«Si quieres miel, no temas a las abejas.»
«Si quieres ser fuerte, golpéate a ti mismo.»
(Proverbios populares portugueses)
1. Según anunciara su gobierno, China aumentó hasta el 125 % los aranceles sobre los productos estadounidenses en respuesta a Trump, quien a su vez había decretado un aumento de hasta el 145 % de los aranceles sobre los productos provenientes de China al mismo tiempo que nivelaba en el 10 % los aranceles para el resto de los países. Beijing no pestañeó. En sentido estricto, el comercio entre EEUU y China se encuentra ahora en un punto muerto. Se trata de una nueva fractura en el mercado mundial, tras las sanciones económicas impuestas a Rusia y su expulsión del sistema SWIFT. Esta ruptura deja en el aire a la Organización Mundial del Comercio frente a una disputa que se basa en una asimetría. China tiene un superávit comercial anual de casi un billón de dólares, mientras que EEUU enfrenta un déficit comercial gemelo de algo menos de un billón. No es posible predecir la dinámica más probable de este conflicto comercial. Sin embargo, de mantenerse esos aranceles recíprocos, hasta cierto punto parecen inevitables tanto una presión inflacionaria como un freno de emergencia recesivo en la economía mundial. Lo que sí es seguro es que el ataque arancelario de Washington contra Beijing forma parte de una ofensiva nacional-imperialista que persigue como objetivo estratégico, cueste lo que cueste, supremacía estadounidense en el mercado y en el sistema mundial de Estados. La suspensión por 90 días de la mayoría de las demás barreras arancelarias, especialmente contra Europa y Japón, ha dejado claro quién es el enemigo de Washington. El mundo avanza hacia una polarización que tiende a la alineación de Europa, aunque sea contra su voluntad, con EEUU, y de Rusia con China. ¿Qué lugar corresponderá ocupar entonces a América Latina? La respuesta más sencilla nos remitiría a la búsqueda de una integración independiente. Pero ello sería un movimiento táctico para ganar tiempo ante un dilema estratégico.
2. La clase dominante estadounidense sabe que su liderazgo mundial está amenazado. Su superioridad desde que finalizara la II Guerra Mundial ha tenido como punto de apoyo numerosos factores --lo gigantesco de su economía, su hegemonía cultural, su liderazgo científico, su supremacía militar--, pero nada ha sido más importante que el poder del dólar como principal moneda de reserva. Si China decide dar un paso firme hacia la desdolarización mediante la creación de un sistema de transacciones internacionales paralelo al SWIFT, EEUU sufriría un terrible revés. Hasta ahora ha prevalecido la postura prudente de China, pero en días recientes Beijing ha respondido sin ambages al «ojo por ojo» de Trump. La pujanza de la economía china sorprende y asombra al imperialismo yanqui, dividido frente a Trump pero unido contra Beijing, no sólo por el ritmo sostenido de crecimiento del PIB de China, que en la actualidad, según cálculos, asciende como mínimo al 18 % del PIB mundial --de hecho, incluso más, si se considera la Paridad de Poder Adquisitivo (PPA)--, sino también por extraordinarias proezas tecnológicas: los trenes de alta velocidad, la industria aeroespacial, la capacidad de producir baterías de litio para coches eléctricos, la nanotecnología de los chips semiconductores, los equipos para producir electricidad eólica y fotovoltaica, la innovación tecnológica en biomedicina y --lo que es la guinda del pastel-- DeepSeek, la empresa de inteligencia artificial, entre otros logros. China tiene el mayor ejército del mundo, cuyas fuerzas se estiman en dos millones de efectivos. Según el Pentágono, China dispone de un arsenal nuclear de 600 ojivas nucleares. China es indiscutiblemente la segunda potencia económica. Pero hay más. Hasta 1980, la población rural de China representaba más del 80 % de la población total del país. En 2024, la proporción entre población urbana y población rural en China era del 67 % y el 33 %, respectivamente. China ha realizado la mayor y más rápida transición de una sociedad agraria a una urbana en toda la historia; hazaña superada sólo por la erradicación de la pobreza extrema. Al mismo tiempo, sería deshonesto ignorar que China mantiene una política imperialista en sus relaciones con América Latina, África y Asia, pues se aprovecha de las ventajas que le ofrece el intercambio de materias primas por productos industrializados.
