Hablemos de fascismo
La elección de Jair Bolsonaro a la Presidencia de la República Federativa tiene y tendrá un enorme impacto en Brasil y en toda nuestra región. Es un dato geopolítico, económico y sociológico-cultural que no se puede soslayar.
Numerosos análisis resaltan el carácter fascista del personaje. Sus declaraciones, sus gestos parecen sacados de un manual autoritario, escrito en otras épocas del mundo. Su visceral intolerancia hacia la izquierda, la homosexualidad, los indios, las mujeres, los débiles en general, es característica del espíritu fascista. Su simpatía con dictaduras y torturadores, también.
Sin embargo, el fascismo es una categoría política precisa. Muchas veces en nuestro país fue incorrectamente utilizada por sectores progresistas, para cualquier personaje que resultara desagradable, o demasiado conservador según los parámetros de ese sector.
Pero no cualquier derechista o reaccionario, es fascista. Y Bolsonaro, leído en término de las categorías históricas que caracterizaron al fascismo, no lo es.
Todos los fascismos son anticomunistas. Es una marca de origen, y no es casual. El fascismo nació en una época en la cual había surgido en el mundo un gobierno que había estatizado los medios de producción, repartido la tierra entre los campesinos y pateado el tablero de las relaciones internacionales. El orden burgués global fue cuestionado en una forma desconocida desde la Revolución Francesa y las viejas formas y prácticas políticas conservadoras aristocráticas no servían para enfrentar un fenómeno que amenazaba con expandirse universalmente. Dada la incapacidad del liberalismo para interpelar a las masas, surgió como respuesta con fuerza creciente el fascismo, y el caso paradigmático fue el italiano. El rechazo social a la radicalización política no fue solo de los sectores amenazados por la expropiación de los medios de producción, sino también de importantes franjas de capas medias, sectores rurales e incluso pobres que percibieron con temor y desconfianza otras características específicas del comunismo inicial.
El fascismo y su liderazgo encabezado por Mussolini supo interpretar esos intereses amenazados y esos sentimientos de fuerte intensidad, retomando incluso algunas banderas de la izquierda y resignificándolas contra ella. La movilización de masas, la apelación a un nuevo orden que recuperara la grandeza nacional, fueron parte de lo que el fascismo supo proponer a la sociedad italiana. Conjuntamente, por supuesto, con fuertes dosis de violencia y persecución a sus enemigos ideológicos, y progresivo estrangulamiento de las libertades civiles.
En el caso italiano, el fascismo adoptó, en lo económico, ciertas características distintivas: fuertemente estatista e intervencionista, promotor del poderío nacional (que no sólo se definía en términos de conquistas territoriales, sino en la ampliación de la potencia productiva industrial italiana) y en muchos aspectos modernizador de viejas estructuras productivas provenientes de épocas pretéritas. No menos nacionalista era el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores (NSDAP) de Adolf Hitler. Si bien sus rasgos más espectaculares fueron el militarismo expansionista y el genocidio de millones de habitantes europeos, el proyecto imperialista hitleriano reflejaba ciertos objetivos de la burguesía alemana, que ya había superado en poderío a la inglesa y que se encontraba constreñida, para posteriores expansiones en su proceso de acumulación, por las limitaciones geográficas y de acceso a fuentes de aprovisionamiento. A ningún militar alemán se le escapaba que la viabilidad de la expansión colonial hacia el Este europeo no podía reposar sino en el formidable poderío y capacidad de la industria alemana, que a su vez requería nueva conquistas territoriales para estar en condiciones de rivalizar con el poderío norteamericano.
A pesar de lo modesto del ejemplo, el franquismo también fue estatista, porque compartió con el resto de los fascismos los elementos de fuerte intervención económica y protección estatal que los marcaron de nacimiento porque su razón de ser era bloquear el ascenso del comunismo, dado el derrumbe de mundo liberal.
