoría judía. Pero ningún peligro acecha dicha mayoría en Israel, donde el 80% de la población es judía; por lo tanto, se trata de preparar a la opinión pública para una situación nueva, que se producirá en caso de anexión de los territorios palestinos ocupados (como desea el partido de la ministra): la población no judía quedará sin derecho a voto.
Gracias a la impotencia de la izquierda, esta legislación servirá como primer clavo en el ataúd del antiguo Israel, aquel del que sólo quedará la declaración de independencia como una pieza de museo, para recordar a las generaciones futuras lo que nuestro país hubiera podido ser si nuestra sociedad no se hubiera descompuesto moralmente tras medio siglo de ocupación, colonización y apartheid en los territorios conquistados en 1967, y ahora ocupados por unos 300.000 colonos. Hoy, la izquierda ya no es capaz de enfrentar a un nacionalismo que, en su versión europea, mucho más extrema que la nuestra, casi consiguió aniquilar a los judíos de Europa. Es por eso que conviene que insistamos en leer −en Israel y en todo el mundo judío− las dos entrevistas realizadas por Ravit Hecht para Haaretz (3/12/2016 y 28/10/2017) a Smoritch y Zohar. Se ve cómo crece ante nuestros ojos, no un simple fascismo local, sino un racismo cercano al nazismo en su etapa inicial.
Como cualquier ideología, el racismo alemán también había evolucionado, y en su origen sólo atacó los derechos humanos y cívicos de la población judía. Es posible que sin la Segunda Guerra Mundial, el «problema judío» se hubiera traducido en una migración «voluntaria» de las población judía de los territorios bajo control alemán. Después de todo, prácticamente todos los judíos y judías de Alemania y Austria pudieron salir a tiempo. No se descarta que, para algunos miembros de la derecha, la misma suerte podría presentarse para la población palestina. Sólo habría que esperar la ocasión oportuna; una guerra «buena», por ejemplo, acompañada de una revolución en Jordania, la cual permitiría expulsar hacia el este a la mayor parte de los habitantes de Cisjordania ocupada.
El espectro del apartheid
Los Smotrich y los Zohar, digámoslo, no quieren atacar físicamente a la población palestina, por supuesto si éstas acepta sin resistir la hegemonía judía. Simplemente se niegan a reconocer sus derechos humanos, su derecho a la libertad y a la independencia. En la misma línea, ya en caso de anexión oficial de los territorios ocupados, ellos y sus partidos políticos anuncian sin complejo que negarán a la población palestina la nacionalidad israelí, y por supuesto el derecho a voto. En cuanto a la mayoría hoy en el poder, las y los palestinos están condenados al estatuto de población ocupada para la eternidad.
La razón es simple y claramente enunciada: los árabes no son judíos, por eso no tienen derecho a pretender la propiedad de cualquier parte de la tierra prometida al pueblo judío. Para Smotrich, Shaked y Zohar, un judío de Brooklyn, que tal vez jamás ha pisado esta tierra, es su legítimo dueño; pero el árabe, que nació en ella −al igual que sus antepasados antes que él− es un extranjero cuya presencia únicamente es aceptada por la buena voluntad y humanidad de los judíos. El palestino, nos dice Zohar, «no tiene derecho a la autodeterminación porque no es dueño del suelo. Lo quiero aquí como residente, y eso porque soy honesto: nació aquí, vive aquí, no le diré que se vaya. Lamento decirlo pero [los palestinos] sufren una deficiencia esencial: no nacieron judíos».
Lo que significa que, incluso si los palestinos deciden convertirse (al judaísmo), dejarse crecer los aladares y estudiar la Torá y el Talmud, no les serviría de nada. No más que a los sudaneses y eritreos y a sus hijos, que son israelíes en todos los aspectos –lengua, cultura, socialización. Era lo mismo con los nazis. Después vino el apartheid que, según la mayoría de los «pensadores» de la derecha, podría, con algunas condiciones, aplicarse también a los árabes que son ciudadanos israelíes desde la fundación del Estado. Para nuestra desgracia, muchos de aquellos que tienen vergüenza de esos representantes electos y odian sus ideas, por muchas razones seguirán votando por la derecha.
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Zeev Sternhell, historiador, miembro de la Academia Israelí de Ciencias y Letras, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, especialista en historia del fascismo.
Le Monde. Traducción: Laurent Cohen Medina (editada por María Landi)