De cómo pegar a los niños (por su bien)
Como bien saben los etólogos, pegar a los propios hijos en el cálido hogar es una de nuestras señas de identidad en cuanto especie respecto al resto de primates que a diferencia prefieren cebarse en prole ajena, toda vez el homo sapiens evolucionó y comprendió que pegar al hijo del vecino podría enfrentarle al vecino mismo, y con ello, poner en riesgo la convivencia y paz social. Así, se optó por no pegar a nadie salvo a los propios hijos, demarcación cívica que sirve para distinguir el maltrato del castigo. Los antropólogos subrayan que ésta costumbre se debe más a una pauta de conducta aprendida que a un instinto natural, como prueban la infinidad de culturas primitivas que aún se localizan por Micronesia y Amazonía, donde los niños viven, se educan y desarrollan sin el menor atisbo de violencia... pero así luego salen ellos, y sus sociedades a quienes bien hacemos en llamar “Salvajes y Atrasadas”. En consecuencia, hace tiempo que desde los distintos ámbitos se clama por una urgente intervención de la UNESCO para proteger éste legado de la civilización y que se vele por la buena trasmisión a las futuras generaciones, de tan ancestral tradición que nos ha forjado como humanos cuál es, la de pegar a los niños durante su infancia.
Pero por razones que escapan a mi entendimiento, en apenas cuatro lustros, los acomplejados adultos hemos perdido toda capacidad -¡quién sabe si las ganas!- de reprender los malos comportamientos juveniles con ánimo de enderezarles. Así, ha desaparecido todo castigo físico: del capataz hacia el aprendiz, del oficial hacia el recluta, del maestro hacia el alumno.... y en consecuencia hoy es el día en el que asistimos perplejos a enlaces donde entre ambos cónyuges no han recibido una sola “pastilla de Espabilina” corriéndose con ello el antedicho riesgo de ver interrumpida la tarea comunicativa que trasmite la herencia cultural de la especie, pues difícilmente estarán en disposición de legar a sus hijos la vital experiencia del castigo físico, quienes previamente se han visto privados de ella por negligencia de sus progenitores. ¿Qué sera de esos niños? Los pobres crecerán entre carantoñas, mimos y caricias sin que nadie se atreva nunca a propinarles un azote.
Y es que no son pocos los psicólogos y pedagogos que en privado reconocen al castigo físico, entre las necesidades a cubrir por los padres en la infancia, dados los beneficios psico-somáticos, cívico-morales y espirituales que de su correcta aplicación se siguen para el educando: Aunque no lo parezca el niño reclama de continuo una especial atención a este respecto, de ahí que no pare e insista hasta que se le castigue y reprenda. El niño pide a gritos que se le pegue, pues de las collejas recibidas, a falta de un buen entendimiento lógico-lingüístico, es de donde colige su escala de valores y aprende a conducirse en la vida que no otra cosa es educar. La abundante casuística demuestra que los niños malcriados entre continuos mimos y caricias, son los primeros en apasionarse por los juegos de guerra, y en adquirir patrones violentos fuera de casa, buscando en la calle, lo que les falta en el hogar entregándose con desenfreno al atractivo gamberrismo urbano, al jerárquico pandillaje, o a la moda del activismo antisistema, pues como dice el refrán, “En casa de cristal, se arrojan piedras...” por consiguiente, los paternales cachetes dados con cariño, amor y psico-pedagogía, previenen éstas tendencias. La correcta aplicación de las distintas técnicas ayudan al niño a comprender su propio cuerpo, los azotes en el culo, las tortas en la cara, pellizcos en el brazo... Técnicas que ponen a prueba, potencian y estimulan su sistema cardiovascular, el sistema nervioso central y su circulación sanguínea. Por si fuera poco, pegar al propio hijo, afianza como ningún otro acto la filiación y el parentesco, pues si bien cualquiera puede curarlo, alimentarlo e instruirlo, nadie salvo los padres, pueden pegarle, y eso el niño lo agradece en su fuero interno, aunque sus lágrimas y berridos aparenten lo contrario. Cuando el niño recibe un buen tortazo, íntimamente traduce el gesto en ¡¡Éste es mi papá!! Otra cosa es, si quien le pega es el fontanero, el cura, o el profesor. Entonces, ¡¡el niño se puede traumatizar!!.
