Crímenes ocultos del franquismo en Canarias
Esteban Chirino y Sebastián Romero salieron del muellito de San Cristóbal en su barca de dos proas, la madrugada era lluviosa en aquel septiembre del 36. Lo que vaticinara en el bar de Florido el viejo pescador retirado, pronto se cumpliría. El mar estaba repleto de cadáveres, algunos en sacos atados de pies y manos, los otros semidesnudos con el estómago hinchado y los ojos abiertos como mirando al infinito.
Los dos hombres remaban con el pánico metido en sus entrañas, no podían decir nada, los podían acusar de rojos y también ser asesinados, aunque ni siquiera militaran en ninguna organización de la izquierda canaria. La valiente barquilla atunera avanzaba y se escuchaban en la quilla los golpes de los cuerpos de los republicanos asesinados por los fascistas.
Comenzaba a amanecer y varios camiones atravesaban el túnel de La Laja con algunos falangistas al volante, cuatro militares de artillería, dos guardias civiles, junto a los señores de gente rica, venían de los riscos de la Mar Fea, desde donde arrojaban al mar a cientos de hombres cada noche, secuestrados en sus casas por las Brigadas del Amanecer.
Desde el barco Esteban y el joven Chano los veían regresar, de ahí procedían los cadáveres, la corriente no siempre se los llevaba mar adentro, también los traía al barrio marinero para terror de sus habitantes, que contemplaban aquella imagen brutal de seres flotando sin rumbo, como muñecos gigantes, al compás de las olas.
Tenían que esperar la subida de la marea para partir hacia la costa de Fuerteventura a pasar varios días pescando, en ese tiempo trataban de evitar mirar los cuerpos, pero se hacía inevitable, caras conocidas, muchachos jóvenes del sindicato, Juan Prada, “El Gallego” de la CNT, Mauricio Trujillo, enlace sindical de la Federación Obrera en los tomateros de los Betancores en Los Giles, Manuel Bravo, militante del Partido Comunista, rostros inolvidables, blancos como las paredes de cal, sin rumbo después de ser devueltos de las profundidades.
Esteban y Chano sabían que en pocos días habría más cuerpos sobre el inmenso azul, no decían nada, solo miraban los camiones de Falange y los lujosos coches de los patronos volviendo por el túnel eufóricos, satisfechos de su “cruzada”, de la premeditada campaña de exterminio fraguada meses antes del golpe de estado del 36. La corriente los traería al barrio; ellos lo sabían, el cura de Telde con pistola al cinto y como buen experto en el tiro de gracia después de los masivos fusilamientos,lo sabía; Eufemiano lo sabía; el hijo de la marquesa lo sabía; el empresario Bonny lo sabía; el conde lo sabía; todos lo sabían pero les daba igual que los asesinados fueran vistos por el pueblo, por la gente de bien, por las personas honradas que dedicaban sus vidas al trabajo, a la pesca, a la agricultura, a la construcción de paredes y carreteras. Los asesinos eran conscientes de todo, pero no les importaba, permitían que aquel espectáculo terrorífico fuera visto por niños y niñas, por toda la gente que desde las ventabas miraba con mucho miedo y sin decir nada, el desasosiego ancestral que venía de los tiempos de la criminal conquista, de los siglos de esclavitud y de hambre, de los abusos de poder, del derecho de pernada, del dolor de ver morir de hambre a los hijos de la generalizada explotación orquestada por una oligarquía corrupta y asesina.
Los dos amigos, compañeros de faena y sufrimiento pusieron los viejos motores en marcha, se encaminaron al horizonte dejando atrás el horror, la tristeza, la represión brutal en aquellas islas desafortunadas donde apenas hubo resistencia al golpe fascista, un territorio insular en manos de psicópatas, de personajes vestidos de azul o con sotanas y cruces, con los ojos ensangrentados de odio.
Al momento, nada más adentrarse en alta mar, comenzaron a divisar a los cientos de delfines, como siempre comenzaban a perseguir la barquilla, jugaban felices, saltaban crías y mayores, se escuchaban sus chillidos de felicidad en medio de aquel océano limpio e inmenso.
Esteban y Chano no decían nada, solo miraban a los alegres animales, el viento de la libertad enredaba sus cabellos, las ganas de no regresar jamás a la bahía de los muertos.