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Estado español :: 29/06/2022

Cuando los intelectuales españoles debatieron sobre la OTAN: Sin salida

Ignacio Echevarría
A partir de la llegada de Felipe González al gobierno, empezó a darse en toda España, entre los representantes del régimen y los de la cultura, un festivo conchabamiento

Para mi franja generacional, la de quienes accedieron a la mayoría de edad al mismo tiempo que en España se restauró la democracia participativa, hay una serie de jalones históricos que adquirieron muy pronto el valor de hitos simbólicos y que contribuyen mejor que nada a explicar los rumbos de la sociedad española a partir de la llegada de los socialistas al poder, en 1982. Uno de ellos, quizá el de mayor trascendencia, es el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, celebrado el 31 de mayo de 1986. Es sabido que, tanto antes como durante la campaña electoral que precedió a su victoria en las urnas, los socialistas, que se disponían a heredar como un hecho consumado el ingreso de España en la OTAN, formalizado muy poco antes de su llegada al poder, habían declarado su oposición al Tratado de Washington y su exigencia de un referéndum que avalara o no la conveniencia de adherirse al mismo. El eslogan de su posición a este respecto era un cauteloso “OTAN, de entrada no” que apenas dos años después, ya en el Gobierno, y enfrentados imperiosamente a la celebración del referéndum, mutó en un resuelto “Vota SÍ en interés de España”. Un envalentonado Felipe González, enseguida convertido él mismo (y con él su partido) en el camaleón que no ha cesado luego de cambiar de colores, apuntalaba este último eslogan con una amenazadora advertencia: “El que quiera votar que no, que piense antes qué fuerza política gestionará ese voto”. 

A finales de 1981, poco antes de firmarse la adhesión de España a la OTAN, un sondeo publicado por El País concluía que sólo un 18% de la población española estaba a favor de entrar, mientras que el 52% se declaraba abiertamente en contra y el 30% no sabía o no contestaba. El Gobierno del PSOE tuvo que emplear todo el peso del Estado y de los medios públicos para doblegar la voluntad de una ciudadanía que, en las encuestas, no mucho antes de la celebración del referéndum, se manifestaba favorable a la salida de la OTAN. La pregunta que se planteó a los españoles en mayo de 1986 –“¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?”– fue cuidadosamente estudiada, y formulada al final del modo más capcioso, a efectos de allanar las resistencias al sí. Entre otros ardides, se contaba el de evitar las siglas OTAN y en su lugar emplear el nombre Alianza Atlántica. Previamente a la pregunta, se detallaban tres de esos términos: “1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la estructura militar integrada”; “2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en territorio español”; “3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España”.
Ninguno de estos tres términos ha sido respetado con posterioridad.

El referéndum, en el que participó un 59,42% de la población, arrojó un 52,5% de votos a favor del sí, un 39,85% a favor del no, y un 6,54% en blanco. Como concluía un revelador informe elaborado por el Centre Delàs d’Estudis per la Pau en 2016, cuando se cumplían treinta años de la celebración del referéndum, “se puede considerar la integración en la OTAN como el entierro definitivo de las esperanzas de las fuerzas sociales que habían luchado para construir un modelo de democracia más participativo que permitiera intervenir directamente sobre cuestiones de trascendencia. Aquella derrota cerró de manera definitiva la transición española de la dictadura franquista a la democracia y los movimientos sociales vieron frustradas sus esperanzas de transformación y ruptura con el viejo régimen. La prueba es que nunca más en España se celebró un nuevo referéndum”.

Según una encuesta encargada recientemente por el Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos, en vísperas de celebrarse en Madrid una cumbre de la OTAN, el 83% de los españoles se muestra favorable a la continuidad de España en ella. Conforme a esta misma encuesta, el apoyo es casi unánime entre los electores de la derecha y centro-derecha, mientras que entre los votantes de izquierda se sitúa en el 66%. Hace sólo cuatro años, el apoyo alcanzaba diez puntos menos, apenas un 73%, de lo que cabe desprender que el incremento se ha producido específicamente entre los votantes de izquierda.

