Transcurrido un cuarto de siglo, el cambio de régimen se ha convertido en un término canónico. Significa el derrocamiento, típica, pero no exclusivamente por parte de EEUU, de gobiernos de todo el mundo rechazados por Occidente, empleando para ello la fuerza militar, el bloqueo económico, la erosión ideológica o una combinación de estos. Sin embargo, originalmente el término significaba algo muy distinto: una alteración generalizada en el propio Occidente: no la transformación repentina de un Estado-nación por la violencia externa, sino la instauración gradual de un nuevo orden internacional en tiempos de paz. Los pioneros de esta concepción fueron los teóricos estadounidenses que desarrollaron la idea de los regímenes internacionales como acuerdos que garantizan relaciones económicas de cooperación entre los principales Estados industriales, que podrían o no adoptar la forma de tratados.
Estos, se sostenía, se desarrollaron a partir del liderazgo estadounidense tras la II Guerra Mundial, pero lo reemplazaron con la formación de un marco consensual de transacciones mutuamente satisfactorias entre los países líderes. El manifiesto de esta idea se materializó en 'Power and Interdependence', obra coescrita por dos pilares del establishment de la política exterior de la época: Joseph Nye y Robert Keohane, cuya primera edición, de las que tuvo muchas, apareció en 1977.
Aunque se presentaba como un sistema de normas y expectativas que ayudaba a asegurar la continuidad entre las diferentes administraciones en Washington al introducir una mayor disciplina en la política exterior estadounidense, el estudio de Nye y Keohane no dejaba lugar a dudas sobre sus resultados para Washington. «Los regímenes suelen ser favorables para EEUU porque es la principal potencia comercial y política del mundo. Si muchos regímenes no existieran, EEUU sin duda querría inventarlos, como lo hizo».1 A principios de la década de 1980, se empezaron a publicar libros en esta línea: un simposio titulado 'International Regimes', editado por Stephen Krasner (1983); el propio tratado de Keohane, 'After Hegemonya' (1984); y una serie de artículos eruditos.
En la década siguiente, esta doctrina tranquilizadora experimentó una mutación con la publicación de un volumen titulado 'Regime Changes: Macroeconomic Policy and Financial Regulation in Europe from the 1930s to the 1990s', editado por Douglas Forsyth y Ton Notermans (estadounidense y holandés, respectivamente). Mantuvo, pero agudizó la idea de un régimen internacional, especificando la variante que prevalecía antes de la guerra, basada en el patrón oro; luego, el orden forjado en Bretton Woods, que lo sucedió después de la guerra; y, finalmente, detallando la desaparición de este sucesor en los años 1970.2
Lo que había reemplazado al mundo instituido en Bretton Woods era un conjunto de restricciones sistémicas que afectaban a todos los gobiernos, independientemente de su tenor. Estas restricciones consistían en paquetes de políticas macroeconómicas de regulación monetaria y financiera que fijaban los parámetros de las posibles políticas laborales, industriales y sociales. Si bien el orden de posguerra se había guiado supuestamente por el objetivo de asegurar el pleno empleo, para su secuela la prioridad fue la estabilidad monetaria. El liberalismo económico clásico llegó a su fin con la Gran Depresión. El keynesianismo de posguerra se desvaneció con la estanflación de la década de 1970. El nuevo régimen internacional marcó el reinado del neoliberalismo.
Tal era el significado original de la fórmula «cambio de régimen», hoy prácticamente olvidado, borrado por la ola de intervencionismo militar que confiscó el término en el cambio de siglo. Un vistazo a su visor Ngram lo dice. Estancado desde su llegada en la década de 1970, su frecuencia se disparó repentinamente a finales de la década de 1990, multiplicándose por sesenta y convirtiéndose, como señaló John Gillingham -historiador económico que atribuía su significado anterior-, en «el eufemismo actual para derrocar gobiernos extranjeros».
Sin embargo, la relevancia de su significado original permanece. El neoliberalismo no ha desaparecido. Sus características distintivas son ahora familiares: desregulación de los mercados financieros y de productos; privatización de servicios e industrias; reducción de los impuestos corporativos y sobre el patrimonio; desgaste o debilitamiento de los sindicatos. El objetivo de la transformación neoliberal que comenzó en EEUU y Gran Bretaña bajo los gobiernos de Carter y Callaghan y alcanzó su máximo auge bajo los de Thatcher y Reagan, fue restaurar las tasas de ganancia del capital --que habían caído prácticamente en todas partes desde finales de la década de 1960-- y superar la combinación de estancamiento e inflación que se había instalado tras la caída de estas tasas.
Durante un cuarto de siglo, los remedios del neoliberalismo parecieron funcionar. El crecimiento regresó, aunque a un ritmo notablemente menor que en el cuarto de siglo posterior a la II Guerra Mundial. Se dominó la inflación. Las recesiones fueron cortas y superficiales. Las tasas de ganancia repuntaron. Los economistas y los expertos aclamaron el triunfo de lo que el futuro presidente de la Reserva Federal de los EEUU, Ben Bernanke, ensalzó como la Gran Moderación.
Sin embargo, el éxito del neoliberalismo como sistema internacional no descansó en la recuperación de la inversión a los niveles de la era de la posguerra en Occidente: esto habría requerido un aumento de la demanda económica impedido por la represión salarial, central al sistema. Se construyó, más bien, sobre una expansión masiva del crédito; es decir, sobre la creación de niveles sin precedentes de deuda privada, corporativa y, finalmente, pública. En 'Buying Time', su obra pionera de 2014, Wolfgang Streeck describe esto como reclamos sobre recursos futuros que aún no se han producido; Marx lo llamó, más directamente, «capital ficticio». Finalmente, como predijo más de un crítico del sistema, la pirámide de la deuda se derrumbó, provocando el colapso de 2008.
La crisis que sobrevino fue, como confesó Bernanke, "potencialmente mortal" para el capitalismo. En magnitud, fue totalmente comparable al desplome de Wall Street de 1929. Durante el año siguiente, la producción y el comercio mundiales cayeron más rápidamente que durante los primeros doce meses de la Gran Depresión. Sin embargo, lo que siguió no fue otra gran depresión, sino una gran recesión -una importante diferencia. Un punto de partida para comprender la posición política en la que se encuentra Occidente hoy es mirar atrás a la secuencia de eventos de la década de 1930.
