No es fácil deslindar la figura pública de los escritores y otras figuras del mundo del arte o del pensamiento, y sus obras; las simpatías y las antipatías pueden ser factores influyentes a la hora de acercarse a ciertos autores y a sus obras., o dejar de hacerlo, por causas supuestamente ajenas al quehacer artístico. No es cosa de pasar lista pero en el campo de la escritura están los Louis-Ferdinand Céline, Ernst Jünger, los Jon Mirande, o el caso paradigmático del ahora fallecido, Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 26 de marzo de 1936 – Lima, 13 de abril de 2025). En la imagen se le ve el día de la recepción del galardón. tal concesión -según la Academia sueca- fue debida a la «cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo» ¡Por Antígona!.
Sin entrar en otras esferas como la filosofía en donde Martin Heidegger, considerado uno de los mayores filósofos del siglo pasado, era a la vez un empedernido nazi, dejando de lado otros campos como la música y otras. Precisamente hablando del filósofo, el amigo de don Mario, don Fernando Savater, afirmaba que no se puede separar la obra de su autor, reflejando la primera el compromiso del segundo; la idea es reafirmada por Juan Luis Cebrián que en un artículo de despedida del escritor fallecido señala que en él y en su obra coinciden literatura y libertad… No seguiré, pero ya es célebre la apuesta de Michel Onfray por el hapax existencial como modo de interpretación que supone que la obra de un autor refleja su modo de ser y de comportarse…con tan dilectos opinadores, uno no sabe por dónde tirar.
El caso de Mario Vargas Llosa es paradigmático por sus implicación abierta en la política electoral de su país de origen, y otras intervenciones ajenas a su país, pero coincidentes en un ultra-liberalismo realmente cerril: por acá, se mostró defensor agresivo y a ultranza de la matanza de toros en plaza, contrario a cualquier reivindicación del independentismo, catalán en concreto, juntándose con los más rancio de la rancidez hispana, u otras intervenciones públicas como aquella lección inaugural en una universidad norteamericana en la que aleccionaba a los alumnos frente a los peligros del posestructuralismo y su supuesto relativismo, poniendo como ejemplo a Michel Foucault que -según su docta visión- no hacía otra cosa que llamar a enfrentarse a la policía e invitar a ser homosexual…rigor y finura se llama la figura.
Sobre este último asunto, en el frente estético-cultural, escribió algún libro -que obviamente me abstuve de leer- en el que llamaba al orden contra las corrientes en boga, en torno a la libertad sexual y de género, los estudios poscoloniales, y otras historias éticas y estéticas de las que paso. Dejo de lado sus devaneos amorosos, pasto de las revistas del cuore, y la chacinería. En su momento, en el viejo Kaos, publiqué algunos artículos al respecto, en los que también me refería a algunas de sus novelas y relatos, hoy en día inencontrables, entre cambios de ordenador, y la consiguiente pérdida de archivos, amén de las forzadas suspensiones de la red mentada…pues eso, que ni rastro, lo que me lleva a escribir ex novo sobre el escritor.
Habitualmente se distingue entre el escritor-personaje público, y sus intervenciones en terrenos ajenos a su quehacer (sibilina distinción), y la obra, y me parece, aunque difícil mantenerse en este deslinde, una distinción plausible y digna de ser mantenida, aunque un tanto borrosa. En este orden de cosas, cualquier referencia al escritor del que hablo, se suele solucionar recurriendo a una coletilla que, en parte, responde a una indiscutible realidad: es un gran narrador, un gran creador de historias.
No seré yo quien discuta tal aseveración, mas sí que creo que en justicia se ha de matizar. Es decir, que alguien escriba bien no supone un parachoques o una garantía ante cualquier crítica o valoración no tan positiva; recuerdo, en este orden de cosas, algunas afirmaciones leídas sobre estos asuntos: una del desaparecido Alfonso Sastre que mantenía que un idiota puede escribir bien, y una opinión más tajante, con ocasión, creo recordar, de una visita a Euskadi de Ernst Jünger, de Víctor Moreno que preguntaba, retóricamente, si un hijo de puta (¡glup!) podía ser un gran escritor.
