De la materia de las crisis sociales
Entre los años que van de 1958, año en que el régimen franquista crea un marco legal para los asuntos laborales, la ley de convenios, hasta 1978, año de agotamiento del movimiento obrero asambleario, el conjunto de la población asalariada española manifestó de forma creciente unos sentimientos de identidad y una comunidad de intereses que no han vuelto a darse desde entonces. El exterminio de los activistas, militantes y afines a la clase obrera emprendido desde los mismos comienzos de la Guerra civil revolucionaria en el 36 sirvió de arranque para estabilizar y reforzar la clase dirigente.
En veinte años, el conglomerado clerical, agrario y fascista amparado por la dictadura militar, transformó las bases de su poder favoreciendo un desarrollo industrial que arrastró la población campesina a los suburbios de las ciudades, y proporcionó la materia de las crisis sociales que llegarían con el tiempo. A partir de 1970, primer año de la autonomía proletaria, la existencia de una nueva clase obrera sería el factor más significativo de la vida política española. Lo demuestra la intensa agitación desarrollada a su alrededor, así como la cohesión alcanzada por la clase dirigente al sentirse amenazada por ella. En un ejercicio sin precedentes de amnesia histórica, los políticos de las diversas facciones burguesas “superaron” entonces los antagonismos de la época republicana.
La clase obrera de la que hablamos tiene fecha de aparición y, por desgracia, también de caducidad; es en resumen una formación histórica. Determinadas condiciones la alumbraron; forjaron una sociabilidad interna a base de costumbres, ideas y valores; determinaron modos de actuar y de organizarse específicos, o, dicho de otra manera, le dieron conciencia de clase. A lo largo de su existencia hubo de permanecer en movimiento; desarrollar esa conciencia, fijarse objetivos y nombrar a todos sus enemigos para combatirles mejor, a los que la pretendían arrinconar y a los que la querían dirigir. Cada paso que diese en esa dirección fortalecería su papel, mientras que el estancamiento o los retrocesos disminuirían su peso en los acontecimientos y pondrían en peligro su realidad como clase social histórica. Especialmente en cuanto atañe a sus medios propios de expresión y toma de decisiones: la desmembración del asambleismo acarreada por los Pactos de la Moncloa de 1977 hizo que una clase consciente y combativa en un quinquenio se convirtiera en una multitud dócil y conformista.
No queremos por ahora adentrarnos demasiado en las distintas etapas por las que una sociedad de clases diferenciadas se transformó en una sociedad de masas indiferenciadas, o bien cómo una sociedad determinada por las relaciones de producción pasó a otra determinada por las formas de consumo, y en fín, por qué un mundo donde cada cual pensaba en términos de colectividad o de clase, dio lugar a otro regido por el individualismo y la competitividad. Constataremos simplemente algunos hechos que ayudan a la comprensión del fenómeno y que nunca han estado suficientemente señalados. Nos referimos en concreto a la crisis general de valores –burgueses y proletarios-- que sacudió la sociedad española en la década de los setenta, rescoldo tardío de una crisis similar que recorrió diez años antes los países de capitalismo avanzado y que culminó en la revolución francesa de Mayo de 1968.
La nueva clase obrera surge cuando progresivamente se segrega de la sociedad franquista y crea su propio espacio social. Necesariamente ese espacio tuvo que buscarlo principalmente en la esfera de la producción, en las fábricas y talleres, y muy en segundo lugar en las barriadas y los polígonos del suburbio. Las luchas vecinales no surgieron hasta los setenta y parecen haber sido un subproducto de la combatividad laboral. Su contenido estaba muy limitado a la reparación de los males más inmediatos de la urbanización especulativa, y jamás pasó de ahí. La consecuencia más indeseable de la autolimitación al lugar de trabajo tuvo lugar en el campo de las ideas y de los valores, y lastró gravemente la conciencia de clase: la promoción de la ética del trabajo, o dicho de otro modo, el obrerismo. Digo gravemente porque impidió al proletariado aprovecharse de la crisis moral de la burguesía en su beneficio; es más, al no encabezar la revolución de las costumbres permitió que los sectores ultraliberales burgueses lo hicieran, recuperando para la dominación las armas que habían servido para desmantelar los principios y valores tradicionales, útiles en la fase anterior, aquella en que era vital para la burguesía una disciplina de clase. De esta forma los cambios radicales habidos en la vida cotidiana no sirvieron para liberar de la alienación mercantil a los individuos, sino para liberarles de las ataduras de la formación política, del compromiso social y de las exigencias de la solidaridad, convirtiéndoles en consumidores.