3. El enigma chino es uno de los mayores desafíos teóricos e históricos que se le plantean al marxismo contemporáneo. Históricamente, se trata de un desafío de una importancia similar a la caracterización de la URSS en los años treinta del pasado siglo. En aquella época, la izquierda se dividía entre quienes defendían a la URSS y quienes la denostaban, lo que trajo consecuencias que se revelaron irreparables. Un grave error teórico deja tras sí secuelas políticas y programáticas irreversibles. No será diferente ahora, casi cien años después, ante el desafío chino. Frente a la consolidación de un régimen político de partido único, Trotsky ideó la noción de Estado obrero degenerado --o Estado obrero burocráticamente deformado--, fórmula contradictoria y compleja. Respondía con ello tanto a quienes consideraban que la URSS era un Estado socialista, y defendían a Stalin, como a quienes la consideraban un Estado burocrático, un nuevo fenómeno histórico, o una sociedad en la que se habían desvanecido las transformaciones sociales conquistadas por la Revolución de Octubre, y en la que la restauración capitalista hubiese dado paso a un capitalismo de Estado. Hasta 1989-91, la izquierda revolucionaria osciló entre la estalinofilia y la estalinofobia. Sirva de criterio recordar que, en su valoración de la URSS, Trotsky jamás empleó la «vara de medir» economicista. El buen marxismo no debe padecer ni de excesos deterministas económicos ni de excesos estructuralistas sociales. Nunca ha habido una revolución «pura», y mucho menos una república socialista «pura». Las sociedades que atravesaron por procesos revolucionarios eran formaciones económico-sociales híbridas en transición, en las que coexistían diferentes relaciones sociales precapitalistas, capitalistas y postcapitalistas. La cuestión decisiva era y sigue siendo la evaluación de la dinámica histórica: qué avances y qué retrocesos se producen en las relaciones entre las clases y, lo que no es menos importante, qué clase o fracción de clase controla el poder. Trotsky llegó a la conclusión de que en la década de los Procesos de Moscú, en la que, paradójicamente, se había defenestrado a la mayor parte de la dirección revolucionaria bolchevique, la URSS seguía siendo un Estado de la clase obrera y se la debía defender a toda costa contra el imperialismo, a pesar del régimen político «semiasiático». Defensa del Estado frente al imperialismo, sí, pero no frente a su clase obrera. Ello llevó a proponer una revolución política, no una revolución social. Esa posición se puso a prueba en el «laboratorio» de la historia.
4. No parece muy razonable debatir si China ha sido o no escenario de una restauración capitalista, cuando así lo admite la propia dirección del Partido Comunista chino. Desde la época del plan de las Cuatro Modernizaciones impulsado por Deng Xiaoping, la estrategia promovida por Beijing ha tenido como presupuesto de partida la necesidad de una restauración capitalista, o una NEP de cien años. Pero también parece claro que la experiencia china no puede equipararse con el lamentable proceso que en la URSS pusiera en marcha Gorbachov, radicalizara Yeltsin y finalmente reestructurara Putin. En el debate teórico entre marxistas como Perry Anderson e Immanuel Wallerstein, el británico sostuvo que, si bien los escritos de Marx no resultaban concluyentes a ese respecto, tiene sentido calificar de burguesa la Revolución Francesa sólo porque no fue hasta que la guillotina cercenara la cabeza del rey Borbón que en Francia el Estado dejó de estar controlado por la aristocracia, aunque el sustitucionismo social requiriera líderes pequeñoburgueses como Robespierre y Danton para conquistar el poder. El cambio de un régimen monárquico tardío a una república fue la forma política que adquirió la revolución social. Según Wallerstein, el capitalismo ya se había impuesto como relación social dominante, a pesar de la coexistencia de relaciones precapitalistas, mientras que la permanencia de dos clases propietarias en posiciones relativamente antagónicas explicaría la rivalidad entre la nobleza y la burguesía por el control del Estado.
