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Argentina, Mundo, Néstor Kohan :: 23/03/2020

En defensa del hospital público y la salud pública

Néstor Kohan - La Haine
Todavía nuestro pueblo tiene un reservorio de valores inmune a pruebas de pandemias, bombardeos, economistas delincuentes y ataques sistemáticos

[En la foto, el médico comunista Abraham Isaías Kohan en La Habana]

El Hospital de Clínicas «José de San Martín», situado en Buenos Aires, tiene sus orígenes a fines del siglo XIX, aunque fue remodelado en 1949 y se trasladó a su sede actual en 1962. En Argentina este hospital-escuela es “el símbolo” de la salud pública. Al depender directamente de la Universidad de Buenos Aires (UBA, pública y gratuita), recibió absolutamente todos los proyectiles que distintas dictaduras cívico-militares y diversos equipos económicos neoliberales dispararon contra la salud pública y la educación pública en Argentina. En el caso específico de este hospital, ambas instancias han ido siempre de la mano.

La viejísima y apolillada cantinela que concibe a la salud pública y la educación pública como “gastos” y, por lo tanto, como “déficits” en las frías columnas del “debe” y el “haber”, sirvió de pretexto para que “el Clínicas” se constituyera en tiro al blanco de vulgares contadorzuelos y administradores de empresas (sin conocimientos médicos) que han desfilado por su dirección, así como por las secretarías y ministerios de salud.

Si el principal dogma de la economía “neoclásica” (que acumula fracasos tras fracasos como el peor alumno de la historia) postula que para bajar la inflación y estabilizar los balances hay que disminuir salarios, avasallar derechos esenciales y reducir el “déficit fiscal”, entonces eso explica que el ataque feroz e indisimulado contra el hospital público (y en el caso específico del Clínicas = hospital de la Universidad de Buenos Aires) haya sido desde hace como mínimo medio siglo el 'leitmotiv' de todos los golpes de Estado y de cualquier ventrílocuo criollo de Milton Friedman, Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises y otros criminales (neoliberales) de guerra.

No obstante, catástrofes y emergencias sanitarias varias, el ataque terrorista a la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina, a pocas cuadras del Hospital de Clínicas) y ahora la pandemia del coronavirus (COVID-19) hacen que, paradojas de la historia mediante, siempre se termine recurriendo a la ayuda del Hospital de Clínicas como institución “milagrosa y salvadora”. Nunca falla.

En lo personal me tocó transitarlo desde los 13 años, cuando comencé la escuela secundaria. Allí visitaba a mi padre, ya que no vivíamos juntos. Fue mi “segunda casa” durante décadas. Mi viejo trabajó en esta institución hospitalaria decenas de años, en el tercer piso donde está el Servicio de Hemoterapia. Ya de niño, deambulaba entre sus amigos médicos, desde el mítico jefe de mi padre, el doctor Juan Marletta (quien ayudó a salvarle la vida cuando los militares lo amenazaron de muerte y tuvo que huir en 1976) incluyendo bioquímicos, médicos, su secretaria Haydée (una especie de abuela para mí) y varias generaciones de técnicos. Hasta cuando me llevaron preso por dirigir el centro de estudiantes de la secundaria, ¿qué número marqué al hacer la única llamada que permitían en la comisaría? ¡El del Hospital de Clínicas! Mi padre vivía allí. Era su segundo hogar. Le dio su vida entera.

Cuando falleció, luego de cremarlo, ¿qué hacer con sus restos? Lo más lógico era dejarlo en el lugar que él más amaba. Obviamente fueron los jardincitos y escasos pastitos, siempre reciclados, del Hospital de Clínicas. Allí quedó mi padre junto con los mejores años de su vida. Hice un documental artesanal sobre sus proyectos y tareas hospitalarias, incluyendo cartas de las familias de los bebés recién nacidos a los que le salvó la vida con sus transfusiones: «Sangre roja» (https://lahaine.org/cA7A), subido a VIMEO y YOUTUBE. Allí mi padre hablaba a la cámara desde su despacho, los pasillos del hospital y las míticas escaleras. La historia de las primeras transfusiones, el papel de la medicina sanitaria y la salud pública. Recordaba sus viejas amistades, desde el viejo doctor Juan Marletta hasta el cocinero del hospital, que defendía, cuchillo en mano, la carne de la cocina para que nadie se la robara y llegara como alimento a los pacientes. Mil anécdotas. Mil historias.

Pensé que jamás volvería a pisar ese edificio hospitalario. Supuse que quedaría sólo en el recuerdo, junto con las anécdotas de mi madre enfermera e instrumentadora quirúrgica, que de joven siempre trabajó en hospitales públicos hasta que se dedicó a la bibliotecología en escuelas marginales y rurales.

Sin embargo, “la vida te da sorpresas, sorpresas te la vida”, dice la canción. Un cáncer que, según me dijo una cirujana, hizo metástasis, me obligó, casi de casualidad, a volver al Hospital de Clínicas. Otra vez a transitar las infinitas escaleras y los laberintos, otra vez los pasillos en penumbras, nuevamente los viejos y desvencijados asientos de madera. Pero ahora “del otro lado”, como paciente. Pasé meses haciendo análisis y trámites, en Endocrinología y Diagnóstico con imágenes, en Hemoterapia, en Laboratorio, en Anatomía patológica hasta que llegué… al quirófano.