En los años sesenta la moral de la clase obrera era la del jornalero, es decir, la consideración del trabajo como un simple medio de subsistencia, siendo la familia el valor supremo. La influencia de los curas obreros ayudó a desarrollar un sentimiento de dignidad en la vida laboral, pero acentuó los malos efectos de la moral católica, sobre todo en la jerarquización familiar y en materia sexual. Con la extensión del espíritu de clase gracias a las luchas, el resultado final fue una moralización superior del mundo del trabajo. El cuestionamiento de la autoridad paterna o el de la desigualdad de sexos, incluso la propia opción sexual, quedaron soslayados. La ética del trabajo, invención burguesa calvinista para disciplinar al proletariado, presupone que el trabajo es la condición normal de los seres humanos. Obrero es por así decirlo, su estadio natural. De acuerdo con esta concepción, el trabajo, además de condición absoluta de supervivencia es receptáculo de valores: dignifica, ubica, realiza. Así pues, desde el punto de vista de la mentalidad “currela” la sociedad sin clases sería una especie de fábrica universal; no podría imaginarse de otra manera que como una sociedad de trabajadores. En ésta nunca rechazaría el trabajo, ni tampoco los valores que le estaban asociados directa o indirectamente: el esfuerzo, el ahorro, el sacrificio, la vocación, la constancia, el matrimonio, la familia patriarcal... Hombres y mujeres serían iguales en tanto que seres proletarizados. Las diferencias generacionales quedarían anuladas en el proceso de producción. Bajo esa óptica no trabajar resultaba una anormalidad; estar sin trabajo era, más que un problema de subsistencia, un problema de identidad: un parado es un desclasado.
En los años setenta iba a presentarse la paradoja de una clase obrera aferrada a determinados valores burgueses y unos hijos de la burguesía aceptando como norma su trasgresión. Al plantearse la lucha excusivamente en las fábricas y en la calle, la cuestión social había quedado prisionera de la política inmediata: amnistía, libertades, derecho al trabajo o a la huelga, sindicatos, elecciones... Era fundamentalmente una cuestión de poder. Paralelamente, la homosexualidad pugnaba por ser reconocida, las mujeres reclamaban la igualdad y los presos querían derrumbar los muros de las prisiones; los jóvenes mandaban al basurero la religión y la mili, impugnaban la autoridad (empezando por la paterna), la educación y la psiquiatría; abandonaban la familia, los estudios y el trabajo; experimentaban con el haschich o las drogas, vibraban con la música rock, exigían una sexualidad libre y una vida conforme al deseo... La subversión de la moral tradicional era mucho más peligrosa para el orden que las reivindicaciones democráticas, porque éstas al fin y al cabo no superaban el marco burgués sindical y parlamentario, y aquella ponía entre interrogantes todo tipo de jerarquía y, por consiguiente, toda clase de instituciones. Pero para que la cotidianidad rompa sus cadenas y alcance el movimiento de la historia hacen falta varias de esas jornadas revolucionarias cuya intensidad equivale a una evolución de años. Durante esos fenómenos totales la vida pública y vida privada se interpenetran, haciendo que converjan todos los problemas y se unifiquen. Los partidos, sindicatos, grupúsculos y policía se encargaron de que no las hubiera. La oposición antifranquista no buscaba siquiera una ruptura política con el régimen (se decía “ruptura pactada”), y por descontado, rechazaba de plano cualquier ruptura económica o “cultural”. Existían razones evidentes de disciplina o de aburguesamiento, pero también había miedo a la verdadera libertad: dicha oposición deseaba sólo una libertad formal, política. Las cuestiones vitales quedaron en el aire sin que ninguna fuerza social quisiera hacerlas suyas. Archisabida es la cantidad de conflictos que causó su penetración en los medios libertarios, y la reacción airada de los anarcoobreristas viejos o jóvenes de la CNT contra la “invasión” de freaks, pasotas, fumetas, ecologistas y contraculturales. Si al proletariado le faltó tiempo para parar la ofensiva burguesa apoyada en la crisis económica, más le faltó para decidirse a subvertir el modo de vida burgués, al menos en lo que le concernía directamente, llevando las marginadas cuestiones culturales al centro de la cuestión social. En lo sucesivo, con la crisis económica en todo su apogeo, la decadencia del sector industrial trajo el derrumbe de las formas de solidaridad y de asociación ligadas a las fábricas. No solamente la moral obrerista con toda su autocomplacencia, sino los trazos propiamente obreros, desaparecieron de la vida cotidiana a medida que despuntaba la sociedad de servicios. La necesidad quedó alejada definitivamente del deseo. Ambos, en tanto que aspectos objetivo y subjetivo de la vida cotidiana, quedaron irreconocibles.
