El Guardián

x Alberto Di Giusto

Buenos Aires, Argentina.- En Retiro, detrás de la estación del San Martín, hay un galpón enorme de aspecto abandonado cuyas chapas oxidadas esconden el Depósito Municipal de las Esperanzas Perdidas. Dentro, un solo guardián acomoda en bolsitas con naftalina las esperanzas que los barrenderos recogen cada día por las calles.

Casi sin darse cuenta, empezó su labor el 26 de Julio de 1952 [fecha de la muerte de Eva Perón] cuando en medio de la multitud inconsolable que hacía cola frente a la CGT, vió esas esperanzas que caían como hojas secas arremolinándose con el viento frío. Recogió unas cuantas y concluyó que era mejor guardarlas para cuando alguien las reclamara.

Fueron pasando los años y cada día siguió encontrando otras esperanzas, navegando como barquitos de papel en las zanjas de las madrugadas. Con una buena cantidad en su casa, se percató que envejeciendo se acentuaban los colores y matices que las diferenciaban. En poco tiempo, las esperanzas banales, como aquellas de poder sacarse la lotería o que Boca gane el próximo partido, se arrugaban y se deshacían en miguitas; otras, como aquellas de curarse de alguna enfermedad, si bien tomaban una coloración marrón oscura, se hacían maleables, elásticas y bastantes resistentes. Por último, las que deseaban un cambio social y político que diera bienestar a todos, si bien se mantenían rígidas y de buen color, comenzaban a emanar un olor rancio que obligaba a encerrarlas en cajitas con lavanda.

Del armario pasó a un cuartito para los cachivaches; luego, ocupó el garaje y cuando éste no dió para más, se resolvió a presentar el problema al Consejo Deliberante. En esos años había sentido decir al ministro de Salud Pública que un cuarto de la población sufría de alguna forma de enfermedad mental e interpretó, haciendo cálculos aproximados, que más o menos correspondía a la cantidad de esperanzas almacenadas. Fundamentó su pedido de crear el Depósito Municipal en el temor de que tanta gente sin esperanzas, cayendo en apatía, pudiera ser causa de la pérdida de la soberanía nacional. Era un tipo de buen corazón y un tanto ingenuo para saber que otros ya se estaban ocupando prolijamente de eso.

Vagamente existía una sospecha de que para algo servirían esas esperanzas que se desprendían y se largaban a planear como una pluma en el aire cálido del verano. Los médicos y los químicos convocados no pudieron dar una explicación plausible, salvo decir que no eran animales ni vegetales, pero que todas tenían el mismo código genético aunque pertenecieran a personas distintas. Tampoco los psicólogos, ni los semiólogos y filósofos consultados llegaron a un veredicto unánime. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que las esperanzas se regeneran y esas, las extraviadas, se podían tranquilamente tirar a la basura.

Sólo él mantenía la posición de que el extravío de una esperanza transformaría una persona y ya no podía ser más la misma, que algo mutaría en su profundo interior. Había visto muchas veces crecer una cicatriz dura en el lugar de donde se había desprendido la esperanza y pensaba que asi se habían formado esas terribles corazas en las personas insensibles. Insistía en que el dar a las personas un lugar dónde ir a recuperar su razón de vivir, esa ancla a la historia y a la vida, produciría un efecto benéfico en toda la sociedad. Remarcaba con ejemplos: no era lo mismo ser un pobre tipo, un abúlico sin ganas, que tener la esperanza de buen tiempo ese domingo para poder gozar el asado al lado de la pileta en la casa del primo. Decía con énfasis que si un enfermo pierde la esperanza, se deja morir. Con la esperanza se pierde también esa fuerza ignota que lleva a luchar por lo que uno cree, desea o considera justo; y lo mismo podía suceder con el país. Si todos sus habitantes dejaran caer sus esperanzas, las banales y las importantes, sobre los adoquines de las calles mojadas para ser pisoteadas impunemente por los autos, se perderían irremediablemente esas fuerzas interiores, potenciales transformadoras de la realidad. Con la creación del Depósito Municipal, en cambio, las personas carentes de esperanza tendrían un lugar dónde ir a recobrarla.

Destinaron el galpón en Retiro y se decretó la recolección diaria a través de los barrenderos públicos y el traslado en un furgoncito especialmente acondicionado para ellas, seres frágiles y sensibles. Sin personal adecuadamente calificado para el nuevo puesto, él fue el único idóneo para ser el guardián, y para organizar y catalogar, como le pareciera mejor, las esperanzas perdidas. Pronto aprendió a clasificarlas en categorías bien definidas y a estudiarles las sutiles variantes.

Fue viendo los cambios históricos a través de las que llegaban a su mesa de clasificación. Hubo épocas en que casi ninguno las perdía y otras en las cuales la abundancia de esa hojarasca gelatinosa dejaba manchas pegajosas en las veredas. Al día siguiente de cada ajuste económico o de cada cambio de ceros en la moneda, la cantidad de esperanzas perdidas aumentaba proporcionalmente a la subida del dólar y poco a poco fue llenando el galpón. En los últimos veinticuatro años hizo su mejor recolección porque, salvo en unos pocos momentos, las esperanzas fueron arrancadas de las personas como si la entera población hubiera sufrido los efectos de un ciclón.

Nunca nadie se presentó a reclamar nada y la Municipalidad hace ya años que se olvidó de pagarle el sueldo. Hoy, el guardián está viejo. Continúa su trabajo con pulcritud y amorosamente sigue envasando las esperanzas perdidas, acomodándolas para su largo sueño en las altas estanterías. Cuando ve en el subterráneo la multitud deformada por tantas cicatrices que parecen un solo callo, siente un gran dolor en su corazón sensible. Entonces se desespera tratando de encontrar tácticas para que no todo se pierda en el país y como un mendicante más comienza a repartir entre los pasajeros tarjetitas que dicen: "La utopía está aquí cerca. Si perdió las esperanzas, venga a buscarla a Retiro".

Alguna buena señora, viendo sus ojos tiernos, le da una moneda como limosna; otros, sin siquiera leerla, dejan la tarjetita sobre sus rodillas indiferentes. Viéndolo desconsolado, un experto vendedor ambulante le explica que las leyes del marketing han cambiado y pese a resultar una competencia en la conquista del mercado, solidariamente le aconseja de regalar una esperanza a quién compre un encendedor por un peso.

 
         
   
 

| Principal | España | País Vasco | Internacional | Antiglobal | Antimúsica |
| Pensamiento autónomo | La violencia como herramienta de lucha política | Alizia Stürtze |
| Reconstruyamos la historia de América Latina | La prensa al servicio del neoliberalismo |
| Anticultura | Desenmascaremos a Garzón | Antirred [enlaces, campañas] |