Cuando el Lunes Negro golpeó la bolsa estadounidense en octubre de 1929, había gobiernos conservadores en el poder en EEUU, Francia y Suecia, mientras que había gobiernos socialdemócratas en Gran Bretaña y Alemania. Todos, sin embargo, eran más o menos indistinguiblemente fieles a las ortodoxias económicas de la época: un compromiso con la moneda sólida --es decir, el patrón oro-- y presupuestos equilibrados, políticas que simplemente profundizaron y prolongaron la Depresión. No fue hasta el otoño de 1932 y la primavera de 1933 -un lapso de tres o más años- que comenzaron a introducirse programas no convencionales para combatir la situación, primero en Suecia, luego en Alemania y finalmente en EEUU.
Estos correspondían a tres configuraciones políticas bastante diferentes: la llegada al poder de la socialdemocracia en Suecia, del fascismo en Alemania y de un liberalismo actualizado en EEUU. Detrás de cada uno de ellos yacían heterodoxias preexistentes, listas para usar si los gobernantes decidían adoptarlas, como lo harían Per Albin Hansson en Suecia, Hitler en Alemania y Roosevelt en EEUU: la escuela de economía de Estocolmo, descendiente de Knut Wicksell a Ernst Wigforss en Suecia, la valorización de las obras públicas de Hjalmar Schacht en Alemania, y las inclinaciones regulatorias neoprogresistas de Raymond Moley, Rexford Tugwell y Adolf Berle (el "grupo de expertos" original de FDR ) en EEUU. Ninguno de estos constituía un sistema completamente elaborado o coherente. Schacht en Alemania y Keynes en Gran Bretaña habían estado en contacto desde la década de 1920, pero el keynesianismo propiamente dicho --la 'Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero' no apareció hasta 1936-- no contribuyó directamente a estos experimentos, aunque todos implicaban el papel reforzado del Estado. Así de dispersas eran las herramientas técnicas de la época.
Tres años de desempleo masivo habían generado poderosas fuerzas ideológicas en ambos países: un reformismo socialdemócrata mucho más audaz mediante la noción de Folkhemmet (el Hogar del Pueblo, como sistema social) en Suecia; el nazismo, autodenominado die Bewegung (el Movimiento), en Alemania; y en EEUU, el papel dinámico del comunismo estadounidense en los sindicatos y entre los intelectuales, imponiendo reformas laborales y de seguridad social a una administración demócrata que, por voluntad propia, habría sido improbable que las implementara. Finalmente pero no menos importante, en el contexto de estos tres acontecimientos en el mundo capitalista se vislumbraba el éxito sin precedentes de la Unión Soviética al evitar por completo la crisis, con pleno empleo y rápidas tasas de crecimiento, lo que atrajo la idea de la planificación económica en todo el mundo capitalista.
Sin embargo, se necesitaría una conmoción mucho mayor y más profunda que el desplome de Wall Street para poner fin a la depresión global a la que condujo, e institucionalizar la ruptura con las ortodoxias del liberalismo económico clásico. Lo que lo provocó fue el abismo de la II Guerra Mundial. Para cuando se restableció la paz, nadie podía dudar de la existencia de un sistema internacional diferente --que combinaba el patrón oro, políticas monetarias y fiscales anticíclicas, niveles de empleo altos y estables, y sistemas oficiales de bienestar-- ni del papel que las ideas de Keynes desempeñaron en su consolidación. Tras 25 años de éxito, fue la eventual degeneración de este régimen en estanflación lo que desencadenó el neoliberalismo.
El escenario tras la crisis de 2008 fue completamente diferente. En EEUU, las políticas de rescate se desplegaron de inmediato. Bajo el gobierno de Obama, bancos y aseguradoras fraudulentos, así como corporaciones automotrices en quiebra, fueron rescatados con enormes inyecciones de fondos públicos que nunca estuvieron disponibles para una atención médica decente, escuelas, pensiones, ferrocarriles, carreteras, aeropuertos, y mucho menos para el apoyo a los ingresos de los más desfavorecidos.
Se desató un estímulo fiscal masivo, ignorando la disciplina presupuestaria. Para apuntalar el mercado de valores, bajo el cortés eufemismo de flexibilización cuantitativa, el banco central despilfarró dinero a gran escala. En silencio y desafiando su mandato, la Reserva Federal rescató no solo a bancos estadounidenses en quiebra, sino en transacciones ocultas al Congreso y al escrutinio público también a bancos europeos, mientras que el Tesoro se aseguró, en estrecha colaboración tras bambalinas con el Banco Popular de China, de que no hubiera ninguna vacilación por parte de China en la compra de bonos del Tesoro. En resumen, una vez que las instituciones centrales del capital estuvieron en riesgo, se desmintió todo dogma de la economía neoliberal, con dosis de remedios megakeynesianos que superaban la imaginación del propio Keynes. En Gran Bretaña, donde la crisis golpeó con mayor intensidad que en los países europeos, llegaron incluso a la nacionalización temporal de lo que el eufemismo burocrático estadounidense denominó «activos problemáticos».
¿Significó todo esto un repudio al neoliberalismo y un giro hacia un nuevo régimen internacional de acumulación? De ninguna manera. El principio central de la ideología neoliberal, acuñado por Thatcher, siempre había residido en el acrónimo de atractiva sonoridad femenina TINA: There Is No Alternative (No hay alternativa). Aunque las medidas para dominar la crisis parecían, y en buena medida lo fueron, romper tabúes a juzgar por los cánones neoclásicos, en esencia equivalían a una cuadratura o cubo matemática de la dinámica subyacente de la época neoliberal: a saber, la expansión continua del crédito por encima de cualquier aumento de la producción, en lo que los franceses llaman una 'fuite en avant' (una huida hacia adelante). Así, una vez que las medidas requeridas por su emergencia mortal habían estabilizado el sistema, la lógica del neoliberalismo volvió a avanzar, en un país tras otro.
En Gran Bretaña, que fue la primera en el proceso, la despiadada imposición de la austeridad recortó el gasto de las autoridades locales a niveles irrisorios y recortó drásticamente las pensiones universitarias. En España e Italia se revisó la legislación laboral para facilitar el despido sumario de trabajadores y aumentar la precariedad laboral. En EEUU se mantuvieron las drásticas reducciones de impuestos a las empresas y a los ricos, mientras que se aceleró la desregulación en los servicios energéticos y financieros. En Francia, históricamente rezagada en la carrera hacia el neoliberalismo, pero que ahora puja por un lugar en la vanguardia, se puso en marcha algo así como un programa thatcherista completo: privatización de las industrias públicas, legislación para debilitar a los sindicatos, ayudas fiscales a las empresas, despidos de funcionarios, recortes de pensiones y acceso reducido a las universidades. Todo esto parecía encaminarse hacia un enfrentamiento social similar al aplastamiento de los mineros por parte de Thatcher, un punto de inflexión en las relaciones de clase del que el capital británico nunca ha mirado atrás.