El caso es que, salvando las distancias, me parece que en cierta medida sucede con las obras del peruano-hispano lo que se puede detectar en las novelas de Jorge Semprún, a quien he solido aplicar la expresión de escritor-panaché: lo que quiere decir que siempre estaba como la espuma, arriba: cuando pertenecía al PCE, todo eran loas a Stalin o similares, posteriormente todo eran críticas, variaciones que suponían que de una u otra forma él siempre tenía razón contra Carrillo y cía, contra Guerra, cuando andaba en el gobierno de Felipe González…; y me explico, aplicando tal esquema a don Mario. Sin obviar que la serpiente si no muda de piel muere.
[Señalaré, no obstante, que entre ambos se da una diferencia sustancial, ya que Semprún nos arrojaba, a pesar de sus constante embellecimiento personal, al corazón de las tinieblas, a los más oscuros tiempos y sistemas totalitarios del siglo pasado, mientras que el peruano-hispano se mueve por la superficie, adaptando las historias a sus puntos de vista…desentendiéndose de la realidad]
Usando cierta brocha gorda, más bien expeditiva, podría hablarse, según mi opinión, el afán predicador del escritor del que hablo; en este orden de cosas, a mi modo de ver. Se puede observar importantes variaciones ideológicas en su trayectoria: así en las primeras entregas relataba los recuerdos limeños, en un registro coral en donde se veía el rechazo de la diferencia de quien no responde a la norma, Los cachorros (1979), La ciudad y los perros (1963) con la que ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, en la que éramos llevados al interior de una escuela militar de Lima en donde vemos cómo allá se preparaba a quienes llegaban, voluntarios o castigados por su familia, para convertirlos en héroes, aunque en definitiva era un proceso de domesticación y anulación de la individualidad.
Los jefes (1971) que consiguió el IV Premio Leopoldo Alas y cuyos relatos mostraban los primeros pinitos del autor, La casa verde (1967) nos llevaba en medio de la nostalgia a la selva, en un cruce de documentación e imaginación, esta novela obtuvo el Premio de la Crítica en 1966 y el Premio Internacional Rómulo Gallegos 1967, o en Conversación en La Catedral (1969) retrataba los tiempos de la dictadura militar del general Odria, extendiendo el yo, entonces estudiante, iniciándose en política, al colectivo, centrando la mirada por otra parte en la conversación de un joven militante clandestino y un antiguo guardaespaldas de la dictadura; y precisamente ahí reside un giro que insinuaba líneas arriba con respecto a la posterior, premiada con el Planeta 1993, Lituma en los Andes.
Si en la Conversación se respira unas simpatías rebeldes entre ambos personajes, en la última citada las caricaturas que realiza con respecto al cabo Lima y su ayudante, puro retrato de lo apolíneo, de lo racional, frente a los guerrilleros, puro retrato de lo dionisíaco, valorado como salvaje, brutal, violento… Entre las primeras, también cabe, situar La tía Julia y el escribidor (1977) que se desarrolla en paralelo entre el polo de la tía nombrada y un joven de la que está enamorada, Varguitas; el libro se despliega por los lares de una educación sentimental y un aprendizaje de la vida, al mismo tiempo que las jerarquías literarias quedan cuestionadas. De las cercanías del experimentalismo de la novela anterior, y su complejidad, dos años después vería la luz su Pantaleón y las visitadoras, en donde el protagonista, cuyo nombre consta en el título, muestra un celo inflexible por llevar a cabo la tarea que se le ha encomendado, a pesar de lo chirene del asunto, lo hace con tal rigidez que al final acaba dando al traste con el encargo de suministrar prostitutas a lo soldados en la lejana selva; el afilado humor, como guiño, sirve para criticar la locura burocrática; en estas dos últimas nombradas prima el terreno propio de un simple divertimento, que sirve de cortina de humo al verdadero meollo de la cuestión quedando resaltadas las cuestiones estilísticas hasta el deslumbre que ciega el objeto.