En mi contribución al libro colectivo ideado y coordinado por Guillem Martínez CT o la Cultura de la Transición: crítica de 35 años de cultura española (Debolsillo, 2012), me detenía particularmente en el referéndum sobre la OTAN para justificar la tesis que allí sostenía, a saber: que la llegada al poder de los socialistas, en 1982, supuso un histórico cambio de signo en lo que durante al menos dos siglos había sido la actitud comúnmente característica de los escritores, artistas e intelectuales españoles con respecto el poder: la de un criticismo y una resistencia a menudo hostiles y combativas, muy en particular durante el franquismo. 

“Durante los años ochenta –escribía yo–, a partir de la llegada de Felipe González al gobierno, empezó a darse en toda España, entre los representantes del Estado y los de la cultura, un festivo conchabamiento que ilustran ejemplarmente las célebres reuniones en ‘la bodeguilla’ de La Moncloa, en las que Felipe González y la que entonces era su mujer, Carmen Romero, convocaban periódicamente, de manera informal, a un grupito de amiguetes entre los que se contaban como asiduos algunas destacadas figuras y figurones de las artes, las letras y el periodismo español (entre ellos, Francisco Umbral, Miguel Ángel Aguilar, Javier Pradera, José Luis Coll, Luis Eduardo Aute y tanti quanti, incluidos, no se lo pierdan, Teddy Bautista y Ramoncín). Interesaba al nuevo Estado democrático liderado por González, el lucimiento de los intelectuales y creadores como garantía de credibilidad y airosa rúbrica al proyecto de renovación y desmemoriada convivencia, emprendido con el consenso de la mayor parte de la población. Y aquéllos se dejaron agasajar complacidamente, con frecuencia infatuados por las ventajas de una nueva modalidad de “compromiso” que por vez primera en la historia los alineaba con el bando ganador.

“Acerca de esto último, poseen una enorme ejemplaridad los alineamientos respecto al referéndum sobre la permanencia o no en la OTAN. Había de ser el mismísimo Juan Benet –a pesar de haberse mostrado siempre muy crítico con ‘las evidentes contradicciones y culpables errores de los dirigentes socialistas’– quien, secundando una iniciativa de Javier Pradera, impulsara y redactara un manifiesto en respaldo al SÍ que propugnaba el Gobierno, después de una campaña llena de ambivalencias que indispuso a buena parte del electorado en contra de la Alianza. El manifiesto obtuvo, entre otras muchas, las firmas de personalidades como Julio Caro Baroja, Eduardo Chillida, Antonio López, Rafael Sánchez Ferlosio, Jaime Gil de Biedma, Jorge Semprún, Adolfo Domínguez, Oriol Bohigas, Juan Cueto, Juan Marsé, Luis Goytisolo, José María Guelbenzu, José Miguel Ullán, Assumpta Serna, Álvaro Pombo, Luis Antonio de Villena, Beatriz de Moura, Carlos Bousoño, Sancho Gracia, Santos Juliá, Luis de Pablo, Javier Pradera, Michi Panero, Francisco Calvo Serraller, Marta Moriarty, Tomás Lloréns y un largo etcétera. […] Ciertamente, la complicidad que, al poco de morir Franco, se estableció en España entre la clase política y la intelectual, sólo puede explicarse si se entiende que, como escribiera Vázquez Montalbán, ‘se habían creado las condiciones materiales para que el supuesto milagro político de la transición consistiera simplemente en la adecuación de unas superestructuras de poder a lo que en la base material ya se había dado: la conformación de una sociedad fundamentalmente burguesa, cuya vanguardia, militara en la socialdemocracia o en los centros democráticos, había de ser la gran protagonista y beneficiaria de la transición y la que aportaría cuadros, cargos y dirigentes a casi todas las formaciones políticas y todos los estamentos de poder, que son la verdadera silueta del establishment democrático’. Serían los representantes de este establishment quienes fijaran, según Vázquez Montalbán, el gusto de lo culturalmente correcto a la par de lo políticamente correcto”. 

El mismo Vázquez Montalbán se contó entre los firmantes, en 1986, del documento contra la permanencia de España en la OTAN promovido por la Plataforma Cívica para la Salida de España de la OTAN que encabezaba el escritor Antonio Gala (¡Gala versus Benet!: la partida se establecía con campeones de muy distinto peso). El documento denunciaba “los elementos de confusión introducidos en el texto oficial de la consulta” y propugnaba para España “una política de neutralidad activa, política caracterizada por una sección exterior orientada a lograr la paz y el desarme a través del incremento de la cooperación internacional”. “Una política”, añadía, “en la cual los planes de defensa estén ajustados a las necesidades estratégicas de nuestro país […] una política de responsabilidad y participación que contribuya a eliminar o atenuar los conflictos que se producen en el mundo”.

