El capitalismo ecologico
El común de los mortales recibe con honda preocupación las insistentes noticias sobre el aumento de la temperatura global, el cambio climático, las emisiones de CO2 y la extinción masiva de especies. En el ámbito académico, las alarmas se amparan en multitud de estudios científicos incluyendo los elaborados por el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) y PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente).
El sistema, que tiene a monopolizar el pensamiento y el discurso, oficializa el mantra de que todas y todos somos responsables de este desastre ecológico, señalando como culpables a quienes no reciclamos bien, no separamos correctamente las basuras de nuestros hogares, o no reducimos el consumo de carne.
Se trata de enmascarar el aspecto fundamental del problema: como señala Arturo Inglott en un reciente artículo publicado en Canarias Semanal, refiriéndose a lo que denomina la crisis medioambiental, … lo que sí ha hecho las elites capitalistas, ante la ausencia de una izquierda real capaz de articular una propuesta política para superar este tipo de sociedad, es instrumentalizar la crisis medioambiental en su propio beneficio “ofertando” al público, como supuesta alternativa, un nuevo capitalismo ecológico con “rostro verde”.
Por el contrario, los problemas ecológicos antes apuntados, con independencia de su gravedad (mayor o menor según opiniones) son una consecuencia del carácter esencialmente insostenible de un sistema (y más aún en la actualidad con el desarrollo de los monopolios), cuya esencia es, en palabras de Manuel Sacristán, la depredación creciente e irreversible, y que por tanto choca necesariamente con los límites de los ecosistemas terrestres, de modo que el propio medioambiente es constantemente convertido en recursos y mercancías desechables.
Hace ya mucho tiempo que Marx, en el primer tomo de “El Capital”, efectúa algunas reflexiones sobre la forma en que la producción capitalista socava y deteriora “las fuentes originales de toda riqueza. El suelo y el trabajador” (Capítulo sobre “Maquinaria y Gran industria”) y más adelante afirma en el tomo tercero que “ni siquiera todas las naciones, consideradas simultáneamente, son las dueñas del planeta. Ellas solo lo poseen, son sus usufructuarias, y como boni patres familias deben transmitírselo a las sucesivas generaciones en mejores condiciones que aquellas en que lo recibieron”.
Sin duda, un cambio profundo de la sociedad que implicara configurar otro sistema económico no consagrado a la consecución del máximo beneficio privado y la acumulación de capital, permitiría potencialmente una relación más acorde entre el necesario progreso, derivada del trabajo humano, y la propia naturaleza.
El marco general actual apunta a una crisis profunda del capitalismo, de carácter crónico, de naturaleza estructural. Algunos análisis hablan incluso de crisis final.
Esta realidad, cuyo análisis en cuanto a consecuencias excede del presente texto, viene al caso por cuanto las élites capitalistas afrontan su propia crisis ofreciendo como salida un (¿nuevo?) capitalismo ecológico o verde que, con la excusa de reducir el impacto medioambiental de la actividad productiva, supone de facto importantes subvenciones, directas e indirectas, para reequilibrar los beneficios de las grandes compañías.
En esa dinámica se sitúa la Unión Europea, con sus fondos Feder y Next Generation, publicitados como un auténtico maná para la recuperación económica, del cual energéticas y empresas de automóviles, a través estas últimas de la subvención a la adquisición de vehículos eléctricos, van a ser los grandes beneficiarios.
No importa demasiado que, siguiendo este ejemplo, para fabricar baterías se destruyan ecosistemas del cono sur de Latinoamérica explotando minas de coltán, o que las grandes firmas energéticas impulsen proyectos de biomasa consistentes en suma en quemar bosques para producir energía; el capital se viste de verde para remontar las pérdidas de la última fase de su negocio marrón: Lo fundamental es situarse para conseguir una importante parte del pastel de estos nuevos nichos de negocios, como los relacionados con las fuentes de energía renovables, que serán cada vez más importantes en la competencia capitalista mundial.
Se trata en suma de salvar al capitalismo a través de una inmensa maniobra propagandística, ya que son los grandes capitales, responsables directos de las mayores catástrofes medioambientales, quienes se colocan en vanguardia de la preservación del medio ambiente, ocultando que en realidad se trata de mantener la misma explotación de las personas y la naturaleza. Alguien dijo una vez que en un sistema en el que, a escala planetaria, la vida humana no tiene apenas valor, no podemos extrañarnos de que la naturaleza tampoco lo tenga.
El caso de la transición energética en el Estado español forma parte de esta tendencia global, donde las grandes empresas energéticas, bajo la lógica capitalista, monopolizan los recursos y perpetúan la desigualdad, marginando a las clases populares y continuando con la destrucción del medio ambiente en el proceso. Las alternativas a los combustibles fósiles, como las energías solar y eólica, se convierten así en una nueva fuente de multimillonarios ingresos para las mismas multinacionales que antes se forraban con el gas y el petróleo.
La posición del actual gobierno, pese a su declarado “progresismo”, se enmarca totalmente dentro de este proyecto estratégico del “capitalismo verde”, impulsando un modelo de transición ecológica que, lejos de desafiar los cimientos del capitalismo, está orientado a perpetuarlo, manteniendo intactas las estructuras de poder existentes.
En el colmo de la desvergüenza, el capitalismo ecológico se permite mostrar su preocupación por la deforestación de la Amazonía y la destrucción de los ecosistemas, consecuencias directas de la rapiña imperialista en el mundo, mientras etiquetan sus productos de verdes cuando una parte mayoritaria de éstos se produce en países colonizados, mediante procesos poco respetuosos con el medio ambiente.
Paralelamente, en el bienintencionado campo alternativo, la palabra clave es decrecimiento, algo que nos retrotrae a las comunas autosuficientes (hermosa evocación), pero que es utilizado por el sistema para negar el desarrollo de los pueblos del sur global, que deberían seguir sometidos a las transnacionales sin pretender buscar un desarrollo propio utilizando sus propias riquezas. Como toda idealización, la propuesta es absorbida y utilizada por el poder. La única vía, no por difícil menos necesaria, de revertir los problemas medioambientales es abordar un cambio profundo de sociedad en clave socialista.
Conceptualmente, el socialismo no compite con el capitalismo para ver quien crece más, sino que abre la vía a configurar una realidad cualitativamente distinta: la de la planificación solidaria, democrática y participativa de la producción, la de la economía al servicio del ser humano (y no al revés). Así, la libertad y la felicidad consisten en la satisfacción de las necesidades reales de las personas y en la potenciación de sus cualidades, y no pueden basarse en un modo de producción que inventa cada día nuevas necesidades para que la gente produzca y consuma cada vez más, en una loca carrera que sólo beneficia la acumulación de capital.
Las preguntas claves son ¿Creemos en la posibilidad de reformar el capitalismo o asumimos que la sociedad que propugnamos está en abierta ruptura con él? ¿Puede existir un capitalismo no dañino? Honestamente creo que no, y por mucho que se vista de verde, el capitalismo que existe, que es el de siempre; el de las guerras, el de la explotación, el de la destrucción de personas y naturaleza, es el único capitalismo posible, porque es el que obedece más fielmente a sus necesidades.
Francisco García Cediel