El derecho al odio
“No quiera venirme ahora con monsergas. Ni ante Dios ni ante el demonio, ni ante esa ley que usted dice, tenemos iguales los derechos”
Cielos de Barro. Dulce Chacón
Aunque muchas veces las efemérides carecen de importancia, se cumple en este 2018 no solo el 40 aniversario de la Constitución de 1978, culminación del “atado y bien atado” que dejó escrito el dictador en su testamento político, sino también de los sucesos ocurridos en Iruña/Pamplona el 8 de julio de 1978, cuando la policía irrumpe en la plaza de toros de Pamplona para disolver a unos jóvenes que pedían la libertad de los presos, disparando contra la multitud y, en los enfrentamientos posteriores, matando al joven Germán Rodríguez de un disparo en la frente, lo que obligó a suspender las fiestas de San Fermín. Ni que decir tiene que tales hechos no dieron lugar a condena penal alguna.
Estos acontecimientos ya lejanos, que sirven para ilustrar a las jóvenes generaciones sobre el clima “idílico” en que se desarrolló la transición, no sería más que una efeméride perdida en el calendario, junto con las de decenas de asesinados a manos de las fuerzas de orden público en aquellos años, si no fuera porque este año, con motivo del 40 aniversario de aquellos sucesos, el colectivo "Sanfermines-78: gogoan!" ha puesto en marcha una campaña que supone, según sus propias palabras "un impulso importante para la recuperación de todas las cuestiones pendientes en relación con la agresión cometida" que consistió en erigir un monumento en las inmediaciones de la plaza de toros, y que propició que un importante número de vecinos y vecinas colgaran de sus balcones pancartas alusivas a dichos sucesos con frases como "Crimen de Estado" o "Impunitateari stop impunidad".
La consecuencia es que varias de esas personas fueron citadas a declarar la siguiente semana en la comisaría de policía por un posible delito de "injurias al Estado" a tenor del texto de dichas pancartas.
Y hemos de comprobar con el Código Penal en la mano que el artículo 504.2 del Código Penal contempla el delito de injurias a los ejércitos y las fuerzas de seguridad, por lo que proferir gritos (o cantar) que la policía tortura y asesina puede llevarte al banquillo en esta democracia avanzada.
Igual te puede pasar si señalas públicamente que los Borbones son unos ladrones, alarmada por las noticias sobre las comisiones en dinero B percibidas por el Rey emérito designado en su día por Franco (artículo 491 del Código Penal), o si haces un llamamiento a pitar y abuchear al himno del bando franquista que es aún el oficial en la final de una competición deportiva (ultrajes a España, artículo 543 del Código Penal), y, por supuesto, si haces un chiste por redes sociales sobre el vuelo de Carrero Blanco o alguna otra de las llamadas víctimas del terrorismo (Artículo 578 del Código Penal): por supuesto, ese riesgo no existe si se banaliza con nuestros seres queridos enterrados en cunetas o en fosas comunes, la defensa penal solo protege a un bando.
También tenemos el delito de escarnio a los sentimientos religiosos (art. 525 del Código Penal), por el que se abrieron diligencias a un muchacho que puso su cara en un Cristo crucificado ¿Hay alguien que pueda afirmar sin género de dudas que Jesucristo, caso de existir, no se parecía a ese muchacho? El nacionalcatolicismo al que algunos ingenuos daban por muerto parece que goza de buena salud.
Como podemos ver, nuestro sistema penal está plagado de delitos de opinión, contradiciendo el viejo principio jurídico que señala que el pensamiento no delinque.
Podemos sacar una primera conclusión señalando que, como escribió el jurista soviético P.L. Stuchka “el derecho es un sistema de relaciones sociales que corresponde a los intereses de la clase dominante y está protegido por las fuerzas organizadas de esta clase”: el Estado protege sus valores y a sus símbolos y defensores; monarquía, fuerzas del orden...
Más polémica es la valoración de la introducción en nuestro sistema penal del Delito y agravante de odio (artículos 510 y 22.4 del Código Penal).
Recuerdo que cuando se estaba gestando el Código Penal de 1995, diversos juristas alertaban sobre la introducción del Delito de Odio y el riesgo de que interfiriera en el principio de Libertad de Expresión, mientras diversos sectores vinculados a asociaciones contra el racismo, se mostraban francamente a favor de la introducción de dicha figura delictiva como instrumento de lucha contra conductas propias del nazismo. En los últimos tiempos, colectivos de defensa de la diversidad sexual se han distinguido como firmes defensores de dichos preceptos penales. La cuestión por tanto no ha estado nunca exenta de polémica.