Más tarde vendrían su Historia de Mayta (1984), en donde a través de diferentes testimonios el narrador reconstruye la historia del trotskista Alejandro Mayta, los dardos contra el maximalismo revolucionario y los dilemas de la izquierda latinoamericana no resultan disimulados. Más tarde vinieron un par de sus obras magnas (según varios críticos, cercanas al plagio): La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000), en la primera de ellas, situada en Brasil, somos llevados (como hizo años antes Jorge Amado pero con más calidad) a un delirio que contagia a todos los contendiente, a los del poder mesiánico y apocalíptico, y a quienes a él se oponen con valores republicanos que son considerados por el Consejero como la representación del mismo demonio. En la segunda viajamos a Santo Domingo y somos introducidos en los mecanismos del poder autoritario, y en que los resultados de ciertas acciones conducen a resultados inesperados. No quisiera dejar en el tintero El sueño del celta (2010) que es una demoledora e implacable embestida contra el colonialismo belga, encabezado por Leopoldo II; no recurriré al socorrido 'la excepción conforma la regla', ya que la excepción no confirma regla alguna, a lo más puede falsarla (pace Karl Popper).
Tampoco se pueden ignorar sus incursiones en el teatro: ahí está su El loco de los balcones (1993), con un protagonista quijotesco y una apología y cruzada en favor de los balcones mudéjares emprendida por el viejo profesor Aldo Brunelli. Tampoco sus ensayos literarios que resultan realmente atinados pueden ignorarse (a cada cual lo suyo): así, La Orgía perpetua sobre Flaubert y Madame Bovary (1975), o Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991) en donde se reúnen tres ensayos sobre la obra que Cervantes consideraba «El mejor libro del mundo»…por cierto, en 1968 escribió un hermoso estudio sobre quien a la sazón era amigo suyo «García Márquez: historia de un deicidio», luego las cosas se torcieron.
Si en los primeros textos, como queda señalado, había unas tonalidades contra el militarismo y unas posturas rebeldes o filo, con el paso de las novelas, las páginas fueron tomando tonos abiertamente críticos contra las esperanzas de la izquierda, y sus proyectos, para enseñar la patita del orden establecido a nivel global, de la libertad (cuántos crímenes se han cometido en tu nombre) que coincide con el ideario del sistema neoliberal en vigor, en una clara deriva conservadora, armada de una fogosidad contra las posturas de la revuelta.
Así pues, el recurso tan manido de la salvación por medio de que es un magistral narrador hace abstracción de otros aspectos que se quiera o no interfieren en la esfera estética, ya que ésta no es un mundo aparte, ajeno a poluciones y contaminaciones ajenas, ideológicas, políticas, etc., como si existiese una inmaculada virginidad de la literatura, en la que si así fuera Mario Vargas Llosa saldría bien parado de todas todas por sus cuidados formales y el uso de técnicas narrativas innovadoras, quedando la mirada ceñida al arte por el arte.
No resultan convincentes, por otra parte, el permanente énfasis del escritor en que él solamente escribe ficciones, en las que domina la imaginación, argumento falaz si en cuenta se tiene que no pocas veces se basa en situaciones históricas que él escoraba a su gusto, quedando siempre en un lugar despreciado los postulados revolucionarios, emancipadores, como peligrosas utopías que no conducen sino al desastre, dándose un cierto ocultamiento del contenido tras la ampulosa forma, cuidada hasta los extremos.
De este modo, no resulta rebuscado señalar que la escritura del desaparecido ha ido adaptándose a los gustos del mercado, aún a costa de tergiversar ciertas realidades, en un balanceo que hace que la suavidad invada la páginas haciendo que el lector se deslice sin reparar en posibles problemas, desajustes, etc., cosa que no ocurre en otros escritores de actualidad, que no se deslizan por la superficialidad sino que engrasan su prosa, e historias, con dosis de lirismo cuyas obras no pretenden guiar al lector a un destino predeterminado sino sumergirle en sus historias, exigiendo su esfuerzo lector y penetrar en profundidades que conduzcan al corazón de los humanos, demasiado humanos, con sus pasiones y sus historias, que muchas veces pasan de ser individuales se despliegan a lo colectivo.
Y ahí resuenan una serie de autores y sus valoraciones acerca de los buenos libros, con los que servidor coincide, cosa que no sucede en las novelas del peruano, que hace que el lector se deslice por las líneas como quien resbala en el suelo mojado. De la lectura salimos a gusto pero indemnes, y salpicados por un goteo de ideología conservadora, a veces solapada.
Kaosenlared. Extractado por La Haine.