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Pensamiento :: 07/11/2007

Curas, Putas, Burdeles.

Carlos X. Blanco
Apuntes para una historia materialista de la Monogamia.

A las prostitutas se les ha querido dignificar recientemente en términos jurídicos como “trabajadoras del sexo”. Toda vez que aparece el término “trabajo”, categoría medular del marxismo, nos permitimos algunos análisis.

La situación que nos introduce la presencia de ciertos debates mediáticos y ciertas plumas famosas de la “gauche divine” y del mundo de los “libertinos” no puede por menos de provocar un profundo asco y malestar en el seno de la izquierda revolucionaria. La tendencia del “libertino” intelectual a considerar la prostitución como algo “natural” y “eterno” a lo largo de la historia representa en realidad una deliberada ocultación a nuestra mirada de todo un complejo proceso histórico-cultural que, bien analizado, puede guardar una conexión íntima con los procesos económicos que, iniciados en la Baja Edad Media, dieron en la formación de las clases asalariadas. El proceso de aparición de las primeras masas proletarias en el lento transcurrir de los siglos sucedió a la par de una “acumulación originaria” –siglo XIV más o menos- y culminará en la formación del Capitalismo de la Manufactura. Los primeros asalariados en el sentido capitalista, no gremial, coincidieron probablemente también con la aparición de las primeras putas en el sentido moderno del término.

Con la terminología mecanicista al uso, incluso entre muchos de los que se reclaman del marxismo, suele despacharse el papel de la Iglesia en el transcurso de estos procesos como una acción moduladora, ideológica y “engrasante”. Las instituciones eclesiales suelen considerarse al margen de la base económica y social de la historia (aparatos propagandísticos, superestructuras). Nada más lejos de la realidad: podría haber sido clave la función del clero en todo este proceso de formación de masas de individuos “sueltos”, “liberados” del señor feudal, del gremio, y de cualquier otra adscripción territorial o tradicional. En cuanto a las mujeres “sueltas” o “libres”, cabe decir que este fue uno de los primeros grupos humanos en ser encerrados en un ámbito institucional que podría llamarse, por analogía con los talleres manufactureros, “fábricas del placer”, fábricas creadas por la Iglesia en la época bajomedieval, creadas por medio del encierro de unas “obreras” obligadas a recibir un ingreso a cambio de sus relaciones o servicios. Julia Valera es una socióloga que ha estudiado la relación que guarda la prostitución “institucionalizada” occidental con la imposición del matrimonio monogámico e indisoluble (el curioso tipo de matrimonio que, al menos “de una forma emic” predomina hoy en el Estado Español) y la institución del prostíbulo y la mujer prostituida. Estas “fábricas de placer” organizadas y estas “máquinas humanas” explotadas para proporcionar placer llegaron a ser los únicos referentes alternativos al matrimonio que contaron con el beneplácito eclesial, y en cuya organización el clero participó activamente con vistas a evitar los amancebamientos y otras formas espontáneas de procuración de placer al margen del matrimonio eclesiástico. La misma Iglesia que predicó contra las costumbres “bárbaras” de la Alta Edad Media, promoviendo la monogamia y censurando el divorcio, se dedicó a criminalizar otras formas de relación entre los sexos. Toda vez que el sexo fuera del matrimonio no iba a desaparecer, la Iglesia fomentó y reguló instituciones especiales destinadas al empleo mercantil de los cuerpos femeninos. La prostitución institucionalizada habría surgido así ya en el umbral de la Alta y la Baja Edad Media, justamente cuando florece el Capitalismo, después del s. XII. Esta observación ya es de por sí muy importante por cuanto que se le retira a la prostitución su carácter eterno o natural, que es lo que vienen a defender los “libertinos” tanto como los “resignados”, esto es, los sectores reaccionarios de nuestra sociedad. ¿Es que no hubo putas y prostíbulos anteriormente? Desde luego, pero no con el cariz fabril, masivo, y alternativo al matrimonio monogámico del Cristianismo. Nada que ver con una esencia o “Eterno Femenino”, sino una forma histórica concreta, tal y como acontece con el propio trabajo asalariado del obrero bajo el Capitalismo: otra forma histórica, como lo son la familia burguesa o el Estado.

Escribe Julia Varela1:

“La generalización del matrimonio canónico supuso una reorganización general de las relaciones entre los sexos. La sexualidad así reglamentada obligó a nuevas ritualizaciones del comportamiento, y (...) provocó fuertes resistencias e introdujo nuevos desequilibrios”.

El proceso histórico de domesticación de la alta nobleza, la inculcación de reglas morales cristianas, por medio de persuasión constante, sirvió para ir impregnando a todas las demás capas de un modo de vida familiar que prefigura ya, de forma absolutamente idónea, la célula burguesa de la sociedad: Pareja de hombre y mujer, e hijos. Pareja regulada por sus leyes eclesiales, de carácter indisoluble.

