El glamour de ser agente de la autoridad
A lo largo de la historia, desde el medievo a la dictadura del General Franco (por poner dos ejemplos al azar), quienes ostentaban el poder otorgaban títulos, medallas y potestades, a personas y colectivos que, con la excusa de haber dado servicios a la patria, adquirían un plus de respetabilidad, fama o prestigio, y también (¿Por qué no decirlo?) tenían el innegable efecto de asegurarse lealtades y apoyo al poder que les encumbraba.
Ejemplo de ello fue el papel de los serenos; aunque Franco no los inventó, éstos fueron durante su dictadura un tentáculo del poder municipal para el control social de los barrios. Pertenecientes al cuerpo de policía o auxiliares de la justicia, según el momento de la historia, tenían labores de control, como recoger los panfletos que encontraran y llevarlas a la autoridad, o, en algunas épocas, llevar ante el cuerpo de guardia a cualquiera que anduviera por la calle a partir de determinada hora. En la época de Su Escremencia los ojos de los serenos vigilaban calles y plazas como parte del aparato represivo del poder.
La estupefacción se abre paso cuando, en pleno 2021, con el “Gobierno más progresista de la historia” y en el curso del debate sobre la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana, llamada coloquialmente Ley Mordaza, se presenta una enmienda conjunta del PSOE y Unidas Podemos, que reconocería a los funcionarios de prisiones como agentes de la autoridad.
Frente a dicha enmienda, el pasado 30 de noviembre de 2021, un total de 27 organizaciones manifestaron su “absoluto rechazo” a dicha propuesta, registrando una petición dirigida a las portavocías de los grupos parlamentarios que componen la Comisión de Interior del Congreso con la finalidad de “frenar una modificación legislativa que implicaría una nueva regresión democrática” (sic), y denunciando que tal medida reabría las puertas a la policialización de los funcionarios de prisiones y denunciando que esa enmienda implantaría un modelo en el que “las personas privadas de libertad podrán ser sancionadas por hechos leves tanto por la vía administrativa-penitenciaria, como también en la vía penal generando un aumento de los casos en los que se acuse y condene por atentado, resistencia o desobediencia a agentes de la autoridad”.
Además, según manifiestan dichas organizaciones, esta reforma también supondría “un incremento de las dificultades para denunciar situaciones de maltrato en contexto de privación de libertad”. De esta manera la presunción de veracidad de los funcionarios de cárcel que pretende introducir la reforma actuaría como un elemento disuasorio a la hora de presentar denuncias e iniciar procedimientos ante una eventual contradenuncia por parte de los funcionarios y, además, aumentaría el margen de arbitrariedad en los expedientes sancionadores, incluidos aquellos que afectan gravemente a derechos fundamentales como los aislamientos en celda.
No hemos de olvidar el contexto espacio-temporal en el que se articula la enmienda: Las denuncias de torturas y malos tratos en dependencias policiales, prisiones y centros de menores en el Estado español han encontrado reflejo en un informe oficial: El Comité Europeo para la Prevención de la Tortura (CPT) ha identificado una serie de vulneraciones a los derechos humanos en esos ámbitos, tal como queda expuesto en el informe sobre España que en esas fechas (finales de 2021) publicó dicho organismo.
El documento fue sido elaborado tras la visita realizada en septiembre de 2020 por una delegación del CPT, Organismo del Consejo de Europa que examinó el trato y las condiciones de detención de hombres y mujeres recluidos en varias prisiones y en los dos hospitales psiquiátricos penitenciarios de Alicante y Sevilla, así como en un centro de detención para menores en Algeciras. Además, se examinó el trato y las garantías ofrecidas a las personas privadas de libertad por la Policía. En el citado informe, se afirma con rotundidad respecto a los centros penitenciarios que sigue existiendo un patrón de malos tratos físicos infligidos por los funcionarios de prisiones como reacción punitiva al comportamiento de los presos, incluyendo métodos de tortura como la "falanga" o "falaka", que se trata de un doloroso castigo que consiste, básicamente, en golpes en la planta de los pies.
Según la delegación del CPT, las denuncias efectuadas por las personas privadas de libertad, no pueden ser tratadas como resultado de las acciones de uno o dos funcionarios, “sino que representan una cultura más profunda de abuso de poder e impunidad entre ciertos funcionarios de prisiones que trabajan en estas cárceles”.
Aunque dicha petición no obtuvo eco en la prensa, como era de prever, al menos tuvo la virtualidad práctica de que dicha enmienda fue retirada, lo cual no significa que las personas privadas de libertad estén cualitativamente más protegidas; nunca las normas de este sistema aseguran derechos, y menos aún en materia de represión.
Pero no solo respecto a ese colectivo ha habido en los últimos tiempos debate respecto a la ampliación de la consideración de agentes de la autoridad a determinados grupos y profesiones.
Así, la Ley Orgánica 1/2015, de reforma del Código Penal, estableció que pasaba a considerarse delito de atentado a agente de la autoridad los que se cometan contra funcionarios de sanidad y educación en el ejercicio de sus funciones, atendiendo a reclamaciones efectuadas por Colegios de Médicos y otras entidades relacionadas con el profesorado ante casos de agresiones a dichos profesionales por parte de pacientes, alumnos y padres de éstos.
En el campo del derecho, en los últimos años ha habido voces que reclamaban la consideración de agente a la autoridad de las personas letradas que ejercen por ejemplo la defensa en los turnos de oficio, incluso alguna asociación profesional de la abogacía ha pedido tal consideración argumentando que había casos de agresiones a abogadas y abogados por parte de sus clientes.
No seré yo quien diga que está muy bonito agredir a un profesional, sea éste de la medicina, la educación, la abogacía o la fontanería, pero la sucesión de tales incidentes, no sé si muchos o pocos, viene a poner de manifiesto problemas sociales profundos que no se solucionan ni solo ni principalmente incrementando el nivel de la represión elevando a la categoría de atentado a agente de la autoridad a dichas agresiones.
Sin embargo, los sucesivos gobiernos, sean del signo que sean, ha ido optando por aumentar el número de colectivos revestidos de “autoridad” como única medida a barajar.
Mención especial merece que el artículo 31 de la Ley 5/2014, de Seguridad Privada que devuelve a los vigilantes de seguridad el carácter de agentes de la autoridad señalando que “Se considerarán agresiones y desobediencia a agentes de la autoridad las que se cometan contra el personal de seguridad privada, debidamente identificado, cuando desarrolle actividades de seguridad privada en cooperación y bajo el mando de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad”.
La recuperación de dicha condición (fue suprimido dicho carácter en 1992) a un colectivo respecto al cual pesan multitud de acusaciones de racismo y xenofobia, en actuaciones arbitrarias de las que se ha hecho eco la prensa y colectivos como SOS Racismo, desde escupitajos a pasajeros negros a agresiones e insultos a migrantes, supone un envalentonamiento de los elementos más energúmenos de dicha profesión, sobre todo teniendo en cuenta el concepto que en muchos juzgados y tribunales se tiene del deber de obediencia a un uniforme.
Señalábamos al principio que el poder teje complicidades, y la tentación de nombrar autoridad a cada vez más colectivos profesionales supone una salida fácil, a lo que se ve, a problemas de fondo que nadie quiere abordar. Se trata de nombrarles accionistas ideológicos de una sociedad cuyos valores están en una profunda crisis, en un mundo en que el poder sueña con que la mitad de la población ejerza como vigilante de la otra mitad, todo con tal de que las cosas sigan igual.
Francisco García Cediel