El exilio español y sus libros argentinos
Desde fines de la década de 1930 un número de españoles emigrados de resultas de la guerra se insertó en la actividad editorial argentina y estuvieron muy vinculados a la reivindicación de la cultura republicana y sobre todo a un apogeo de la industria editorial nacional.
La incidencia de españoles en la publicación de libros de nuestro país no fue un producto engendrado sólo por la guerra de España. Algunas casas importantes de Buenos Aires eran de dueños hispanos, con bastante anterioridad a la guerra. Quizás las tres más conocidas eran El Ateneo, Tor y Claridad. Puede destacarse la última, fundada en 1922 por Antonio Zamora y muy vinculada en su momento al grupo de escritores de Boedo, conocidos por su procedencia social modesta y sus ideas izquierdistas. Producía colecciones de libros muy baratos y de elevadas tiradas.
Según su creador «una editorial no debía ser una empresa comercial, sino una especie de universidad popular». Por ese surco transcurrieron algunos de los emprendimientos editoriales en los que tomó parte luego el exilio español. En otros gravitó la finalidad comercial, a menudo en tensión con las exigencias de calidad y la intencionalidad política.
El exilio y las casas editoriales.
La afluencia de expatriados procedentes de la España republicana orientados a la actividad editorial tuvo mucha relación con un fenómeno destinado a perdurar, desenvuelto desde fines de la década de 1930 hasta mediados de la de 1950. Ésa fue considerada la “época de oro del libro argentino”.
Ante la honda crisis de la industria editorial española en el contexto de guerra, posguerra, crisis económica, persecuciones y censura, las editoriales argentinas en general se orientaron a la exportación al mercado internacional de habla hispana, tomando la posta en toda América Latina y llegando al propio mercado español, en este último con dificultades emanadas de la brutal censura imperante allí.
Ese auge sólo mermó cuando la industria del libro en España comenzó a recuperarse. Casi al mismo tiempo que México (donde fueron asimismo protagonistas los españoles exiliados) y algunos otros países latinoamericanos empezaron a tener presencia importante en el mercado editorial.
Ha escrito un experto en el tema: “… la estabilidad económica en Argentina, los procesos previos de profesionalización de los editores, el desarrollo de las artes gráficas, el bajo precio del papel, la afluencia de editores profesionales del libro español -como autores o editores- junto con un inicio de organización contribuyeron a la denominada ‘edad de oro’ del libro argentino.”
No sólo los editores profesionales sino también los escritores españoles se integraron en los círculos culturales del país con notable eficacia, gracias en parte a redes que se habían constituido con anterioridad a la guerra civil. Encontraron acomodo como traductores (Francisco Ayala, Rosa Chacel) y como directores editoriales (Rafael Dieste, en Atlántida , y Rafael Alberti, en Pleamar). Muchos proyectos editoriales surgieron de estos círculos, que dieron lugar, por ejemplo, a emprendimientos para un público minoritario, pero muy interesantes.
Asimismo trabajan los exiliados en editoriales de finalidad comercial, cuyos dueños no tenían que ver con el exilio e incluso algunos eran españoles afines al franquismo. Los republicanos que se desempeñaron allí se encontraron en cierta puja entre sus ideas y simpatías y los imperativos de una empresa capitalista en la que se ganaban la vida.
Losada, la gran editorial del exilio
Esa empresa era propiedad de un español que no era exiliado, ya que Gonzalo Losada vivía en Argentina desde bastante antes de la guerra, en 1928. Llegó como directivo de la sucursal argentina de una gran editorial española. Sí era de manifiestas simpatías republicanas. Por esas creencias había tenido que abandonar en 1938, el sello Espasa Calpe Argentina, alineado con la dictadura española.
Cuando en 1938 la casa española hizo públicas sus simpatías pro franquistas y exigió que los libros se editaran en España, Losada hipotecó su casa y vendió su auto, y junto con Guillermo de Torre, Atilio Rossi, Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña, Luis Jiménez de Asúa, Lorenzo Luzuriaga y Francisco Romero fundó la editorial nominada con su apellido. De Torre, que también había pasado por Espasa Calpe fue su colaborador más estrecho. En el grupo iniciador se mezclaban así, argentinos, antiguos residentes y exiliados, como lo eran Jiménez de Asúa y Luzuriaga.
Losada fue un reivindicador de la cultura republicana exiliada, si bien la mira de la compañía iba mucho más allá, rumbo a grandes autores tanto clásicos como contemporáneos. Los escritores enrolados con la causa republicana tuvieron de todos modos un lugar central en sus catálogos. Asimismo publicaba a autores clásicos prohibidos por la censura ibérica, como Benito Pérez Galdós o Ramón del Valle Inclán. Durante años, la mayor parte del catálogo de Losada era de autores de habla castellana. Hubo colecciones como “Poetas de España y América”, “Narradores de España y América”.