En esos meses vi desfilar con resignación y tristeza toda la gente humilde de la que me hablaba siempre mi papá, indignado. ¡Pero peor que antes! La pobreza creciente de nuestro país y de nuestra sociedad. Incluso una señora analfabeta a la que le tuve que leer el papelito que le indicaron porque no entendía. La destrucción (planificada) de un proyecto independiente de nación y el castigo sin piedad de su pueblo. En esos viejos bancos de madera de medio siglo, destartalados, me leí libros enteros. Ante cada visita me iba con una biblioteca en la espalda, cargada en la mochila. Esos libros y cuadernos me ayudaban a no pensar demasiado y a no tener miedo. Cuando en las largas filas la gente se descontrolaba por el tiempo de espera, se enojaba y se peleaba, yo repetía lo que me enseñó mi padre: “Por favor tenga paciencia, no confunda el lujo de una buena hotelería con un buen hospital y una buena medicina”.

Y llegó la operación. ¡Al fin! Me pasó un tren por encima. ¡Justo en medio de la pandemia del coronavirus, los barbijos y el alcohol, el temor generalizado de la gente, el cuidado de no tocar nada y que absolutamente nada se cayera al suelo para no contagiarse!

Si el presidente definió al coronavirus como “un enemigo invisible”, a mí me atendieron y cuidaron varios ejércitos visibles, con guardapolvos blancos, azules, etc. Desde el equipo de cirujanos y cirujanas, enfermeras y enfermeros, laboratoristas, el equipo de endocrinología hasta el compañero que cada mañana, 6 AM en punto (con su esposa embarazada y dos niños de 2 y 4 años), llenaba el piso de la habitación con lavandina para combatir ese virus propio de una pesadilla futurista que cada día se parece más a una guerra biológica.

A lo largo de los años, en cada clase en la UBA, siempre fui torpe para retener nombres y apellidos. Pero al menos no me quiero olvidar de nombrar en este agradecimiento colectivo al dr. Gabriel Damiano (el cirujano que me operó), a las dras. cirujanas Soledad Cueto y Laura Picolleti (que lo ayudaron como parte de su equipo). A la dra. Andrea Quiroga. A la anestesióloga (nunca supe su nombre) y la cantidad enorme de gente que colaboró en la operación. Al equipo de Endocrinología: el dr. Fabián Pitoia, a las dras. Mónica Sala y Soledad Barrio Löwer Daniela. Al inmenso equipo de Enfermería, gente abnegada y profesional más que amorosa, a los camilleros, a la especialista en nutrición, a los especialistas (que no llegué a conocer personalmente pero que me hicieron múltiples análisis de Laboratorio y Anatomía patológica), a las médicas de piso Sofía y su colega de Olivos (nunca supe sus nombres completos) y por supuesto, a las doctoras Alejandra Velicce, Carla Cicero y a mi amiga-hermana Silvana Rodríguez, a quien mi padre quería como otra hija.

Sinceramente, imposible retener todos los nombres cuando casi no podía hablar, no tenía fuerzas ni para levantar una cucharita con gelatina y tenía que apelar a la rodilla para apretar el botón del inodoro, porque con la mano me costaba más que una pesa de 50 kilos de un gimnasio.

Me generó muchísima emoción saber que el pueblo argentino aplaudió a este “ejército” de guardapolvos blancos que salvan cotidianamente vidas (¡poniendo en riesgo la suya!), a pesar del histórico ahogo presupuestario, de la falta de insumos, de medio siglo de ataques sistemáticos contra la investigación, la medicina pública y los hospitales-escuelas, de instalaciones muchas veces destruidas y abandonadas por una mentalidad comercial-empresarial que privilegia la medicina privada en nombre de dogmas mercantiles, mezquinos, egoístas, interesados y fundamentalmente falsos. Y decimos adrede “falsos” porque los únicos premios Nobel que obtuvo la Argentina se formaron en instituciones públicas, nunca, jamás privadas. ¿Por qué será?

“Con el destino nunca se está tranquilo”, dice una conocida canción de Amparanoia. Con el cáncer, menos aún… Pero, siga como siga la historia, y en medio de esta película distópica tan parecida a una guerra biológica contra los pueblos, quiero expresar públicamente MI AGRADECIMIENTO TOTAL a esta gente entrañable que en las condiciones más difíciles pone en riesgo su propia salud y su propia comodidad para salvar vidas de los demás. ¿Quién dijo que todo está perdido? Todavía nuestro pueblo tiene un reservorio de valores inmune a pruebas de pandemias, bombardeos, economistas delincuentes y ataques sistemáticos.

¡INFINITAS GRACIAS!

(Creo que después de todo mi padre no estaba equivocado).

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* Néstor Kohan. Profesor de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Buenos Aires, Argentina, 22 de marzo de 2020

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