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Estado español :: 03/11/2009

Del Estado Español y otras excrecencias

Carlos X. Blanco
La codicia de la clase política hispana es solamente la faz más externa de un sistema improductivo, parasitario y caciquil

Un Estado es algo más que un comité de empleados al servicio del Capital (Marx). Pero también es, en un sentido fundamental, eso precisamente: una camarilla amparada por un aparato burocrático y represivo cada vez mayor. La potencia que adquiere ese aparato, sus dimensiones cada vez mayores y cada día más intrincadas, son aspectos que suelen dar la impresión de realidad y consistencia al hecho del Estado. Pero tras esa apariencia consistente y sólida no hay otra cosa que relaciones sociales. Una lucha de clases, una explotación de una clase sobre otra, un aprovechamiento e instrumentalización desigual de unos territorios y de unos recursos frente a otros.

La oligarquía de los Estados contemporáneos, y no menos la del español, ya no viene ligada de forma tan directa a los viejos grupos financieros, latifundistas y patronales, aunque son estos los que, si no reclutan a sus “empleados” para la política, sí sostienen al menos a esas agencias de colocación (de políticos y no políticos) en que consisten los partidos y los sindicatos.

Todo un “lumpen” de pseudotrabajadores conforma la base social de las cúpulas de los partidos que se dicen de izquierdas, así como de los sindicatos: desertores de la tiza (docentes sólo en teoría), delatores en el sindicato y liberados de por vida, profesionales liberales que nada tienen de liberales y que gozan de un status muy, pero que muy orgánico. La ganga y el detritus de la universidad, la fábrica, el caciquismo provincial. He ahí cómo los don Nadie llegan al despacho de lujo, coche oficial, dietas. Otro tanto se diga del bando conservador: patronos defensores del “libre mercado” cuyas plusvalías jamás han provenido de ninguna libre concurrencia, y sí más bien de una distorsión (llámese mejor mangoneo) del sacrosanto mercado de concurrencia. Meapilas y opusdeístas, acróbatas de la genuflexión ante obispos, príncipes, reyes y cualquier clase de mortal “con importancia”. Y, desde luego, todos aquellos que viven fascinados por el Poder y quieren contagiarse de su inmediata presencia cercana. En suma, la clase política reclutada por los grandes partidos y centrales sindicales y patronales constituyen una agencia de colocación estupenda para que ese comité de defensa del Capital se engrase, se renueve periódicamente sin cambiar su esencia y siga con fidelidad lacayuna los dictados de los grupos de presión económica.

El hecho de que estos grupos de presión hayan elegido una de las alternativas del sistema bipartidista estatal, o hayan optado por una fórmula pseudonacionalista (en el caso catalán y vasco) no altera en lo fundamental el quid del asunto. El caso es que el aparato Estatal, pese a su aparente complejidad orgánica, es un instrumento al servicio de esos grupos capitalistas que compiten entre sí. La esencia del capitalismo consiste en que haya una guerra de clases, desde luego (explotadores y explotados) pero también, de forma simultánea y paralela, que haya una guerra (competitiva) entre los propios explotadores.

El fallido Estado Español es un ejemplo perfecto de aparato de dominación que, periódicamente, revela sus propias entrañas en una crónica crisis de legitimación. Después de un turbulento siglo XIX de pronunciamientos, revoluciones, guerras civiles, España aparece a los ojos de sus pueblos como un artefacto poseído por la oligarquía y empleado únicamente por ella para su exclusivo beneficio. El beneficio de una casta rentista-militar que sólo podía realizarse, dicho sea de paso, a costa de bloquear el camino hacia la verdadera acumulación de plusvalía en un sentido capitalista homologable al de otros estados occidentales. El “beneficio” de aquellos generales que Alfonso XIII instigó en sus sueños imperiales africanos se hizo a costa de privar de munición y alimentos a los reclutas de origen obrero y campesino, que morían como chinches ante los rebeldes moros que no se dejaban colonizar. Los mismos generales y su parientes, todos cortesanos de un rey imbécil y corrupto, eran los hacían morir a sus hombres en Marruecos. Ellos y sus apaniguados medios de prensa incitaban a un patriotismo y a una guerra que sólo servía para llenar sus arcas y bolsas. El fallido Estado Español siempre fue un instrumento para llenar las bolsas de un ejército desmesurado e ineficaz, de una clase latifundista que engordaba a cosa del hambre de sus jornaleros y siervos, de una burguesía “cortesana” que ensalzaba ad nauseam a unos borbones periódicamente restaurados que eran la personificación misma de su corrupción, el epítome del saqueo legalizado al pueblo.

Hoy, por más que hayan cambiado muchas referencias tenemos en el aparato del Estado español unas mismas características. La codicia de la clase política hispana es solamente la faz más externa de un sistema improductivo, parasitario y caciquil que se basó durante muchos años en una economía neoesclavista intensiva, fundada en la estratificación racista de los jornaleros, con la consiguiente ultra-explotación de los estratos más desfavorecidos de éstos, tratados como subhumanos. La especulación urbanística y municipal, el tráfico de influencias, el arribismo de miles de hampones que llegan a hacer de su despacho oficial un centro de “soluciones” para otros tantos cientos y miles que de ellos dependen, y le deben fidelidad, todo eso, ha convertido al Estado español en una verdadera cloaca. Los partidos políticos mayoritarios han secuestrado al democracia y han impedido la verdadera participación.

La legitimidad siempre fallida de este Estado, y el silencio cómplice del franquismo que ha imperado durante toda la llamada transición han propiciado esta anomalía del capitalismo que, curiosamente, dentro del orden mundial, es una bicoca para las grandes transnacionales y los grandes flujos de capital. Únicamente creando islas nacionales (pero subestatales) de democracia económica y participación ciudadana efectiva, esto es, de socialismo, puede habersemilla de una esperanza. Pero este estado postfranquista va camino de su putrefacción y deslegitimación más absoluta.

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