¿Cómo fue posible todo esto? ¿Cómo pudo un shock tan traumático para el sistema como la crisis financiera mundial, y el descrédito en el que inevitablemente cayeron sus principales agencias y panaceas, haber sido seguido por una vuelta tan completa a la normalidad? Dos condiciones fueron cruciales para este desenlace paradójico.
En primer lugar, a diferencia de la década de 1930, no existían paradigmas teóricos alternativos a la espera de desbancar el dominio de la doctrina neoliberal y tomar el relevo. El keynesianismo, que después de 1945 se convirtió en el denominador común de lo que había sido cribado por la trilladora de la guerra de las tres tendencias contendientes de la década de 1930, nunca se recuperó de su debacle en los conflictos de clase de la década de 1970. La matematización había anestesiado durante mucho tiempo gran parte de la disciplina económica contra cualquier tipo de pensamiento original, dejando completamente marginadas a anomalías como la Escuela de la Regulación en Francia o la escuela de la Estructura Social de la Acumulación en EEUU. Los teoremas neoliberales de "expectativas racionales" o "equilibrio del mercado" hoy pueden parecer tontos, pero no había mucho con qué reemplazarlos.
Detrás de esa ausencia intelectual --y esta fue la segunda condición para la aparente inmunidad del neoliberalismo al desprestigio-- se encontraba la desaparición de cualquier movimiento político significativo que reclamara con vehemencia la abolición o la transformación radical del capitalismo. A finales de siglo, el socialismo, en sus dos variantes históricas, revolucionaria y reformista, había sido barrido del escenario en la zona atlántica. La variante revolucionaria: al parecer, con el colapso del comunismo en la URSS y la desintegración de la propia Unión Soviética. La variante reformista: al parecer, con la extinción de cualquier rastro de resistencia a los imperativos del capital en los partidos socialdemócratas de Occidente, que ahora simplemente competían con los partidos conservadores, demócrata-cristianos o liberales en su implementación. La Internacional Comunista fue disuelta en 1943. Sesenta años después, la llamada Internacional Socialista contaba entre sus filas con el partido gobernante de la brutal dictadura militar de Mubarak en Egipto.
Nada de esto significó, ni podía significar, que tras reinar durante un cuarto de siglo y luego caer repentinamente de rodillas, el sistema neoliberal se quedara sin oposición.
Después de 2008, sus consecuencias sociales y políticas acumuladas comenzaron a pasar factura. Consecuencias sociales: una pronunciada, y en algunos casos (sobre todo en EEUU y el Reino Unido), asombrosa escalada de la desigualdad; un estancamiento salarial a largo plazo; un precariado en expansión. Consecuencias políticas: corrupción generalizada, creciente intercambiabilidad de partidos, erosión de una opción electoral significativa, disminución de la participación electoral; en resumen, el creciente eclipse de la voluntad popular por una oligarquía endurecida. Este sistema generó ahora su anticuerpo, deplorado interesadamente como la enfermedad de la época por todos los órganos de opinión reputados y por sectores políticos respetables: el populismo.
Desde la década de 1980 el conjunto tan diverso de revueltas que se engloban bajo esta etiqueta tiene en común su rechazo al régimen internacional vigente en Occidente. A lo que se oponen no es al capitalismo como tal, sino a su versión socioeconómica actual: el neoliberalismo. Su enemigo común es el establishment político que preside el orden neoliberal, compuesto por el dúo alternado de partidos de derecha y centro que han monopolizado el gobierno bajo su dominio. Estos partidos han ofrecido a menudo, aunque no siempre, dos variantes ligeramente diferentes del neoliberalismo: una es disciplinaria, y típicamente más innovadora en sus iniciativas, como en el caso de Thatcher y Reagan; la otra es compensatoria, ofreciendo ayudas adicionales a los pobres que la variante disciplinaria niega, como en el caso de Clinton o Blair. Sin embargo, ambas versiones han estado inquebrantablemente comprometidas a promover el objetivo común de fortalecer el capital contra cualquier shock adverso.
El neoliberalismo, como he dicho, constituye un régimen internacional: es decir, no solo que se replica dentro de cada Estado-nación, sino que reúne y excede a los diferentes Estados-nación de las regiones avanzadas y menos avanzadas del mundo capitalista en el proceso que se ha dado en llamar globalización. A diferencia de las diversas agendas nacionales del neoliberalismo, este proceso no fue impulsado originalmente por la intención política de los detentadores del poder, sino que surgió de la explosiva desregulación de los mercados financieros desatada por el llamado 'Big Bang' de Thatcher en 1986. Con el tiempo, la globalización se convirtió en un lema ideológico de los regímenes neoliberales en todo el mundo, ya que generó dos enormes ventajas para el capital en general.
Políticamente hablando, la globalización consolidó la expropiación de la voluntad democrática que el cierre oligárquico del neoliberalismo estaba imponiendo a nivel nacional. Para entonces TINA significaba no solo que la connivencia política entre la derecha y el centro a nivel nacional eliminaba en gran medida cualquier opción electoral significativa, sino también que los mercados financieros globales no permitirían ninguna desviación de las políticas ofrecidas, so pena de una crisis económica. Esa era la ventaja política de la globalización. No menos importante era la ventaja económica: el capital podía ahora debilitar aún más a la fuerza laboral, no solo mediante la reducción sindical, represión salarial y precarización, sino reubicando la producción en países menos desarrollados con costos laborales mucho menores, o incluso simplemente amenazando con hacerlo.
Sin embargo, otro aspecto de la globalización tuvo un efecto más ambiguo. Los principios neoliberales estipulan la desregulación de los mercados: la libre circulación de todos los factores de producción; en otras palabras, la movilidad transfronteriza no solo de bienes, servicios y capital, sino también de mano de obra. Lógicamente, por lo tanto, significa inmigración. Las empresas de la mayoría de los países habían utilizado durante mucho tiempo a los trabajadores migrantes como reserva de mano de obra barata, cuando la oferta era necesaria y las circunstancias lo permitían. Pero para los Estados, las consideraciones de tipo puramente económico debían sopesarse con aquellas de carácter más social y político.