En cuanto interpretación histórica, la hipótesis de Perry Anderson parece más fecunda. La URSS fue escenario de una «restauración capitalista parcial» con la NEP entre 1920 y 1928, pero la naturaleza social del Estado no sufrió cambios. La peculiaridad del caso chino estriba en que la formación económico-social es un híbrido de relaciones capitalistas y relaciones postcapitalistas, erigido durante las tres primeras décadas tras la victoria de la revolución contra Chiang Kai-shek y el éxodo hacia la diáspora en Taiwán y el sudeste asiático de la masa de la burguesía que lo apoyaba. No hay que restar importancia al papel regulador de la planificación de la asignación de recursos, que es un método socialista. Existe un patrón común a la experiencia china y la experiencia rusa dirigida por Lenin y Trotsky. Aunque en ambos países surgió algo que podría definirse como capitalismo de Estado y se formaron burguesías internas, la clase protocapitalista nunca conquistó el poder. Pero también hay una diferencia. La especificidad de China consiste en que la «NEP» tiene ya cuarenta años y, por muy controlada que esté, el tiempo importa.
5. En todo análisis, el marxismo privilegia el carácter de clase. Históricamente hablando, ¿cabe considerar la posibilidad de que exista un Estado que no sea ni una república de los trabajadores ni una república burguesa? Si en este momento de la historia la burguesía no está en el poder, ¿en qué basarnos para definir la naturaleza del Estado? El Estado en China es el monopolio político de un aparato burocrático civil-militar dirigido por el Partido Comunista. Ese aparato conforma una casta privilegiada que ha sido «conveniente» para la prosperidad de la economía privada. Existen y se toleran relaciones «promiscuas» entre miembros de la burocracia y propietarios de grandes empresas capitalistas, así como innumerables ejemplos de «puerta giratoria» en el paso de cuadros del sector público al sector privado. Todo ello es cierto --si bien el proceso no está exento de mediaciones-- y reviste una enorme importancia. No hay «sincronía» entre las relaciones sociales dominantes, que favorecen la acumulación de capital por la burguesía interna y el control político del Estado por el Partido Comunista. Hay conflicto y «sustitucionismo» social.
Se trata de una anomalía, porque las fricciones y los conflictos entre la burocracia y la burguesía son inevitables. Es una situación «fuera de lo común». Pero no es una «excepcionalidad» histórica, porque ya ocurrió, aunque en otro momento. La pequeña burguesía sustituyó a la burguesía en los procesos revolucionarios de los siglos XIX y XX en los países atrasados. La burocracia sustituyó a los trabajadores y a la propia burguesía interna en China. La condición social y política de la burguesía china es de inferioridad social, política e incluso cultural respecto de la burocracia que controla el poder. Aunque el modo de vida de la burocracia sea incomparablemente superior al del trabajador urbano medio, los grados de privilegio son también muy inferiores a los de la burguesía a escala mundial. La cuestión está en determinar si es posible una restauración capitalista, y durante cuánto tiempo, sin que la burguesía gane fuerza social y se alce para conquistar el poder.
¿Cuáles son los límites del sustitucionismo histórico? ¿Provocaría un asedio imperialista prolongado contra China una crisis social interna, que es a lo que apuesta el imperialismo yanqui? ¿O la crisis social y política será más rápida en EEUU, la Unión Europea y Japón que en China? Lo que parece claro, sin embargo, es que si China avanza hacia la desdolarización, tendrá que contar con el apoyo de la izquierda mundial, comenzando por la izquierda de los países periféricos.
Opera Mundi