¿Alcanza con una disposición violenta, autoritaria o directamente criminal para definir una política como fascista? No. La dictadura cívico militar encabezada por el dictador Videla, que cumplía con varios requisitos en materia de criminalidad fascista, es incomparable con el fascismo histórico, porque reposó en el terror y desmovilización de las masas y en la entrega de la economía a un proyecto de destrucción del aparato productivo nacional y de subordinación externa al capital financiero.
En un mundo sin “peligro comunista”, hay que entender que la extemporánea obsesión de Bolsonaro con el comunismo inexistente del PT tiene fines políticos completamente actuales.
Apunta a arrinconar violentamente y con un discurso básicamente irracional al reformismo social realmente existente, junto con las reservas de soberanismo y los remanentes del espíritu desarrollista que existen en la sociedad brasileña. Viejas y nuevas técnicas de persecución ideológica se pondrán en juego usando el estigma de “ladrones y comunistas” extensible desde el PT hacia todo el Brasil popular.
La reivindicación de las Fuerzas Armadas brasileñas tiene dimensiones más complejas: el fin de la dictadura militar coincidió allí con el debilitamiento del impulso desarrollista y con la irrupción de la ideología de mercado, que fue limando el progreso brasileño. Las Fuerzas Armadas concluyeron ordenadamente su dictadura, habiendo asesinado a mucha menos gente que las argentinas y pudiendo mostrar éxitos claros en la expansión productiva del país. Esta imagen pública menos dañada se combina con la sensación real de inseguridad que vive una parte de la población brasileña que no debería ser desdeñada, dado que la persistencia de amplios espacios de pobreza y marginalidad no pudo ser resuelta por el gobierno petista, y fue rápidamente expandida en los últimos cuatro años de profundización económica neoliberal.
Si bien la asociación entre presencia de las Fuerzas Armadas en el ámbito público y la mejora de la seguridad ciudadana es una superficialidad y un mito, la carencia de respuestas políticas alternativas y comprensibles abre espacio a ese tipo de asociaciones autoritarias.
¿Fascismo en la periferia?
¿Tiene algún sentido pensar en la viabilidad del fascismo en la periferia a esta altura del proceso de globalización?
Nuestra región latinoamericana hace décadas que está inserta en un proceso global que va debilitando las capacidades regulatorias nacionales, que arrebata las grandes empresas al Estado y al capital local, y que va incorporando en las propias legislaciones nacionales las demandas desregulatorias provenientes de los países centrales. Ese prolongado proceso desintegra el entramado productivo y profundiza la dependencia económica, tecnológica y financiera. Es además una región cuya configuración ideológica se ha ido deslizando desde el nacionalismo desarrollista de la posguerra hacia el neoliberalismo mitómano de la actualidad. Cabe aclarar que no todas las élites gobernantes en la periferia han seguido la misma trayectoria ideológica.
La irrupción de procesos políticos como el que fue encabezado por el PT o por el kirchnerismo en la Argentina ha sido una reacción vital de la sociedad frente a un devenir marginalizante y subdesarrollante del modelo neoliberal que se impulsa desde los centros para nuestra región. Sin embargo, estos esfuerzos para revertir fuertes tendencias del capitalismo global no fueron suficientes en ese momento para poner en pie un modelo alternativo estable.
¿Fascismo sin nacionalismo, nacionalismo sin economía?
Bolsonaro ya ha dado señales muy claras de su orientación económica complementada por su visión de las relaciones internacionales que debe mantener Brasil. Y es completamente coherente.
La sola designación de Pablo Guedes, representante de las finanzas internacionales, como máxima autoridad económica que concentrará los ministerios claves del área, muestra una orientación marcadamente neoliberal. La propuesta de “privatizar todo” constituye una típica propuesta fundamentalista de mercado que apunta a satisfacer apetitos de apropiación de bienes ya existentes por actores corporativos externos. Brasil posee aún importantes empresas públicas y privadas y grandes reservas petroleras, deseadas por fuertes intereses de países centrales.