En este punto, significativamente, Friedrich von Hayek --la mente más brillante del neoliberalismo-- había introducido desde el principio una reserva, una advertencia. La inmigración, advertía, no podía tratarse como si fuera simplemente una cuestión de factores de mercado, ya que, a menos que se controlara estrictamente, podía amenazar la cohesión cultural del Estado anfitrión y la estabilidad política de la propia sociedad. Aquí fue donde Thatcher también trazó el límite. Por supuesto, persistieron las presiones para importar o aceptar mano de obra extranjera barata, incluso a medida que la producción se subcontrataba cada vez más en el extranjero, ya que muchos servicios de baja calidad o desagradables, rechazados por la población local, a diferencia de las fábricas no podían exportarse, sino que debían realizarse in situ. A diferencia de casi cualquier otro aspecto del orden neoliberal, sobre esta cuestión nunca se alcanzó un consenso estable en el establishment, que siguió siendo un eslabón débil en la cadena de TINA.
Si observamos las revueltas populistas contra el neoliberalismo, se dividen, gruesamente, en movimientos de derecha e izquierda. En ese sentido, repiten el patrón de las revueltas contra el liberalismo clásico tras su debacle durante la Depresión: fascistas a la derecha, socialdemócratas o comunistas a la izquierda. Lo que diferencia a las rebeliones actuales es que carecen de ideologías o programas articulados comparables, algo que equipare la consistencia teórica o práctica del propio neoliberalismo. Se definen por aquello a lo que se oponen, mucho más que por aquello a lo que se adhieren.
¿Contra qué protestan? El sistema neoliberal de hoy, como ayer, encarna tres principios: el incremento de las diferencias de riqueza e ingresos; la abolición del control y la representación democráticos; y la desregulación de tantas transacciones económicas como sea posible. En resumen: desigualdad, oligarquía y movilidad de factores. Estos son los tres objetivos centrales de las insurgencias populistas. Donde estas insurgencias se dividen es en el peso que atribuyen a cada elemento; es decir, contra qué segmento de la paleta neoliberal dirigen su mayor hostilidad. Es bien sabido que los movimientos de derecha se centran en el último factor: la movilidad, explotando las reacciones xenófobas y racistas hacia los inmigrantes para obtener un amplio apoyo entre los sectores más vulnerables de la población. Los movimientos de izquierda se resisten a esta maniobra, señalando la desigualdad como el principal mal. La hostilidad hacia la oligarquía política establecida es común a los populismos tanto de derecha como de izquierda.
Históricamente, existe una clara división cronológica entre estas diferentes formas del mismo fenómeno. El populismo contemporáneo surgió primero en Europa, que aún exhibe la gama más amplia y diversificada de movimientos. Allí, las fuerzas populistas de derecha se remontan a principios de la década de 1970. En Escandinavia, estas tomaron la forma de revueltas 'libertarias' contra los impuestos de los Partidos del Progreso en Dinamarca y Noruega, fundados en 1972 y 1973 respectivamente. En Francia, el Frente Nacional se fundó en 1972, pero solo a principios de la década de 1980 logró una modesta atracción electoral como partido nacionalista y antiinmigrante de derecha, con cierto atractivo para la clase trabajadora y fuertes connotaciones racistas. Más tarde en esa década, el liderazgo del Partido de la Libertad en Austria fue asumido por Jörg Haider, quien adoptó una plataforma similar, mientras que más al norte, los Demócratas de Suecia surgieron como un pequeño grupo de extrema derecha sobre una base xenófoba prácticamente idéntica.
En la génesis de las tres formaciones hubo elementos netamente neofascistas, que una vez que alcanzaron una importante presencia electoral, se fueron desvaneciendo gradualmente. La década de 1990 presenció la irrupción de la Liga Norte en Italia -la que en contraste tenía raíces antifascistas-, el surgimiento del UKIP en Gran Bretaña, y la conversión de los partidos danés y noruego, antaño 'libertarios', en fuerzas antiinmigrantes. A principios de la década siguiente, los Países Bajos crearon su propio Partido de la Libertad, que combinaba perspectivas 'libertarias' e islamófobas. Diez años después, Alternative für Deutschland repitió el modelo holandés en Alemania. Todos estos partidos de ultraderecha se opusieron a la corrupción política y al cierre de sus instituciones nacionales, así como a los dictados burocráticos de Bruselas y de la Unión Europea. Todos, con la única excepción de AfD (fundada en 2013), precedieron a la crisis de 2008.
Las fuerzas populistas de izquierda son mucho más recientes, surgiendo solo después de la crisis financiera mundial de 2008. En Italia, el Movimiento Cinco Estrellas data de 2009. En Grecia, Syriza, todavía un grupo pequeño cuando Lehman Brothers quebró en Nueva York, surgió como una fuerza electoral significativa en 2012. En España, Podemos se formó en 2014. Jean-Luc Mélenchon creó La Francia Insumisa en 2016. El momento de esta ola deja claro que son las desigualdades socioeconómicas del neoliberalismo, no el debilitamiento de las fronteras etno-nacionales, lo que ha impulsado la aparición del populismo de izquierda.
Esta es una distinción fundamental entre los dos tipos de revuelta contra el orden actual. Sin embargo, no se trata de un abismo insalvable, ya que no solo existe una superposición general en el rechazo común ante la colusión y la corrupción de las élites políticas de cada país, sino también, en algunos casos, una contigüidad en la defensa común de los sistemas de bienestar amenazados, y en otros casos la preocupación por las presiones de la inmigración. En la mayoría de los asuntos de política interior y exterior, con la excepción de la inmigración, bajo el liderazgo de Marine Le Pen el Frente Nacional se mantuvo consistentemente a la izquierda del Partido Socialista Francés, y planteó críticas al régimen de François Hollande a menudo indistinguibles de las de Mélenchon. Por el contrario, el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, cuyo historial de votación en el parlamento fue en general impecablemente radical, expresó repetidamente su alarma ante la creciente afluencia de refugiados en Italia. Otro gesto común a prácticamente todas las variantes del populismo en Europa ha sido la rebelión contra la flagrante confiscación de la democracia por parte de las estructuras de la Unión Europea en Bruselas.
Sin embargo, durante siete íntegros años después del colapso de 2008, el impacto político de las revueltas populistas en Europa fue bastante modesto, nada remotamente comparable a las tormentas que arrasaron Europa y América en la década de 1930 o de 1960. La Liga Norte y la AFD estaban estancadas por debajo del 5 por ciento de los votos. UKIP, los Demócratas de Suecia, el Partido de la Libertad holandés, el Partido del Progreso noruego y el Frente Nacional obtenían entre el 10 y el 18 por ciento del electorado. Todos estos eran populismos de ultraderecha. Alcanzando un poco más de una quinta parte de la ciudadanía activa estaban el Partido de la Libertad en Austria y el Partido Popular Danés, también a la derecha, y Podemos a la centroizquierda. Los dos populismos más exitosos fueron creaciones recientes de la centroizquierda: en Italia, el Movimiento Cinco Estrellas obtuvo una cuarta parte de los votos, y Syriza en Grecia más de un tercio.