El procesamiento de Pedro Varela, dueño de la Librería Europa de Barcelona, centro de distribución de material nazi en este continente, pareció cargar de razones a quienes defendían ese instrumento penal para reprimir conductas racistas y xenófobas, en esta línea de defensa del Delito de Odio se situa el Fiscal del Tribunal Supremo Manuel Jesús Dolz, que en su ponencia sobre esta figura delictiva, publicada en 2015, señala que la sociedad está ante “…un dilema cual es si en las sociedades democráticas abiertas son admisibles penalmente conductas que dinamitan su orden social so pretexto del ejercicio de las libertades en las que se basan esas democracias”, concluyendo que “En definitiva, en conocida frase, si pueden tener libertad los enemigos de la libertad”.
Esta idea, auténtico núcleo de la argumentación propia del pensamiento liberal, refleja el peligro potencial que entraña dicha figura delictiva en el marco del sistema en que vivimos, toda vez que, para el pensamiento burgués, libertad equivale a libre empresa de tal modo que quien cuestione tales principios, o el marco estatal en el que se desarrolla el propio capitalismo, puede entrar de lleno dentro de la definición de “enemigo de la libertad” pomposamente apuntada por el Ilustre Fiscal.
Sin embargo, catedráticos de Derecho penal no sospechosos de connivencia con la ideología nazi, tales como Portilla, comentando el nuevo art. 510 CP, tras la reforma del 2015, afirman lo siguiente: “… los delitos “de odio” simbolizan el desprecio por la libertad de expresión, creencia e ideología, que hubiera llevado a la hoguera la “Incitación al Nixonicidio y alabanza a la Revolución Chilena” y a Pablo Neruda a la cárcel. Sorprende que aquellos que se indignan ante el asesinato de los redactores de la revista Charli Hebdo, llegando a identificarse con las caricaturas realizadas en nombre de la libertad de expresión, sean los mismo que tipifican una incitación al odio que privaría de libertad a los autores de tales viñetas”.
Y este es el problema de fondo, que aprovechando los sentimientos de rechazo y repugnancia que tenemos ante conductas tales como la incitación al racismo y la xenofobia, estigmatización de determinadas identidades y opciones sexuales, agresiones a personas sin techo, etc., se ha introducido con un innegable apoyo social una figura delictiva susceptible de ser utilizada contra todos aquellas personas y colectivos que cuestionan el statu quo del sistema imperante.
A este respecto, los acontecimientos ilustran sobre esta afirmación:
En 2017, la Fiscalía de Barcelona abrió diligencias por si las protestas que desembocaron en la salida de los policías alojados en hoteles en las localidades de Pineda de Mar y Calella, tras la represión del referéndum del 1 de octubre de ese año, pudieran ser constitutivas de delito de odio.
En la misma Catalunya, y a raíz de los sucesos de octubre de 2017, el Ministerio del Interior abrió un canal para que policías y guardias civiles denunciaran situaciones de rechazo popular como delitos de odio, dando lugar a más de 200 denuncias.
Y, aunque hemos de decir que los tribunales han sido más prudentes que la fiscalía y el Ministerio del Interior ante este intento de utilizar extensivamente el delito de odio para blindar (más aún si cabe), a las fuerzas de orden público, la reciente condena a unos jóvenes de Altsasu a duras condenas por una pelea de bar con dos guardias civiles y sus parejas, en la que se consideró por el Tribunal sentenciador que concurrió el agravante de odio es un ejemplo paradigmático de cómo unas normas anunciadas como instrumento para proteger a minorías o colectivos marginados se está utilizando para defender a una profesión y su función represiva.
Del mismo modo se ha intentado utilizar dicha figura delictiva para procesar a tuiteros que han mostrado de un modo tal vez abrupto rechazo a toreros y al propio “espectáculo” de la tauromaquia.
Nos encontramos en suma ante lo que podríamos denominar un fraude de ley institucionalizado, consistente en la utilización de una norma cuyo objeto declarado es la defensa de derechos y libertades como un instrumento más de coacción y represión de la disidencia social y política, y para ello se cuenta como colaboradores involuntarios pero valiosos a una serie de colectivos y personas que, con muy buena intención, defienden el delito y agravante de odio sin caer en la cuenta de que todo norma en un Estado determinado será utilizado para defender a la clase cuyos intereses sostiene.
Esta cuestión, como tantas otras, es un reflejo de la realidad que sufrimos: Volviendo al lejano 1978, llevamos ya demasiado tiempo de acomodo en el pensamiento débil de considerar la sociedad como una suma de sectores cuyos intereses pueden ser compatibilizados en el marco de un Estado que se presume neutral. Existe una relación por tanto (dialéctica, si se me permite la expresión), entre una población cada vez mas acrítica y las supuestas expresiones políticas de los sectores populares que han cultivado el acriticismo huyendo de la raíz de los problemas. Esperemos al menos que al menos no secuestren esta publicación por incitación al odio, aunque, bien mirado, no seremos nadie hasta que nos secuestren al menos un número.