El PT se negó a avanzar en esa dirección y por lo tanto constituyó un obstáculo político a ser desplazado. A la propia Dilma Rousseff, que ya había perdido el rumbo económico progresista al designar al neoliberal Joaquim Levy como Ministro de Economía, le fue sugerido el nombre de Guedes para reemplazarlo. El lobby de las finanzas y las multinacionales no tiene problemas con ninguna formación política que acepte aplicar sus propuestas de auto-enriquecimiento. Los políticos fenecen, las posiciones dominantes en los mercados quedan.
También el futuro presidente de Brasil ha afirmado su voluntad de reorientar la política exterior para abandonar visiones “ideológicas”. En ese vuelco caen espacios tan interesantes como los BRICS, el MERCOSUR, África y todos los emprendimientos que laboriosamente ha tejido la diplomacia del país para lograr una amplia proyección global. Mencionó que quiere fortalecer los vínculos con potencias que puedan “proveer de tecnología” a su país. Eso ya preanuncia un peligro severo para los valiosos científicos e investigadores brasileños, pero es típico y característico del neoliberalismo periférico latinoamericano: la tecnología –si hace falta— se compra afuera, y en el Norte. Su anunciada gira internacional por Chile, Estados Unidos e Israel revela una marcada preferencia por la alineación con un modelo neoliberal dependiente en lo económico y pro-norteamericano en lo geoestratégico.
Dos almas neocoloniales gemelas
En medio de la grave crisis cambiaria del segundo trimestre, el presidente Macri ofreció una conferencia de prensa en la que, para generar entusiasmo, señaló las áreas económicas que harían progresar a la Argentina: petróleo, gas, minería, agro, turismo. La ausencia de las actividades que caracterizan al desarrollo de los países centrales es manifiesta y no casual.
Jair Bolsonaro, en sus primeras manifestaciones para referirse a la grandeza productiva de Brasil, habló de la minería, el agua, la biodiversidad, el turismo. No podría resumirse mejor la mirada del mundo central, y de los intereses multinacionales, sobre las características de la región: recursos naturales complementarios con sus necesidades productivas manufactureras.
No hay un gramo de confrontación entre el proyecto macrista y bolsonarista con el orden neoliberal globalizador, lo que se encuentra en las antípodas de las burguesías fascistas del siglo XX, dispuestas a sostener un enfrentamiento con el orden mundial para ampliar su espacio de poder. Al contrario, Macri y Bolsonaro son la introyección de los intereses del mundo central en estas regiones de la periferia global, y la aplicación de las políticas necesarias para desmontar todas las capacidades que constituyen el fundamento de la soberanía nacional.
El entusiasmo de connotados neoliberales locales con la llegada de Bolsonaro es notable. Muchos entienden que los cambios neoliberales aún pendientes –más privatización, más extranjerización, menos restricciones sociales o ambientales a las ganancias empresarias, evaporación de la legislación social protectora—, dadas las trabas sociales aún persistentes, deben ser emprendidas a las patadas. Es decir, como hay resistencia, debe usarse la violencia estatal para imponer la reforma neoliberal. La convergencia con las formas semi-dictatoriales es obvia. Pero si el estilo puede cambiar, el fin es el de siempre: subordinar y condicionar la región a las necesidades del orden global, hoy articulado con las claudicantes élites periféricas asociadas.
Conclusión
El fascismo en las naciones centrales era nacionalista, en tanto expresaba, conjuntamente con el objetivo de la derrota del comunismo, a burguesías con una meta que concebía una proyección nacional ampliada en el orden mundial.
El estilo fascista de gobernantes semicoloniales, en cambio, conjuntamente con la voluntad de aplastar al reformismo social local –incluso destruyendo o vaciando las instituciones del liberalismo político—, busca profundizar la condición periférica y subordinada de nuestros países, volviendo inviable, precisamente, cualquier proyecto nacional. Decir que Bolsonaro, o sus imitadores locales, no son fascistas, no es un halago. Por el contrario. Hay cosas aún peores que ser un simple pistolero antizquierdista.
elcohetealaluna.com