Cuatro acontecimientos más cambiaron todo esto. En Gran Bretaña, el Partido Conservador gobernante, bajo presión interna y la amenaza de perder votos ante el UKIP, autorizó un referéndum sobre la pertenencia a la Unión Europea, que sus líderes asumieron que resultaría en una victoria bastante fácil para el statu quo, dado que tres cuartas partes de los diputados, la totalidad de las altas finanzas y las grandes empresas, las altas esferas de la burocracia sindical y las grandes filas de la intelectualidad y la cultura del país estaban a favor de la permanencia. Para sorpresa general, una clara mayoría de la población votó por la salida de Europa, con una participación mucho mayor que en las elecciones generales.
Decisiva en el resultado fue la revuelta contra el establishment neoliberal bipartidista, que había estado en el poder ininterrumpidamente desde la década de 1990, de las regiones y clases más abandonadas del país. Esta fue la primera vez que una rebelión populista se convirtió en la expresión de una mayoría política en un país capitalista, alterando así el curso de su historia. Fue una revuelta orquestada por fuerzas de la derecha: el UKIP, el ala tradicionalista del Partido Conservador, y la mayor parte de la prensa sensacionalista. Pero su éxito se basó en la movilización de amplios sectores de la población que en el pasado habían sido bastiones de la izquierda laborista.
Unos meses después, Trump triunfó en las elecciones presidenciales estadounidenses, en las cuales había aclamado al Brexit como un ensayo general. Su campaña, a diferencia obviamente de su administración, fue en tono y contenido un populismo de derechas sin diluir; estas melodías se tocaron por última vez en su discurso inaugural, que combinó duras denuncias sobre la involución política, el aumento de la desigualdad y la pérdida de soberanía nacional con la hostilidad hacia la inmigración. Su victoria nacional fue, en cierto sentido, accidental: si los demócratas hubieran elegido prácticamente a cualquier otro candidato convencional menos impopular que Hillary Clinton, probablemente habría sido derrotado. Al quedar muy por debajo de la mayoría absoluta, con menos votos agregados que Clinton, la victoria de Trump no solo no alcanzó las mismas proporciones que el Brexit, sino que su éxito dependió de secuestrar las lealtades partidistas instintivas entre quienes estaban dispuestos a votar por cualquier candidato, siempre que fuera republicano, por desagradable que fuera.
Sin embargo, la victoria de Trump no se basó en una única cuestión de sí o no, como el Brexit, sino en una amplia plataforma ideológica y política, y su apoyo entre los votantes de clase trabajadora puede haber sido mayor que el que logró el Brexit: alrededor del 70% de quienes votaron por él carecían de título universitario. Este no fue el único brote populista en EEUU ese año, con Bernie Sanders demostrando ser un formidable rival para la nominación demócrata desde la centroizquierda. Si consideramos a aquellos de las clases menos privilegiadas que votaron por Trump en las elecciones presidenciales, y a aquellos que votaron por Sanders en las primarias demócratas como un porcentaje prorrateado de aquellos que lo hicieron por Clinton en noviembre, aproximadamente un tercio de quienes votaron en 2016 fueron susceptibles a un populismo de derecha, y una quinta parte a un populismo de izquierda.
La siguiente sorpresa fue el desempeño del Partido Laborista británico en las elecciones generales de 2017 bajo la dirección de su nuevo líder, Jeremy Corbyn, hasta entonces prácticamente descartado universalmente como un irremediable perdedor de izquierda, políticamente incompetente. Finalmente, tras una campaña muy efectiva bajo el lema populista «Para la mayoría, no para unos pocos», obtuvo una mayor votación que la que su partido había obtenido en cualquiera de las tres elecciones anteriores, privando a los conservadores de su mayoría en el Parlamento, con una plataforma más explícitamente hostil al orden neoliberal que la de cualquier partido de peso comparable en Europa.
La tradición histórica y la naturaleza inalterada del laborismo británico, ambas profundamente conservadoras, distan mucho de ser populistas. Pero una importante afluencia de jóvenes al partido una vez que Corbyn se convirtió en su líder, fue como una inyección repentina y masiva de una cepa extraña, que la convirtió por un tiempo en la organización política numéricamente más grande de Europa. La empujó a lo que en otras condiciones habría sido una dirección populista de izquierda, no muy diferente de la transformación en el 2008 del tradicionalmente socialista Parti de Gauche de Mélenchon, en la Francia Insumisa, populista de pleno derecho el 2016.
En 2018, el hasta entonces mayor obstáculo se superó en Italia, donde dos partidos explícitamente populistas, el Movimiento Cinco Estrellas a la centroizquierda y la Liga a la derecha, obtuvieron juntos el 50 por ciento de los votos: un terremoto en Italia y, con mucho, el resultado más alarmante hasta la fecha para el establishment europeo, ya que ambos anunciaron que no tenían intención de someter al país a los dictados de más austeridad de Berlín, París o Bruselas. Las elecciones italianas también marcaron la primera vez que, en comparaciones directas, un populismo de izquierdas superó por un amplio margen a un populismo de derechas: 33 por ciento para el M5S, 17 por ciento para la Liga. En todos los demás lugares fue al revés. En Francia, en 2017, el voto de Le Pen superó al de Mélenchon. En Gran Bretaña, Corbyn fue derrotado contundentemente en 2019 por el demagogo conservador Boris Johnson, extravagante encarnación de un simulacro de populismo de derechas.
No es difícil ver por qué el populismo de derecha ha disfrutado de una ventaja sobre el de izquierda. En el orden neoliberal, la desigualdad, la oligarquía y la movilidad de factores forman un sistema interconectado. Los populismos de derecha e izquierda pueden, de diferentes maneras, atacar a los dos primeros con un vigor más o menos igual de desinhibido. Pero solo la derecha puede atacar al tercero con aún mayor vehemencia, con la xenofobia hacia los inmigrantes como su baza. En este caso, los populismos de izquierda no pueden seguir adelante sin un suicidio moral.