La colección de mayor difusión de Losada, orientada al segmento de libros baratos, los llamados “de bolsillo”, era la Biblioteca Contemporánea (luego rebautizada como “Clásica y Contemporánea”), que competía con una similar, “Austral”, que publicaba su editorial de procedencia. En la “contemporánea” se le hacía también un lugar a escritores argentinos, como Roberto Arlt, Roberto J. Payró u Horacio Quiroga.
Entre los cincuenta primeros títulos de la Colección Contemporánea de Losada, por ejemplo, vemos a prosistas y poetas tan significativos para el republicanismo como Antonio Machado, Pablo Neruda, Miguel de Unamuno, Galdós, Miguel Hernández… Para entonces Losada ya ha publicado las obras completas de Lorca.
El dueño de la editorial se constituyó además en dirigente empresario del rubro y supo estar a cargo de la Cámara Argentina del Libro. Se lo ha caracterizado como “el dirigente más dinámico del empresariado editorial de Buenos Aires.” Activó vínculos internacionales, bregó por medidas de protección y beneficios impositivos para la producción librera, trabajó para obtener cesiones de derechos y facilitar traducciones.
Entre los migrantes vinculados a Losada un caso significativo es el de la pareja integrada por María Teresa León y Rafael Alberti. Ingresaron en Argentina y no en Chile, como pensaron al principio, por el estímulo del propietario de la editorial, quien les prometió apoyo, y la publicación de sus obras.
“Él [Losada] me contrató en seguida mi nuevo libro, Entre el clavel y la espada, que yo había comenzado a escribir en Francia, durante mis desveladas noches como locutor de la radio Paris-Mondial. Nos pagó durante varios meses los derechos del libro, como también el resto que me debía por mi Antología poética, publicada unos meses antes.”, escribe Alberti en sus memorias.
“Y todo esto se lo debíamos a un amigo que nos recibió en el puerto y que con su aire de hombre de mando e iniciativa dijo de pronto, al saber que continuaríamos nuestro viaje hasta Chile: ¿Y para qué ir a Chile si estoy yo en Buenos Aires? ¿No soy yo el que va a editar sus libros?” –Tenemos únicamente un permiso precario-. –Todo se arreglará-. Y se arregló. Y tuviste razón tú, Gonzalo Losada…”, como escribe María Teresa León en Memoria de la melancolía.
Emecé y Sudamericana
Emecé era nada menos que de la familia Braun Menéndez, los terratenientes y grandes comerciantes de la Patagonia. Y en esa empresa se da un lapso de coexistencia entre el director editorial, Álvaro de las Casas, no sólo partidario sino propagandista del franquismo, y dos militantes comunistas, Luis Seoane y Arturo Cuadrado. Éstos vinculados además al galleguismo, aspiraban a difundir literatura gallega. Los tres terminan despedidos por la empresa, contraria a la “politización” de los negocios, en 1942.
Se daba así el conflicto, repetido en otros ámbitos, entre los intereses comerciales de empresas capitalistas guiadas en primer lugar por la búsqueda de ganancias y los propósitos de reivindicación cultural e incluso de acción política que pretendieron darle algunos exiliados.
Luego la casa tomó un sendero más comercial, que incluyó la edición de autores nacionales ya de prestigio, aunque aún no tan masivos, como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Eduardo Mallea fue un gran promotor de los éxitos de Emecé, desde su conducción del suplemento literario de La Nación.
En Editorial Sudamericana participaban como accionistas Victoria Ocampo y un grupo de allegados, como Oliverio Girondo, y acaudalados miembros de la “oligarquía”. Integraron el directorio los empresarios Alejandro Shaw y Alejandro Menéndez Behety, entre otros hombres de negocios. Ocupaba asimismo un lugar destacado el catalán Rafael Vehils, del grupo empresario liderado por la Compañía Hispano Americana de Electricidad (CHADE), conducido por el magnate Francesc Cambó. Pertenecía al catalanismo conservador y estaba con Franco.
Tras algunos fracasos iniciales, la nueva empresa fue encauzada por Antonio López Llausás, editor expatriado, también catalán, que fue contratado por Vehils cuando estaba en Francia. Él desplazó al poco tiempo al hombre de la CHADE y se hizo propietario de la empresa. Llausás le otorgó la dirección editorial a notorios antifranquistas, tanto hispanos como argentinos, como Julián Urgoiti y más tarde Francisco Porrúa.
