Comuniones, ateísmo y sentido de la vida
Como tan bien explica R. Joly en su "Dieu vous interpelle? Moi, il m'évite" ("¿Dios te interpela? Pues a mí me esquiva"), reconocerse hoy atea está mal visto, no es políticamente correcto. Y es que la lucidez crítica incomoda en estos tiempos de pensamiento frágil, aunque parece obvio que un ateísmo solidario y políticamente comprometido es la única postura que puede hacer frente coherentemente a ese supuesto Dios creador todopoderoso, sobrenatural e incognoscible que no es sino un producto cultural mantenido históricamente por unas estructuras de poder total y absolutamente terrenales, que se aprovechan de la inquietud que en el ser humano produce su irremisible finitud, y le llevan a edulcorar infantilmente su miedo con consuelos ficticios y compensaciones increíbles, coartándole la libertad.
Los creyentes se equivocan cuando se apiadan del ateo cuya vida, dicen, no tiene sentido, puesto que no tiene sentido de trascendencia, ni esperanza de inmortalidad o de recompensa futura. El sentido de la vida desde la lucidez crítica del ateísmo es el que le otorga la vida misma, que es lo único que poseemos y que, por tanto, tenemos que abordar con radical seriedad y con compromiso moral, intentando mejorarla individualmente y sobre todo colectivamente. La urgencia y la valorización de la vida tienen algo de integral para el ateo cuya utopía civilizadora es una humanidad libre de la omnipresencia religiosa siempre predispuesta a la intolerancia y el integrismo.
Como dice Comte-Sponville «mi vida no tiene sentido en sí misma... no existe un sentido absoluto; pero hay sentido en mi vida cada vez que se pone al servicio de algo o de alguien íde una causa justa, de personas que amo, de proyectos liberadores...».