Emigrantes ahogados y la implosión de millonarios con apellido
Entraron en nuestra casa sin llamar. No hubo tiempo para reflexionar. Sin saber por qué y cómo. No fueron unos desconocidos. Sus nombres nos han acompañado durante toda una semana. Supimos inmediatamente quiénes eran.
Los medios de comunicación han sido prolíficos en informarnos. Tuvimos conocimiento de su número exacto, cinco, todos hombres, y se llamaban Shahzada y Suleman Dawood, Hamish Harding, Paul-Henri Nargeolet y Stockton Rush. Conocemos sus profesiones, edad, aficiones y destrezas. Sus vidas nos han sido trasmitidas para empatizar con el dolor que produce la muerte.
Asimismo, nos enteramos de que eran gentes de bien. Sus historias han pasado a formar parte del relato. Un problema no identificado hizo que se perdiera su pista. Marina, aviación, servicios de inteligencia de EEUU, Canadá y Europa Occidental unieron sus esfuerzos en una cruzada por encontrarlos. Radares, satélites, drones, en fin, tecnología de última generación se puso al servicio del rescate.
A medida que circulaban las noticias, nos enteramos de las características del submarino, el costo de la expedición y lo exclusivo de la experiencia. El objetivo no era otro que fotografiar y observar los restos del Titanic, ícono de las catástrofes marítimas del siglo XX. Los intrépidos viajeros del abisal marino eran millonarios. Pocos podrían emular su aventura. Sus relatos serían el centro de atención en fiestas, reuniones y tertulias.
Ahora toca pasar el luto. Sus familiares y amigos les lloran amargamente. Todos tienen palabras de reconocimiento. Eran unos valientes, incluido el hijo de Dawood, con 19 años, obligado a subirse por expreso deseo de su padre. Seguramente, sus herederos crearán fundaciones ad hoc a fin de mantener vivo sus nombres. Así, prontamente veremos cómo patrocinarán viajes para emular a los malogrados expedicionarios. En el precio se incorporará el riesgo de no retorno como parte de la experiencia.
A inicios de verano, en Europa, con el mar en calma, el Mediterráneo y sus playas son un reclamo para miles de turistas que toman el sol en tumbonas alquiladas, se recrean en sus paseos marítimos, disfrutan del clima y viven el tiempo de vacaciones, ajenos a un mar que exhala muerte. Sin embargo, desde hace décadas, en medio de un mundo desigual, los países de la OTAN y del primer mundo fomentan políticas xenófobas. Sus gobiernos aplican leyes de extranjería que recuerdan las desarrolladas por el Tercer Reich.
Pese a todos los inconvenientes, a sabiendas de las dificultades, de los riesgos que se corren, muchas personas ponen en peligro sus vidas por un sueño. Buscan un futuro mejor. Pagan dineros a mafias, hipotecan sus pocos bienes y saben que si sus familias no devuelven el préstamo serán un objetivo para sicarios. Ellos huyen de la pobreza, el hambre, las guerras y la desesperanza. Ven el mar como una tabla de salvación. Son ingenuos, no valoran peligros, sólo visualizan la posibilidad de conseguir un trabajo, estudiar, educar a sus hijos, poder vivir dignamente. En definitiva, encontrar un remanso a tanto sufrimiento.
No otra es la causa por la cual se embarcan en una odisea cuyo final, la mayoría de las ocasiones, es morir con los pulmones encharcados de agua. Pero no tienen otra opción, esa es la contrapartida. Si no es por mar, es por tierra. Pero en las fronteras también son perseguidos, expulsados en caliente, como sucedió hace un año en Melilla. Allí los muertos no tienen nombre ni apellido, siguen en la morgue. Son cadáveres que terminarán en fosas comunes. Nadie se responsabiliza. Las víctimas no tienen derechos, ni a ser recuperadas por sus familiares.
En estos días, mientras seguíamos con atención el rescate de los cinco multimillonarios, morían en las aguas del Mediterráneo cientos de personas que no ocupan titulares, salvo por la cantidad. Son pobres, no merecen atención alguna, al fin y al cabo provienen del Sahel. Negros, mujeres, niños o embarazadas. Son personas sin nombre ni apellidos. Así, son adjetivados como sirios, caboverdianos, nigerianos o cameruneses.
Sus vidas son anónimas y sus historias no cotizan en bolsa. Son números que engrosan la lista de los desheredados. Deshumanizados, configuran estadísticas construidas para no asumir responsabilidades. Tampoco se esfuerzan en rescatarlos.
Para los condenados de la tierra no hay medios a su disposición. Ningún gobierno trata de salvarlos, más bien los deja morir. Y cuando logran llegar a las costas o son rescatados por las ONG, los sobrevivientes terminan apiñados en campos de concentración llamados eufemísticamente campamentos o son trasladados a centros de internamiento hasta su repatriación. Se les maltrata, denigra y expulsa.
Son muchos los ejemplos. Italia, España, Turquía, Grecia, Franciam EEUU, no importa el país de la Unión Europea o de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, su política es similar. Hay que dejar que se mueran, así desistirán y se enteran de que no son bienvenidos. Siendo pobres no tienen derecho a vivir. Hasta ahí podíamos llegar.
La Jornada