Él no era un exiliado típico, ya que, editor profesional, se había ausentado de la zona republicana rumbo a Francia luego de asistir con desagrado a la colectivización de editoriales y a la persecución a algunos colegas.
En Sudamericana y Emecé la presencia de la “cultura del exilio” fue menos central, pero no dejó de tener gravitación. Jorge Guillén y Pedro Salinas, dos grandes poetas, son publicados por Sudamericana. También el sociólogo Francisco Ayala, el historiador Claudio Sánchez Albornoz, el ensayista Salvador de Madariaga. Y Emecé edita a Rosa Chacel y asimismo a obras de Camilo José Cela prohibidas en la península, como La familia de Pascual Duarte y La colmena.
Las pequeñas, las no comerciales
Los mencionados Cuadrado y Seoane, apartados de Emecé, editan autores tanto españoles como americanos en sus nuevas iniciativas, mucho más pequeñas, Nova y Botella al Mar. Un carácter similar correspondió a Nuevo Romance y Pleamar. En ellas participan escritores españoles como Francisco Ayala (Nuevo Romance) y Alberti, en ambas. Todas duraron poco tiempo y sólo alcanzaron a efectuar unas pocas ediciones, que fueron de elevada calidad.
Existieron asimismo algunas casas editoras sin fines de lucro y de carácter institucional, ligadas a organizaciones de la comunidad hispánica. Así el Patronato Hispano-Argentino de Cultura, adscripto al Centro Republicano Español de Buenos Aires. Publicaba los “Cuadernos de Cultura Española”, escritos, en su totalidad, por autores del exilio republicano en Argentina que se dedicaban a difundir sus valores a través de obras de crítica literaria, historia, política, sociología y economía, con un marcado tono demócrata, antifranquista y republicano.
Para mencionar solo una publicación del Patronato, el memorable Romancero General de la Guerra Española, compilado por Rafael Alberti y editado por el Patronato en 1944.
Con parecidas orientaciones estuvieron Ekin, de la colectividad vasca, las publicaciones de la Agrupació d’Ajut a la Cultura Catalana o las múltiples –y en la mayoría de los casos, efímeras– editoriales galleguistas, como Citania, Follas Novas o Galicia.
Para entender ciertas características de estas editoriales sólo enfocadas en la cultura del exilio, hay que tener en cuenta que las impulsaban expatriados que confiaban en que su ausencia de España sería de corta duración. Eran los que solían brindar diciendo “El año que viene en Madrid”, (o en Barcelona, según el caso). Hasta pensaban que sus ediciones podrían circular en la península, una vez desplazado Franco.
A la hora de los libros, el exilio vence a Franco
La publicación de obras censuradas en España era un acto de resistencia por sí mismo, lo cual permite afirmar que el antifranquismo está presente en los editores españoles republicanos de Argentina, que vieron en su tarea profesional una manera de contradecir la lógica franquista. En las editoriales más grandes, y con cierto éxito, intentaron conjugar su integración en el nuevo campo intelectual y los réditos que les exigían los inversores.
Las editoriales que se fundan entre 1938 y 1942, sin renunciar a defender y promover una “cultura de exilio”, no se quedaron sólo en “editoriales de exilio”, consolidándose como empresas nacionales.
Esta presencia fue vista con preocupación desde la España de Francisco Franco. En un comentario de la revista falangista Escorial, de 1941, puede leerse:
“No sólo con el enemigo sajón tenemos que luchar, sino con esa parte de España que como España actúa, aunque no lo queramos, aunque su espíritu sea adverso. No es gallardo conformarse diciendo que, sean ellos o nosotros, lo esencial es que España deje oír su voz; porque lo que nosotros queremos es que sea la voz de España proclamada por nuestras lenguas la que se oiga a lo largo de los Andes y de la Sierra Madre.”
Los franquistas seguían aspirando, aún en la penuria material y en medio del silenciamiento forzoso de los opositores, a jugar un rol rector en la “hispanidad”, ese peculiar imperialismo cultural que englobaba a sus antiguas colonias.
Por fortuna tal cosa no ocurrió y libros representativos de ideas democráticas e incluso cuestionadoras y de izquierda, recorrieron el mundo hispanoparlante en todas direcciones. Lo hicieron sobrepasando ampliamente a las producciones adscriptas a la noción de “imperio” que predicaban los servidores del dictador.
Para elaborar este artículo hemos recurrido con amplitud a los trabajos sobre el tema de Fernando Larraz, José Luis de Diego y Fabián Espósito, entre otros. Cabe un reconocido agradecimiento.
La Haine