Coronavirus y decrecimiento
Ante el vigor de las pandemias sanitaria y represiva es urgente acometer una discusión sobre la actualidad de la perspectiva del decrecimiento. Tanto más cuanto que lo que infelizmente tenemos delante de los ojos en nada se ajusta a lo que reclama esa perspectiva. Nada tiene que ver, por decirlo de otro modo, con el horizonte que el mundo decrecentista ha manejado en las dos últimas décadas, que no es otro que el de movimientos y sociedades que, de manera consciente y voluntaria, y en virtud de los imperativos derivados de los límites medioambientales y de recursos del planeta, asumían un ejercicio de autocontención.
El escenario presente no es el de nuestro decrecimiento, por mucho que revele bien a las claras la necesidad de articular –ante la condición insostenible del sistema que padecemos- un proyecto de esa naturaleza, y por mucho que determinados fenómenos sobrevenidos, y determinadas lógicas sociales de carácter cooperativo, demuestren que el decrecimiento es posible. Entre las segundas, las lógicas, parece obligado mencionar la estimulante proliferación de grupos de apoyo mutuo. Entre los primeros, los fenómenos, hay que incluir el retroceso operado en los niveles de contaminación, la sensible reducción registrada en el consumo de combustibles fósiles y, en fin, el freno que ha experimentado la agresiva turistificación de los últimos años.
Urge subrayar, de cualquier modo, que los tres procesos recién mencionados, saludables en sí mismos, no son el producto de decisiones colectivas y voluntarias. Esto al margen, ningún dato invita a concluir que instancias internacionales, gobiernos y empresas se proponen mantenerlos en el tiempo. Y eso que, aunque al debate correspondiente no se le preste mayor atención, algunos datos llamativos están sobre la mesa. Un estudio reciente anunciaba, sin ir más lejos, que el retroceso de la contaminación bien pudiera salvar en China 77.000 vidas, una cifra que acaso multiplica por veinte la de los muertos oficialmente reconocidos, en ese país, de resultas del coronavirus. Da que pensar.
Creo que, habida cuenta de lo anterior, lo suyo es recordar lo que nos dice hoy la propuesta del decrecimiento, con la vocación expresa de subrayar que esa propuesta remite a horizontes muy diferentes de los que manejan quienes dirigen la miseria que nos rodea. Nos dice, por lo pronto, que hay que colocar en primer plano las demandas de las capas más castigadas de la población, algo que con toda evidencia, y fanfarria retórica aparte, no está sucediendo en una crisis, la actual, que presenta un manifiesto carácter de clase. Exige, por otra parte, rebajar el peso -en su caso desmantelar- de sectores económicos enteros, como las industrias del automóvil, de la aviación, de la construcción, de la guerra o de la explotación de los animales. Reclama prescindir, en paralelo, de los segmentos suntuarios de la economía y acrecentar el relieve de los vinculados con la atención de las necesidades sociales insatisfechas y con el respeto del medio natural.
Parece que se impone acabar, en particular, con la industria agroalimentaria -fuente evidente de riesgos ingentes para la salud- tal y como hoy la conocemos; nuestro deber es relocalizar esa industria, acercar la producción y descentralizar todos los procesos implicados. Urge también, en suma, liberarnos del sistema financiero y sus miserias, y buscar al efecto fuentes propias de financiación, lejos del lucro y del beneficio privado. Entre nuestras obligaciones se contarán, de resultas de todo lo anterior, viajar y consumir menos, repartir el trabajo, desarrollar formas de ocio creativo, reducir las dimensiones de muchas infraestructuras, fortalecer la vida local y apostar por la sobriedad y la sencillez voluntarias.
Frente a lo que sucede en estas horas, es vital recuperar la vida social y colocar en primer plano los cuidados y los bienes relacionales –los que surgen de las relaciones entre los seres humanos-. Tenemos que rechazar, por añadidura, la dimensión jerárquica, autoritaria, represiva y militar de medidas que, como las comúnmente aplicadas en los últimos tiempos, bien pueden anunciar un estado de excepción permanente. El antídoto se llama apoyo mutuo y reclama denunciar la superstición que convierte al Estado en nuestro salvador y protector.
Pese al silencio que acompaña a la discusión correspondiente, estamos obligadas a tomar conciencia, también, de la situación, a menudo tétrica, de los países del Sur. No se trata de exigir –entiéndase bien- que éstos decrezcan: se trata de demandar que crezcan de manera diferente, que eviten los atrancos a los que hemos llegado en el Norte y que lo hagan al amparo de la recuperación de muchas de las prácticas y de las sabidurías cotidianas de las comunidades indígenas. Unas y otras son con frecuencia muy iluminadoras a la hora de encarar el horizonte del colapso, de prepararnos para lo que significa y de hacerlo de la mano del decrecimiento del que hablo, de la desurbanización, de la destecnologización, de la despatriarcalización, de la descolonización, de la desmercantilización y de la descomplejificación de nuestras mentes y de nuestras sociedades.
Vuelvo al principio, y lo hago para recordar que la perspectiva del decrecimiento exige la introducción de cambios radicales. Al respecto ésta es -puede ser- una buena ocasión para pensar en lo que nos espera si seguimos como hasta ahora. A mi entender, y en suma, se hace difícil imaginar que esos cambios no lleven una impronta libertaria y no se concreten en prácticas autogestionarias, en el apoyo mutuo y... en la expropiación del capital.