Tampoco pueden eludir fácilmente el problema de la inmigración, por dos razones. No es un mito que las empresas importen mano de obra barata del extranjero --es decir, trabajadores generalmente desprotegidos por su falta de derechos de ciudadanía-- para deprimir los salarios y, en algunos casos, para quitarles empleos a los trabajadores locales, a quienes cualquier izquierda debe defender. Tampoco es cierto que, en una sociedad neoliberal, se haya consultado habitualmente a los votantes sobre la llegada o la magnitud de la mano de obra extranjera: esto prácticamente siempre ha ocurrido a sus espaldas, convirtiéndose en una cuestión política no ex ante sino ex post facto.
Existe aquí una diferencia transatlántica. La negación de la democracia en la que se ha convertido la estructura de la Unión Europea incluye desde el principio la negación de cualquier voz democrática en la composición de su población. La constitución de EEUU, lamentablemente anacrónica en muchos otros aspectos, no es tan radicalmente antidemocrática. Históricamente también, por supuesto, EEUU es una sociedad de inmigrantes, como ningún país europeo lo ha sido jamás. Eso significa que existe una tradición de bienvenida selectiva y solidaridad con los recién llegados que no existe en el mismo nivel emocional en Europa. Pero a ambos lados del Atlántico, el populismo de izquierdas se enfrenta a la misma dificultad. Los populismos de derechas tienen una postura directa sobre la inmigración: cerrar la puerta a los extranjeros y expulsar a quienes no deberían estar aquí. La izquierda no puede tener nada que ver con esto. Pero ¿cuál es exactamente su política migratoria: fronteras abiertas, o exámenes de aptitud, o cuotas regionales, o qué? Hasta ahora no se ha formulado una respuesta políticamente coherente, empíricamente detallada y sincera. Mientras esto persista, es muy probable que el populismo de derecha mantenga su ventaja sobre el de izquierda.
El problema, de hecho, es de corte más general. Ningún populismo, ni de derecha ni de izquierda, ha producido hasta ahora un remedio eficaz para los males que denuncia. Programáticamente, los opositores contemporáneos del neoliberalismo siguen, en su mayoría, silbando en la oscuridad. ¿Cómo abordar la desigualdad --y no solo retocarla-- de forma seria, sin provocar inmediatamente un golpe al capital? ¿Qué medidas podrían preverse para responder al enemigo, golpe por golpe, en ese terreno en disputa, y salir victoriosos? ¿Qué tipo de reconstrucción, ya inevitablemente radical, de la democracia liberal existente se requeriría para acabar con las oligarquías que ha engendrado? ¿Cómo se desmantelará el Estado profundo, organizado en todos los países occidentales para la guerra imperial --clandestina o abierta--? ¿Qué reconversión de la economía se ha pensado para combatir el cambio climático, sin empobrecer a las sociedades ya pobres de otros continentes?
Que tantas flechas sigan faltando en el arsenal de una oposición seria al statu quo no es, por supuesto, solo culpa de los populismos actuales. Refleja la contracción intelectual de la izquierda en sus largos años de retroceso desde la década de 1970, y la esterilidad en aquel entonces de lo que alguna vez fueron corrientes de pensamiento originales al margen de la corriente dominante. Se pueden citar propuestas correctivas, que varían según el país: Medicare para todos en EEUU, ingresos garantizados para los ciudadanos en Italia, bancos públicos de inversión en Gran Bretaña, impuestos Tobin en Francia, etc. Pero en lo que respecta a cualquier alternativa general e interconectada al statu quo, el aparador continúa vacío. Si un partido o movimiento populista llega al poder actualmente, para prever el probable resultado basta con observar el destino tránsfuga de Syriza en Grecia, desde la centroizquierda --en la oposición, un rebelde contra los dictados de la UE, y en el poder, un instrumento sumiso a ella--, o desde la derecha, la estandarización repentina de la primera presidencia de Trump, quien el día de su investidura lanzó duras críticas contra la complacencia del establishment y la desigualdad, sin hacer nada al respecto una vez en la Casa Blanca. Políticamente hablando, el neoliberalismo no ha corrido gran peligro desde ninguna de las dos causas.
En este escenario, el virus de la COVID-19 impactó con fuerza en 2020, forzando a los confinamientos en todo el mundo. Trump y Johnson, en su mejor momento un año antes, sufrieron las consecuencias. Trump habría sido reelegido ese año prácticamente con toda seguridad si su administración no se hubiera visto afectada por la pandemia. Johnson fue derrocado por su propio partido en 2022. Bajo la ola de la COVID-19, el comercio internacional se desplomó y se perdieron quinientos millones de empleos en todo el mundo en pocos meses. En EEUU, la bolsa se desplomó y el producto interior bruto sufrió su peor caída desde 1946, contrayéndose un 3,5 % en 2020. En Gran Bretaña, el PIB cayó un 10 % y en la Unión Europea un 6 %. A medida que las cadenas de suministro globales se deterioraban, la inflación comenzó a aumentar en toda la OCDE, y con ella el desempleo.
En esta emergencia, el último año de la primera administración de Trump vio un estímulo fiscal masivo para evitar una recesión más profunda. A partir de 2021, con Biden en la Casa Blanca, se puso en marcha una intervención estatal aún mayor para estabilizar la economía estadounidense con la llamada Ley de Reducción de la Inflación, que inyectó 750 000 millones de dólares a la economía, con un enorme paquete de subsidios estatales para fomentar nuevas inversiones, mantener los ingresos familiares y modificar el consumo energético. A esta le siguió la Ley de Chips y Ciencia de 2022, que destinó otros 280 000 millones de dólares de gasto público a las industrias de semiconductores y afines del país, junto con una serie de medidas proteccionistas diseñadas para derrotar a la competencia de alta tecnología de China. Este programa fue descrito con orgullo por los partidarios de la administración Biden como una versión para el siglo XXI del 'New Deal' de Roosevelt: sus fórmulas modernizarían la industria estadounidense, ayudarían a los más desfavorecidos y equiparían a las fuerzas armadas del país para combatir la amenaza que representaba el auge de China.
Muchos elogiaron sus amplias intervenciones estatistas y la adopción de políticas industriales activas como una ruptura con el neoliberalismo, comparable y tan decisiva como la ruptura de Roosevelt con las doctrinas paleoliberales en la década de 1930. Otros aplaudieron el resurgimiento por parte de Biden de la política de la Guerra Fría de forjar alianzas contra enemigos mortales en el exterior, ya fuera en la zona del Mar Negro, en Oriente Medio o en el Lejano Oriente, en el mejor espíritu de Truman en las décadas de 1940 y 1950.