Poco a poco empezó a darse una situación muy difícil para aquellas mujeres no “tuteladas” por un esposo. Las mujeres sin marido, especialmente las de clase baja, fueron víctimas de todo género de agresiones (sirvientas, compañeras de curas, compañeras de pobres, esposas abandonadas...). Lo que nos cuenta Julia Varela en su investigación mucho nos recuerda a las situaciones típicas en el Estado Español Franquista –e incluso en el Postfranquista Estado actual. Las madres solteras, la “imposible” virtud de las chicas pobres, la resignación sexual de las jóvenes venidas del campo a servir a la ciudad (una esclavitud sexual disfrazada), la condición de “querida” de algún Señor Don..., etc. En aquel Medievo, no tan lejano en cuanto es preparación del Capitalismo, la prostitución bien pudo haberse convertido en un auténtico refugio. Parecidos a conventos, inexpugnables como fortalezas, fueron esos primeros burdeles instituidos por la Iglesia. La madame de la época se llamaba incluso “abadesa”, y fueron las autoridades clericales las que –concertadamente con las autoridades regias o municipales- regularon y protegieron la vida y el ejercicio “laboral” de esas putas.

Esta tesis de la intervención clerical en la formación de la prostitución como institución social nos recuerda extraordinariamente las ideas apuntadas por el Marx de los Manuscritos Económico-Filosóficos. La reducción del ser humano a mero objeto de mercantilización de su fuerza de trabajo, la mercantilización del cuerpo que se entrega –en calidad de asalariado/a- a cambio de un dinero, por obra de una necesidad histórica, es la contrapartida real de todo ascetismo religioso, de toda esa estúpida y alienada palabrería cristiana en torno al valor del espíritu y a su consiguiente desprecio por el cuerpo. Como dice J. Varela: “una parte de estas mujeres `libres’, las llamadas prostitutas, se vieron obligadas a vivir bajo un régimen de libertad vigilada en un espacio definido como la antítesis del matrimonio cristiano. El vínculo matrimonial pudo aparecer así como un vínculo noble entre otras cosas porque esta definición de la prostitución permitió mercantilizar bajo la forma salarial las relaciones sexuales” (p. 70). ¿A quién le puede extrañar la histérica oposición religiosa y episcopal a toda forma de amor libre? ¿Habrá aspecto más noble de la existencia humana que la realización social de este amor libre?

Esta dicotomización de situaciones impuesta a las mujeres, o bien putas, o bien esposas, produjo reacciones populares. La nobleza generó el modo de vida “cortesano”, que flexibilizaba la monogamia, la hacía más llevadera. Fenómenos como la brujería, la herejía cátara, los aquelarres, y toda la represión eclesial concomitante, podrían ser reanalizados en esta clave: una reacción popular contra la dicotomización de la mujer: o puta controlada por la Iglesia, oesposa tutelada por el marido. Los trovadores, el mito de Tristán e Isolda, y otros arquetipos de la nueva cultura occidental “romántica” también son hechos vinculados a esta dicotomía autoritaria y exigente que los curas introdujeron en una cultura europea que, en los ámbitos atlánticos, centrouropeos y nórdicos siempre habían concedido a la mujer una mayor independencia y radio de acción frente al rigorismo machista y ultrapatriarcal de la cultura semítico-mediterránea, cultura desde la cual la Iglesia “colonizó” toda la Europa occidental.

Comenzó en ese Medievo protocapitalista toda una literatura misógina, que tendía a demonizar a la mujer como tal, sobre todo cuando esta aparecía fuera del hogar y al margen de la unión matrimonial. Esa mujer “libre” era el demonio mismo, la Bestia. El culto mariano apareció también combativamente en contra del desenfreno salvaje de una mujer que la Iglesia no cesa de deshumanizar, en especial cuando se diera el caso –para la autoridad eclesial, un caso aberrante- de que la hija de Eva no viviera constreñida en el recinto monogámico y doméstico. Nos permitimos apuntar que la animalización de la mujer persiste en la sociedad de hoy, bajo una forma directamente vinculada a aquel “demon” medieval: infantil, alocada, puramente pasional, intuitiva y sensitiva, la mujer sigue apareciendo como un ente imprevisible, insaciable volcán de lujuria. También un peligro social: una causa de desorientación en la vida pública y honesta del macho. La mujer aparece como dionisíaca, pero ahora investida de los ropajes satánicos del judeocristianismo, tentando todo lo que de Apolíneo y santo hay en la vida Oficial y Patriarcal. También hoy, tanto en la TV como en las Revistas de “Mujeres”, los espacios y secciones de tipo específico (extraña “especificidad” ésta que concierne a media humanidad, a media sociedad) son: cuerpo, belleza, sexualidad, reproducción, trapos. La especialidad de este semihumano ente construido socialmente –la Mujer- todavía hoy, a raíz de la dicotomía cristiana ramera/esposa, viene a consistir en funcionar como un ser demoníaco que destina todos sus esfuerzos a “gustar” al Hombre, y para ello ha de manipular lo genérico de su animalidad (sexo, cuerpo) tanto como anular lo específico de su humanidad (entendimiento, moralidad). Así, el amor romántico y los problemas “de pareja” pasan a ser competencia de esa vida cavernaria que, bajo el Capitalismo actual, recibe el nombre de “intimidad”. La mujer construida bajo este régimen productivo pasa a convertirse en especialista de la “vida íntima”.

