El basurero político
Para la primera, un mayor número de telespectadores se traduce en mayores cuotas de publicidad, es decir, en más dinero (sucio); para la segunda, un mayor número de votos se traduce en mayores cuotas de poder, es decir, en más dinero (negro); y, para ambas, eso es lo único que importa.
Al igual que la televisión basura, la comida basura busca satisfacer de la forma más rápida y barata el apetito de sus consumidores. Y no solo busca satisfacerlo, sino también estimularlo (como no puede ser de otra manera en una economía basada en el despilfarro). Sabores fuertes para un gusto cada vez más estragado; aromas intensos para un olfato cada vez más atrofiado; colores vistosos, presentaciones atractivas, eslóganes sugerentes; altos niveles de grasa, azúcar y sal para aguijonear paladares cada vez más embotados… Mientras mil millones de personas pasan hambre, otras tantas tienen problemas de sobrepeso (indirecta y simbólicamente -siniestra injusticia poética- cada obeso le quita la comida a un famélico).
Tanto los productores de televisión basura como los de comida basura intentan justificarse con los mismos argumentos: les damos a los consumidores lo que piden. Si lo muy grasiento, lo muy dulce y lo muy salado tiene mayor demanda que los sabores suaves y los alimentos sanos, ¿por qué no habríamos de complacer a nuestros clientes? Si los programas de famoseo y maledicencia se ven más que los culturales (y además son mucho más baratos), ¿por qué habríamos de dar mayor relevancia a estos últimos?
Los detractores de la comida basura y de la televisión basura replican que tanto los consumidores de telebasura como los de telepizza tienen el gusto deteriorado, y que habría que educarlos. Y los productores de bazofia material y moral acusan a sus detractores de paternalismo, cuando no de antidemocracia, por no respetar los gustos de los consumidores y pretender modificarlos.
Como en la paradoja del huevo y la gallina, el pensamiento mecánico, unidireccional, se atasca en una aparente aporía, que solo resuelve el pensamiento dialéctico. En una sociedad-mercado basada en el consumo desmedido y cuyo principal objetivo es maximizar los beneficios materiales, es inevitable que nos veamos sometidos desde la más tierna infancia a estímulos encaminados a hacernos consumir todo tipo de cosas superfluas, efímeras y fáciles de producir. Estímulos que no solo provienen de una publicidad tan agresiva como tramposa, sino también de la cultura de masas y de los medios de comunicación en general. No es necesario que malignas mentes planificadoras (aunque también las hay) organicen día a día la grotesca danza del despilfarro y el abotargamiento: una oferta embrutecedora y una demanda embrutecida se potencian mutuamente, en una dialéctica perversa que se traduce en un círculo vicioso. Una pescadilla que no solo se muerde la cola, sino que está empezando a devorarse a sí misma.
Lo cual nos lleva de nuevo a la política. Porque tanto la comida basura y la televisión basura como el gusto estragado de sus consumidores son consecuencia y factor perpetuador de una determinada política, de un determinado sistema, y solo la lucha radical contra esa política (basura), contra ese sistema (capitalista), puede romper el círculo vicioso. Los poderes establecidos lo saben perfectamente: por eso llaman “antisistema” a quienes se oponen a los carroñeros que se alimentan de la degradación social. Y por eso los persiguen cada vez con más saña.
Tan zafio, mezquino e inescrupuloso como su padrino Aznar, Rajoy se ha convertido en el máximo exponente de la política basura dentro de ese gran basurero político que es la Unión Europea. Con su corte de los milagros heredada del franquismo, donde ministros, magistrados, reyes y grandes medios de comunicación compiten en vileza, está dispuesto, en función de los intereses de una oligarquía criminal, a preservar la falsa unidad de una nación que no lo es aplastando a las que sí lo son.
No lo conseguirá. Los alardes de brutalidad policial y jurídica del Gobierno más corrupto de Europa son también su declaración de impotencia. El régimen del 78 está acabado, por más que sus coletazos puedan hacer aún mucho daño. El pueblo vasco lo hirió de muerte y el pueblo catalán le dará la puntilla. En esa inmunda metáfora de la política basura que es la tauromaquia, donde un matarife envuelto en oropeles (al que los imbéciles llaman “maestro”) tortura a un animal indefenso, esta vez caerá el torero. Como debe ser.