La opinión mayoritaria, no solo en EEUU, sino también, y a menudo con mayor vehemencia, en Europa, recibió los resultados de este cambio como poco menos que un milagro. La revista de masas más influyente e inteligente del mundo capitalista, que a veces funcionaba como asesor semioficial del mismo, la londinense 'The Economist', no se resistió a celebrar a la economía estadounidense con un informe especial el pasado octubre, calificándola pomposamente de «la envidia del mundo», cuyo dinamismo pospandémico había «dejado a otros países ricos en el suelo». Los comentaristas en EEUU elogiaron la eficaz supresión de la inflación por parte de Biden, las medidas de su administración para los menos favorecidos y sus progresistas políticas interétnicas de «diversidad, equidad e inclusión». Tanto en Europa como en EEUU, se aplaudió su firmeza al apoyar a Israel en Gaza y a Ucrania.
Por desgracia, los votantes estadounidenses se mostraron menos impresionados. En el verano del año pasado, Biden había quedado tan desacreditado que su propio partido lo obligó a abandonar su intento de reelección, de la misma manera que los conservadores habían expulsado a Johnson en Gran Bretaña, dejando a Kamala Harris, su desventurada e insulsa vicepresidenta, para ser derrotada en noviembre por Trump, que obtuvo una mayoría más grande que en 2016.
Lo que la segunda presidencia de Trump significará para EEUU y el mundo sigue siendo incierto, dada la prolongada brecha entre sus palabras y sus hechos. En el ámbito nacional, es posible que esta vez no cumpla sus promesas electorales de imponer aranceles a largo plazo del 60% a todos los productos procedentes de China y deportar a los once millones de inmigrantes ilegales en EEUU, como tampoco cumplió sus promesas la última vez de reconstruir la deteriorada infraestructura estadounidense y construir un muro infranqueable a lo largo de toda la frontera con México.
Sin embargo, dado el control republicano de ambas Cámaras del Congreso durante al menos dos años, es más probable que cumpla algunas de sus promesas a que las descarte todas, y en materia comercial, que obligue tanto a aliados como a adversarios a pagar un tributo monetario mayor a EEUU que en el pasado. En el ámbito internacional, podría detener la guerra en Ucrania cortando toda la ayuda a Kiev, o podría intensificarla si Rusia rechaza los términos favorables a EEUU con los que espera poner fin a la guerra. Él cree en la ventaja de ser impredecible, y ciertamente la Unión Europea, Gran Bretaña y Japón, incluso si no les gusta lo que hace, son demasiado débiles como socios subordinados para apartarlo de ello.
El gobierno de Alemania, la mayor potencia de Europa, se derrumbó no sólo por la guerra de Ucrania, sino que al día siguiente de la elección de Trump Scholz destituyó a su ministro de finanzas y perdió al tercer partido del que dependía su coalición. Un acontecimiento similar nunca antes se había producido en la República Federal. Las nuevas elecciones duplicaron el voto de la AfD hasta alcanzar una quinta parte del electorado, dando lugar a otra coalición del establishment que se apresura a imponer un mayor gasto en defensa en un Bundestag que los votantes acaban de rechazar, en una demostración más de lo poco que les importa a las élites europeas la democracia que proclaman con tanta volubilidad. En Francia, el gobierno designado por Macron tras su derrota en las urnas el verano pasado se derrumbó en un par de meses, derrocado por una combinación de oposición de derecha y centroizquierda en la Asamblea Nacional, en una revuelta que el país solo ha conocido una vez, hace más de sesenta años. Pocos creen que su precario sucesor, que se apoya en una cooptación a regañadientes del Partido Socialista, dure mucho tiempo.
En resumen, la versión de Trump del populismo de derecha, abominada por medio país como una amenaza mortal para la democracia, ha tomado el control de Washington en un momento de desorganización institucional en Berlín y París, y con un gobierno en Londres que ahora es incluso menos popular que la desacreditada oposición a la que aplastó hace poco. Por todas partes el panorama es de inestabilidad, inseguridad e imprevisibilidad. «Todo es desorden bajo los cielos», y hay pocas señales de un retorno al orden, tal como lo entienden quienes están acostumbrados a gobernar Occidente.
¿Dónde se sitúa el neoliberalismo en medio de esta turbulencia? En condiciones de emergencia, se ha visto obligado a tomar medidas --intervencionistas, estatistas y proteccionistas-- que son un anatema para su doctrina, sin perder su influencia en la mente de los responsables políticos ni ceder ante una visión alternativa coherente sobre cómo debería gestionarse una economía capitalista avanzada. A pesar de las drásticas desviaciones de las recetas hayekianas o friedmanianas, poco ha cambiado en las causas subyacentes y las contradicciones del sistema que ha creado. Si bien el PIB estadounidense cayó alrededor de un 4,3 % durante la Gran Recesión tras el colapso de 2008, y dos tercios de la población activa de la OCDE sufrieron ingresos reales estancados o en descenso, el crecimiento general se ha reanudado, si bien a niveles aún muy inferiores a los registrados en China o Venezuela, mientras que la desigualdad ha seguido aumentando. En EEUU, la brecha entre el gasto de los estratos más ricos y los más pobres de la población es la mayor jamás registrada.
Sin embargo, sobre todo, lo que desencadenó la crisis de 2008 se ha compensado con más de lo mismo. La importante proporción de las finanzas en el PIB estadounidense no ha disminuido, sino que ha aumentado. El déficit del gobierno estadounidense se ha triplicado en la última década. En el mismo período, la deuda pública estadounidense ha aumentado en 17 billones de dólares, un incremento equivalente al de los 240 años anteriores. En la OCDE en su conjunto, la deuda soberana total, que ascendía a 26 billones de dólares en 2008, se ha más que duplicado, alcanzando los 56 billones de dólares en 2024. Un régimen internacional que hace una década se hundió y prácticamente se ahogó en el mar de deuda que había creado, se está hundiendo en una inundación de deuda aún mayor, sin un final a la vista.
¿Estamos presenciando entonces, finalmente, la llegada de un cambio de régimen en Occidente, uno que ya se anunció muchas veces en este siglo? Ese es el mensaje del reciente éxito de ventas de un eminente historiador estadounidense simpatizante de Biden: 'The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era', de Gary Gerstle. Gerstle sugiere que, desde diferentes perspectivas, Sanders y Trump asestaron golpes tan efectivos a la encarnación del neoliberalismo de Hillary Clinton que, bajo el mandato de Biden, se allanó el camino para que el equilibrio entre ricos y pobres en la sociedad estadounidense comenzara a alterarse y los beneficios de la política industrial dirigida por el gobierno se hicieran visibles para millones de personas.3 Admitiendo que «los vestigios del orden neoliberal nos acompañarán durante años y quizás décadas», concluye con la firme afirmación de que «el propio orden neoliberal está roto».