Así las cosas, urge que el Ministerio del Interior o Instituciones Penitenciarias conformen un protocolo que explique a los padres inexpertos, cómo deben pegar a los niños por su bien. A mi juicio, éste manual habría de versar sobre el dónde, cuándo y cómo se ha de aplicar los distintos castigos físicos, dando cuenta con todo lujo de detalles de las distintas técnicas según sea la fuerza, el impulso, posición, localización y cuantos datos incidan para que se pueda distinguir no ya entre un azote y un puñetazo o patada, sino también la enriquecedora diversidad que tercia entre el sopapo, la torta, el cachete y la bofetada. Si me lo permiten, les resumo en una gráfica, donde (x) es la edad e (y) el número de golpes e intensidad, el posible contenido de ésta guía práctica para pegar a los niños por su bien:
En una primera fase, que va desde recién nacido hasta los 3 añitos, se observa que en los 12 primeros meses del bebé, el castigo físico brilla por su ausencia dada su ineficacia en un cuerpo que no está capacitado para comprenderlo, con todo, una acción verbal contundente acompañada de un zarandeo, podría ser un buen comienzo. Una vez cumplido éste período de gracia, pueden empezársele a dar sus primeros azotitos, que entre el pañal y la impresión de la palmadita que le dieron al nacer, apenas sirven para asustar, pero por algo se ha de empezar. De los 18 meses a los tres años, es un buen momento para incrementar la intensidad y frecuencia de los azotes, e introducir los típicos y saludables pellizcos.
La segunda fase, se inicia con los tres años y se prolonga hasta los seis, etapa ideal para tirarles de las patillas, cogerles por la oreja y... por qué no, darles a conocer el guatazo, la colleja y el soplamocos. Este trienio debe ser aprovechado por los padres para castigar a menudo a sus hijos, pues aunque el cuerpo de los mismos ya está configurado para recibir golpes de intensidad, por suerte su cerebro todavía en formación, carece de las sinapsis suficientes como para grabar las escenas en la memoria y evitarle como a los animales, el sufrimiento, al igual que ellos, los golpes solo les provoca dolor, el suficiente para corregirlos y disciplinarlos, ayudarles a adquirir buenos hábitos y a rehuir las malas costumbres. En buena lógica la abundancia del castigo físico entre los 3 y los 6 años, redundará en su reducción en fases posteriores, cosa que el niño agradecerá.
Si todo ha ido bien, en una tercera fase, entre los 6 y los 11 años, la intensidad y frecuencia del castigo físico habría de estabilizarse. Para compensar este estancamiento en la ascensión de los correctivos, es bueno aumentar la variedad de los mismos. Es entonces cuando deben aparecer las buenas tortas, los estupendos cachetes, las soberbias bofetadas, e introducir su combinación, como sucede al cruzar la cara, donde se empieza con una torta y se termina con un sopapo. Esta pluralidad de elementos, hace que el castigo físico no sea tedioso y aburrido para el niño, impidiendo con ello que decaiga su atención. La lección, si es divertida, mejor será aprendida.
Por último, tenemos la cuarta fase que va de los 11 años en adelante. En este periodo, el castigo físico hacia el propio hijo cae en declive y en franca decadencia en relación inversamente proporcional al crecimiento de la masa muscular del educando, que le capacita para emitir respuestas coherentes en el contexto dado. Es hacia los 14 años cuando los psicólogos y pedagogos recuerdan a los padres el famoso complejo de Edipo, y aconsejan que a los jóvenes se les eduque en el diálogo, el amor al prójimo, en pacifismo, el antimilitarismo y la no violencia.
Esta gráfica, a mi entender describe el sombrero o bombín con el que la respetable sociedad cubre el castigo físico de respeto durante la infancia, pero claro, que donde yo percibo un bombín, el Principito de Saint-Exupèry seguro que ve una boa que se ha tragado un elefante. Pero eso ocurre porque de pequeño nadie le dio dos tortazos bien dados.