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Ley de Extranjería: Ley de Defensa de los Privilegios
Imperialistas
Javier Indurain Eseverri - Militante de SOS Racismo
Ya entró en vigor la contrarreforma de Ley de Extranjería propugnada
por el Gobierno y el PP. Una ley ampliamente contestada social y políticamente,
que no dudamos de que en pocos días va a ser declarada inconstitucional,
y que no dudamos en afirmar que atenta contra la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, tan ensalzada en las celebraciones y tan denostada
en la práctica y en las leyes.
Pero el que hoy entre en vigor no significa que la política de inmigración del Estado español desde el año 85 haya sido buena. Una Ley de Extranjería perversa no debe hacer buenas a las anteriores, y no se nos puede olvidar que las anteriores leyes de Extranjería del Estado español han atentado igualmente contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que han sido también «injustas y discriminatorias».
En 1985 se elaboró una Ley de Extranjería que fue calificada como una de las más duras de Europa. Tuvo una gran importancia, porque en ella se fijaron las condiciones en que una persona extranjera no comunitaria puede trabajar y residir en el Estado: el sistema de cupos.
Durante 1999 se promovió una reforma que trataba de «humanizar» dicha ley, que suponía un indudable avance en el reconocimiento de los derechos de las personas inmigrantes, pero que dejaba intacto el sistema de control de fronteras: el cupo.
La contrarreforma del año 2000, que tampoco modifica el sistema de cupos, fundamentalmente suprime todos los derechos de los inmigrantes sin permiso de residencia. Perdón, todos los derechos, no; como dijo cierto miembro del Gobierno «seguirán manteniendo el derecho a la vida y a no ser torturados» (aprovecho la frase para hacer un pequeño homenaje/recordatorio a todas las personas muertas en el Estrecho de Gibraltar, suicidadas en comisaría, o que han muerto por golpearse contra el retrovisor de un coche, por un disparo fortuito o arrolladas por un tren).
La discusión sobre la necesidad de una ley de Extranjería, así como sobre la necesidad de sucesivas reformas, se ha planteado siempre como la elaboración de «la ley posible para afrontar el problema de la inmigración». Con este razonamiento de partida se falsea el debate, ya que se introducen dos premisas previas que no se discuten, que se dan por hecho: la primera es que la inmigración es un problema, y la segunda que la inmigración como problema hace referencia fundamentalmente al flujo de pobres, reprimidos y excluídos que vienen intentando mejorar sus condiciones de vida. Se culpabiliza a las víctimas de ser víctimas, olvidando/obviando el contexto socio-económico que provoca el fenómeno.
Se hace necesario recordar la evidencia: los inmigrantes no son la causa del problema, los inmigrantes son las víctimas del problema. Y el problema son las injustas relaciones internacionales impuestas por unos países ricos, cada vez más enriquecidos, a unos países empobrecidos, cada vez más empobrecidos. Las causas del problema son el FMI, el Banco Mundial, La Organización Mundial del Comercio, los laboratorios farmacéuticos, las grandes multinacionales, los transgénicos, las deudas externas-internas... La llamada globalización, en la que nadie discute la absurda lógica de que el capital especulativo y las mercancías puedan circular libremente por el planeta, mientras que las personas no tienen siquiera el derecho del que gozan las cosas.
Frente a esta situación internacional, ¿qué es lo que hacen los estados de los países del llamado Primer Mundo?: leyes de Extranjería. Leyes de «control de fronteras» cuya única finalidad es la de «preservar una situación de privilegio» creada en un rinconcito del planeta a costa del sufrimiento del resto del mundo (el 20% de la población del planeta poseemos más del 80% de la riqueza). Preservar una situación de privilegio a costa de infringir los más elementales derechos de la persona.
Si cambiásemos la premisa de partida de elaborar «la ley posible para afrontar el problema de la inmigración» por otra que dijese «la ley posible para el efectivo cumplimiento de los derechos humanos» quizás llegásemos a articulados diferentes a los de las leyes de Extranjería que conocemos. Quizás llegásemos a la conclusión de que «el primer derecho de una persona emigrante debería ser no verse obligado a emigrar», pero si emigra debería ser tratado con dignidad allí donde llegue, como persona sujeto de derechos.
Las distintas leyes de extranjería/políticas de inmigración del Estado español obedecen a ese esquema. Al margen del mayor o menor incumplimiento de los derechos humanos de cada una de las leyes, el criterio manejado por todas ellas para permitir la entrada de extranjeros no comunitarios ha sido siempre el mismo: el cupo. Es decir, nuestros intereses particulares: «puestos de trabajo a cubrir por gente extranjera porque la gente de aquí no los cubre».
El Estado español fija anualmente, supuestamente en función de las necesidades del mercado laboral nacional, el número de personas extranjeras no comunitarias que pueden entrar a trabajar-residir, el cupo, asignándolo a actividades económicas concretas (generalmente construcción, labores agrícolas, asistentes del hogar y cuidado de enfermos/ancianos). ¿Acaso no es esto «preservar una situación de privilegio» de manera insolidaria? Además, en el caso de la política de inmigración de los gobiernos españoles, de una manera rácana. Un informe del BBV del año 1997 estima las necesidades del mercado laboral español en 200.000 trabajadores extranjeros anuales, durante cinco años. Un informe de la ONU de 1999 estima que, debido al envejecimiento de la población, para mantener los actuales niveles de jubilación y prestaciones sociales, es necesaria la entrada de 250.000 personas inmigrantes al año durante 25 años. El cupo que el Estado español fijó para el año 1998 fue de 28.000 personas.
Desde la perspectiva de la ética, desde los principios de los derechos humanos básicos, desde la auténtica solidaridad como único progresismo posible, debemos admitir que no hay razones aceptables para distinguir entre derechos de la gente que es de aquí y la que no lo es. Por ello planteamos una postura contraria a cualquier ley de extranjería, porque cualquier ley así entendida es una manera de discriminar a las personas y es una manera de defender los privilegios de las sociedades desarrolladas que pretenden «regular» a voluntad y en función de sus intereses (generalmente asegurar mano de obra precaria) el grifo de los flujos migratorios.
Todos los derechos democráticos para todos, este debe ser nuestro lema.
Kolectivo
La Haine
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