La animalización de la mujer, tan palpable en las formas modernas de su alienación, encuentra su genealogía en esa satanización medieval de la hembra libre. La Iglesia, cimentadora de la moral burguesa, encerró literalmente a las “asalariadas” y fabricó el primer proletariado propio de un modo capitalista de producción, al margen de las hermandades y gremios. El Hogar o el Burdel: ellas no tenían, pues, una escapatoria.

Desde el siglo XII la mercantilización del propio cuerpo “... contribuyó a afianzar la vinculación que una parte de la literatura de la época establecía entre mujer y corporeidad, confiriendo –especialmente a la mujer de las clases populares- una naturaleza carnal insaciable cercana a la animalidad, inclinada especialmente a la fornicación y a la lujuria” (p. 67). Poco a poco se logró la criminalización de las mujeres independizadas que se las arreglaban –mal que bien- sin la tutela patriarcal. A fin de cuentas, ejercer de puta suponía una categorización profesional, y no implicaba un peligro al orden social. El Burdel jamás fue disolvente, y se alzó como un complemento-opuesto (pares de términos opuestos pero que se complementan en sentido dialéctico) perfecto del Hogar. Al igual que el Capitalismo genera el proletariado como una antítesis necesaria suya, el matrimonio por la Iglesia generó la relación carnal prostituída. La superación de este lamentable modo de producción no se basa en hacernos a todos proletarios, tal y como suelen airear los adversarios del comunismo. De la misma manera, la superación de la dicotomía machista, patriarcal, judeocristiana, entre Hogar y Burdel, no se basa en dejar asimiladas a todas las mujeres en uno de los polos de la antítesis, esposas o rameras, como si uno de los polos de la misma tuviera de por sí capacidad para “redimir” al otro. La verdadera superación dialéctica consiste en eliminar ambos polos, destruyéndolos por completo y generando un espacio ontológico completamente nuevo para las mujeres tanto como para los hombres, esto es, una nueva cultura traída por un nuevo modo de producción.

Se ha repetido hasta la saciedad que el de puta es el oficio más viejo del mundo. Acaso ese, como tantos otros eslóganes reaccionarios provenga de los púlpitos. Allí, entre los muros de las iglesias y conventos, tanto como desde la prédica de los curas, se fueron formando las conciencias modernas. La Baja Edad Media fue la fase de transición en la que se dio la “acumulación originaria” que dio paso al Capitalismo, creándose los capitales tanto como el proletariado, partiendo siempre de las ruinas del orden feudal. Los curas modificaron activamente la realidad al tiempo que la metamorfosearon. Se diría que tras de su manipulación real de las estructuras sociales nunca falta una prédica que consiste en un incienso ideológico que la acompaña, en medio del estruendo de los campanarios. Hoy, para hacer una historia materialista del oficio de la prostituta es necesario de todo punto tener en cuenta que a aquellos púlpitos de antaño les siguen hoy los micrófonos, las ondas y los rotativos de hogaño. El periodismo burgués y el intelectual “libertino” persisten en sus descripciones “naturalistas” y eternizantes acerca del grupo social constituido por las putas, dentro siempre de una cosmovisión patriarcal general que encharca todo análisis objetivo de las relaciones sociales entre hombres y mujeres en el seno del vigente régimen de producción. Dentro de este marco social de “realismo” cínico que sanciona “lo que siempre ha habido y siempre habrá” (léase, Burdeles y putas) no faltan nunca los “progresistas” que aluden a una supuesta “libre disposición de los cuerpos” por parte de seres adultos que se ofrecerán en el Mercado con el ánimo de librarse de otras explotaciones y discriminaciones más intensas, por el hecho discriminatorio añadido de “ser mujer”. Con esta defensa del “oficio” pseudolaboral de la prostitución, reaccionarios (libertinos) y progresistas –por igual- ignoran el hecho económico y cultural esencial: la alienación en que consiste tanto prostituirse como prostituir es un hecho histórico-económico creado en gran medida por la Iglesia, como agente activo del pre-capitalismo. Los curas administraron, reclutaron y disciplinaron cuerpos femeninos. Estos cuerpos fueron las primeras “obreras” asalariadas del mundo moderno. Los burdeles fueron las primeras fábricas. El Comunismo, la superación del Capitalismo -posible únicamente a través de la Revolución- anulará este “oficio” tanto como su antitesis: el Hogar burgués.

 

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