En cierto modo, una crítica aún más dura del balance socioeconómico desde Reagan proviene de un antiguo admirador de Gipper, el banquero indio-estadounidense Ruchir Sharma, ex estratega global jefe de Morgan Stanley, en What Went Wrong with Capitalism.4 Su leitmotiv es que «las crisis financieras periódicas --que estallaron en 2001, 2008 y 2020-- se desarrollan ahora en el contexto de una crisis permanente y cotidiana de una colosal mala asignación de capital», resultado de las enormes inyecciones de dinero fácil a las economías avanzadas por parte de los bancos centrales para apuntalar las tasas de crecimiento en constante descenso. Estos torrentes de efectivo dispensados por el Estado son la verdad última y primordial de la época. Tarde o temprano, advierte Sharma, es inevitable que se produzca una conmoción trascendental en el sistema. ¿Qué remedio traería eso? La respuesta de Sharma: volver a un Estado más pequeño y a una política monetaria más restrictiva, la receta clásica de Mises y Hayek: el neoliberalismo, nuevamente en su plenitud.
Veredictos tan contrastantes no son en sí mismos una novedad. Eric Hobsbawm proclamaba «La muerte del neoliberalismo» en 1998. Doce años después, Colin Crouch, no menos reacio a éste como sistema, llegó a la conclusión opuesta, titulando su libro sobre sus desventuras 'The Strange Non-Death of Neoliberalism', una sentencia que reiteró hace un año en un texto titulado 'Neoliberalism: Still to shrug off its mortal coil'. Estas fueron las conclusiones de un enemigo declarado del orden neoliberal.
Un defensor comprometido del mismo, Jason Furman --asistente especial de Bill Clinton, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Obama y admirador del modelo de gestión de Walmart-- comparte la misma opinión. En un artículo de fondo en Foreign Affairs, titulado 'The Post- Neoliberal Delusion', Furman ofrece una vigorosa réplica a pensadores como Gerstle, atribuyendo la pérdida de la Casa Blanca por parte de los demócratas a la insensatez de abandonar la disciplina económica ortodoxa con vastos e incontrolables programas de gasto que no lograron sus objetivos. Al exponer con abundante detalle los costes y beneficios del mandato de Biden, Furman reporta:
«La inflación, el desempleo, los tipos de interés y la deuda pública fueron mayores en 2024 que en 2019. De 2019 a 2023, los ingresos familiares ajustados a la inflación disminuyeron y la tasa de pobreza aumentó». «A pesar de los esfuerzos por aumentar el crédito fiscal por hijo y el salario mínimo», continúa, «ambos eran considerablemente menores en términos ajustados a la inflación cuando Biden dejó el cargo que cuando lo asumió. A pesar de todo el [supuesto] énfasis que puso en los trabajadores estadounidenses, Biden fue el primer presidente demócrata en un siglo que no amplió permanentemente la red de seguridad social». Conclusión: «Los responsables políticos nunca deberían volver a ignorar los fundamentos en pos de soluciones heterodoxas fantasiosas». Lo que se despreció como ortodoxia neoliberal sigue vigente y ofrece la única salida hacia adelante.
¿Un régimen internacional que se hunde o resurge como Lázaro? En estos veredictos de expertos el estancamiento tiene su correlato en el panorama político, donde el conflicto entre el neoliberalismo y el populismo, adversarios que se han enfrentado en Occidente desde principios de siglo, se ha vuelto cada vez más explosivo, como demuestran los acontecimientos de las últimas semanas, incluso si, a pesar de todos sus aparentes compromisos o reveses, el neoliberalismo mantiene la ventaja. El primero ha sobrevivido solo al seguir reproduciendo lo que amenaza con derribarlo, mientras que el segundo ha crecido en magnitud sin avanzar en una estrategia significativa. El estancamiento político entre ambos no ha terminado: nadie sabe cuánto durará.
¿Significa esto que no cabe esperar un cambio significativo en el modo de producción existente, hasta que un conjunto coherente de ideas económicas y políticas, comparable a los paradigmas keynesianos o hayekianos de antaño, se haya consolidado como una forma alternativa de gestionar las sociedades contemporáneas? No necesariamente. Fuera de las zonas centrales del capitalismo, se produjeron al menos dos alteraciones de gran importancia sin que ninguna doctrina sistemática las imaginara o propusiera con antelación.
Una fue la transformación de Brasil con la revolución que llevó a Getulio Vargas al poder en 1930, cuando las exportaciones de café, de las que dependía su economía, se desplomaron durante la Depresión y la recuperación surgió pragmáticamente por la sustitución de importaciones, sin el beneficio de ninguna fundamentación previa. Lo mismo ocurrió con Perón en Argentina en 1945. La otra, aún de mayor alcance, fue la transformación de la economía planificada en China, tras la muerte de Mao, durante la Era de la Reforma presidida por Deng Xiaoping, con la llegada del sistema de responsabilidad familiar a la agricultura y el impulso, por parte de las empresas municipales y rurales, del estallido sostenido más espectacular de crecimiento económico de la historia registrada. Esto también fue improvisado y experimental, sin teorías preexistentes de ningún tipo.
¿Acaso estos casos son demasiado exóticos como para tener alguna relación con el corazón del capitalismo avanzado? Lo que los hizo posibles fue la magnitud del impacto y la profundidad de la crisis que sufrió cada sociedad: la Depresión en Brasil y Argentina, la Revolución Cultural en China, equivalentes de los golpes a la confianza occidental en sí misma durante la II Guerra Mundial. Si la incredulidad en cuanto a la posibilidad de una alternativa llegara a decaer en Occidente, es probable que algo comparable lo provoque.
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Notas
1 Nye pasó a ser presidente del Consejo Nacional de Inteligencia y secretario adjunto de Defensa en la administración Clinton.
2 Forsyth y Notermans tuvieron cuidado de finalizar su relato haciendo hincapié en que no estaban ofreciendo explicaciones causales de los sucesivos cambios sistémicos que exponían. Notermans, el más prolífico de los dos, se convirtió en un destacado crítico del neoliberalismo --un término que solo se generalizó en este siglo-- desde la perspectiva de una socialdemocracia fríamente realista, y produjo, entre otras cosas, el mejor análisis del modelo económico del impuesto sobre la renta de tasa fija en el país al que se mudó: "An unassailable fortress? Neoliberalism in Estonia", en Localities (2015).
3 Allen Lane, 384 pp., junio 2024.
4 Oxford, 432 pp., septiembre 2023.
London Review of Books