El consumismo triunfante no se basaba en otra cosa que en la manipulación mercantil de los deseos y las necesidades. Durante el proceso de “modernización” ocurrido entre 1982 y 1995 conocido como “transición económica” o como “felipismo”, quedó abierta una brecha generacional entre quienes entraron al mercado laboral a finales de los 60 y quienes entraron a mediados de los 80, por donde se coló la nueva moral consumista. Una minoría conservadora de trabajadores fijos y sindicados, quedaría enfrentada a una masa de obreros eventuales malpagados, atomizada y desagregada, lo que tuvo inmediatas consecuencias a nivel social. Bajo la dictadura del consumo el trabajo quedaría completamente desvalorizado y reducido a mera fuente de ingresos, necesarios para la principal actividad del asalariado moderno, que es la de consumir. Una sospechosa abundancia de droga dura también contribuyó lo suyo a dinamitar desde dentro el coraje de la última generación obrera rebelde. Al margen, un inestable movimiento juvenil heredaba las tareas históricas que la clase obrera no había sabido asumir, fragmentándolas como problemáticas específicas separadas que degeneraban fácilmente en modas. En ese contexto, las cuestiones éticas y culturales serían despolitizadas, compartimentadas y desnaturalizadas por especialistas patentados, hechas compatibles con las instituciones de la dominación y aptas para proporcionar reglas a una sociedad “abierta”, individualista y espectacular. Los lugares de trabajo dejaron de ser importantes para la relación y las barriadas hicieron honor a su función de dormitorios. La sociabilidad del consumidor prefería otros espacios con aparcamiento: los centros comerciales, las zonas de ocio y los multicines. Durante los noventa, y con la inapreciable ayuda de las nuevas tecnologías, la estética del consumidor terminaría colonizando la protesta: en pocos años, el compromiso efímero, las manifestaciones carnavalescas, el pacifismo guay o las demostraciones simbólicas, acamparon en lugares donde en otros tiempos imperaban la determinación constante y enérgica, las comunidad estable, la fraternidad sólida y la lucha violenta. Exhibirse, dicho en lenguaje corriente es “estar en el mercado”. La publicidad, manifestación necesaria de la mercancía, lo es igualmente de la protesta. Los activistas son simples animadores, pues la existencia del conflicto viene determinada por su imagen mediática, no por la realidad del enfrentamiento, y eso es así porque lo que caracteriza la sociedad de consumo es la disolución de cualquier forma de vida pública, la desaparición de todos los mecanismos reales de participación. Nadie participa en nada si no es en el espectáculo. Pero lo principal no ha sido la escenografía que acompaña cualquier actividad pública y la sustituye, sino el desplazamiento de la realidad misma por otra virtual situada en el ciberespacio, el verdadero cielo de la falsa conciencia. Gracias a dicho desplazamiento el repliegue hacia lo cotidiano y lo privado exigido por el consumo ha podido efectuarse bajo las apariencias de una nueva libertad, tanto más completa cuanto más equipada tecnológicamente.
La memoria de los años de la autonomía obrera puede sernos útil para aprender de su parte no vencida, a saber, la solidaridad y la democracia directa. Sin embargo, hemos de prevenirnos contra los intentos de recuperación del pasado en forma de ideología autonomista, pues la construcción de lazos comunitarios y la práctica asamblearia han de realizarse partiendo de las luchas sociales actuales, que suceden en otros escenarios y tienen otros protagonistas. Nada sacaremos mimetizando un proletariado industrial inexistente o pregonando un retorno a condiciones históricas que caducaron hace treinta años. La peor afrenta que podamos infligir a una época periclitada es convertir sus manifestaciones de rebeldía en moda contestataria. Nunca comprenderemos el pasado si no somos capaces de sabotear ab ovo todas las mistificaciones del presente.
Miquel Amorós
A propósito de las jornadas de Valencia de noviembre pasado por la memoria anticapitalista.
Marzo 2008