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Ternura y temor hacia la juventud que vuelve a
la carga
x Inés Arcia [Cuentos de la represión]
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Buenos Aires, 1970. Las discusiones se hacían
interminables y al amanecer el salón estaba lleno de humo de cigarrillos
y tazas vacías de café. Ella los veía hacer, debatir,
discurrir, con cierta ternura y bastante temor. Pero ¿cómo
cerrarse ante argumentos tan contundentes? Por un instante se sentía
partícipe de esa juventud, y le gustaba creer que las cosas iban
a cambiar.
¿No ves Viet Nam? ¿No ves la revolución cubana donde
unos muchachos han tomado el poder y están creando el hombre nuevo,
libre, solidario, austero, honesto, educado, sano... ¡abajo la pobreza,
basta de burócratas, viva la democracia y el socialismo!. ¿No
ves que en Estados Unidos la juventud se niega a ir a la guerra, a consumir,
blancos, negros, hispanos, todos juntos... En medio de todas esas disquisiciones,
estudiaban, se enamoraban, trabajaban, vivían modestamente, lo
compartían todo, tenían hijos, nada era demasiado sacrificado
porque... ¡faltaba tan poco para la toma del poder y la construcción
de la nueva sociedad.!
Mientras tanto ahorraba dólares, se mudaba constantemente de casas
que ya no podían soportar una sola reunión más sin
llamar la atención, y se encontraba con sus amigas para tomar el
té y jugar a la canasta, mujeres de militares, abogados, médicos,
la flor y nata de la ciudad. Hasta que llegaron una noche buscando a su
hija Susana. Por suerte ella había anticipado su regreso de las
vacaciones, estaba ansiosa, preocupada, no sabía muy bien por qué.
Nos volvemos, dijo y al llegar empezó a limpiar el apartamento
de los libros de Marx, Lenin, el Che, de Neruda, Cortázar, Sartre,
todos terroristas subversivos que corrompen el pensamiento de nuestra
juventud occidental y cristiana, como decían los periódicos.
Y fue por eso que cuando los cinco policías de civil entraron en
el apartamento buscándola no entendieron, dudaron, allí
no había nada y esta señora los trataba con suficiencia,
exigiéndoles la documentación y diciéndoles que de
ahí su hija no salía si no era con ella.
Después vino el exilio, y se quedó sola. Y recién
entonces empezó a tener miedo. No sé qué me pasa,
nena, yo que antes hacia tantas cosas, que iba y venía de la cárcel,
que cuidaba a tus nenitos, que hacía callar a las estúpidas
de mis amigas... Ahora todo, por mínimo que sea, me asusta. Veo
el mundo a través de la televisión, tanta muerte, tanta
injusticia, tanta gente que no tiene que comer, no sé a dónde
vamos a ir a parar.
Milagrosamente su hija finalmente se instaló en ese exilio lejano,
sentó cabeza, como diría alguien. Porque sobrevivir fue
realmente un milagro, una pura casualidad en el mar de cadáveres
que regaron el país. Atrás quedaron los proyectos, el hombre
nuevo, la solidaridad, el mundo compartido. Susana maduró deprisa
sin tener tiempo para mirar atrás.
Ahora todo es como tiene que ser, como debía haber sido. Claro
que lejos, en Europa. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar,
como decía su marido. Y sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido,
a pesar del bienestar, la juventud que lo tiene todo vuelve a la carga.
Mis nietos llenan ese piso europeo de jóvenes que conversan hasta
la madrugada, el porro y el calimocho, el poster del Che, los pañuelos
palestinos. Se niegan a consumir, trabajan, estudian, comparten, aman,
sueñan con otros hijos para la sociedad nueva. Y mi hija Susana
mirándolos con ternura y temor, como yo hace tanto tiempo.
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