Otros firmantes del documento contra la permanencia de España en la OTAN eran José Luis Aranguren, Rafael Alberti, Juan Genovés, Luis García Berlanga, Manuel Tuñón de Lara, Cristina Almeida, José Luis Garci, José María Caballero Bonald, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco Umbral, Carmen Martín Gaite, Carlos Castillo del Pino, Lola Gaos y Lluís Llach. A estos nombres cabe añadir, por también haberse manifestado expresamente a favor del NO en el referéndum, otros como los de Juan García Hortelano, Josep Fontana o Montserrat Roig. Y el de Fernando Savater, que en una tribuna de El País declaraba su rechazo a la pretensión de que “pertenecer –comercial, política o culturalmente– a Europa exige adhesión a la Alianza Atlántica, es decir, a la hegemonía militar norteamericana”. Claro que en el mismo artículo Savater se preguntaba, en referencia a la misma OTAN: “¿Alguien puede suponer en serio que dentro de, pongamos, 25 años –si queda por entonces Europa o mundo del que hablar– seguirá vigente un engendro burocrático-guerrero de tales características?”.

Con más penetración profética, Manuel Sacristán, en un sonado artículo publicado por las mismas fechas (“La OTAN hacia dentro”), pronosticaba que los argumentos blandidos por los proatlantistas contribuían a “destruir no ya la insustancial democracia que hoy tiene el país, sino algo mucho más importante, a saber, la confianza que aún le quede a una parte de los españoles en la posibilidad de una vida política decente”. Que esos argumentos terminarían por “corromper políticamente a muchos y sumir a otros tantos en la inhibición”, por cuanto entrañaban “la imposición a los españoles del sentimiento de impotencia, de nulidad política, de su necesidad de obedecer y hasta de volver su cerebro y su corazón al revés”.

Como sostiene Javier Muñoz Soro en un excelente ensayo de 2016 titulado El final de la utopía. Los intelectuales y el referéndum de la OTAN en 1986, “la campaña del referéndum provocó una división del campo intelectual sin precedentes desde el inicio de la transición, además con un elevado grado de visibilidad pública y dramatización. No sólo por la neta contraposición que determinaban las dos opciones a elegir, sino también por el amplio protagonismo que esos intelectuales, ahora acompañados de periodistas, cantantes y artistas famosos, tuvieron como portavoces de la movilización social. Tras la derrota del NO algunos de aquellos intelectuales señalaron el camino a seguir, en ‘un intento humilde pero tenaz de reconstruir el tejido social de la izquierda’, bajo el paraguas de IU”. Los términos del debate previo al referéndum sobre la permanencia en la OTAN “marcaron una ruptura definitiva con la memoria antifranquista y una escisión dentro de la intelectualidad de izquierdas que tendría consecuencias duraderas, sobre todo en la primacía de los partidos políticos sobre la sociedad civil”. Por lo que toca a dicha “escisión”, sus efectos se perpetúan en la que no deja de reflejarse entre los actuales socios de Gobierno, en una correlación de fuerzas todavía más contrastada a favor de los socialistas, con la consiguiente prevalencia de un realismo y un pragmatismo convertidos entretanto en sustancia ideológica.

El caso es que, transcurridas más de tres décadas, las consecuencias del espectacular giro de timón que lideró Felipe González siguen presentes en la sociedad y en la cultura españolas, consolidadas y abonadas por los gobiernos de derecha, cuyo camino y argumentario sin duda allanaron.

En el famoso manifiesto de los intelectuales en apoyo al SÍ a la OTAN, el argumento principal para cuestionar el NO era que este, “defendido hasta el presente de manera exclusiva por los movimientos pacifistas y grupos de izquierda”, estaba siendo “usurpado por sectores reaccionarios», resueltos a utilizar el NO “para fines espurios a costa de los intereses de la ciudadanía”.

Ya ven ustedes. De aquellos polvos, estos lodos.

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