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Estado español :: 28/07/2024

El 'lawfare' y la regeneración de la democracia

Arantxa Tirado
Desconocemos si, ahora que lo ha vislumbrado en su persona -por la denuncia a su esposa-, Pedro Sánchez ha entendido por completo qué significa el 'lawfare' (guerra jurídica)

La denuncia de una asociación ultraderechista interpuesta a Begoña Gómez, la esposa del presidente del Gobierno español, ha vuelto a poner en el centro del debate en España el término lawfare o guerra judicial, ahora apuntando directamente a la figura de Pedro Sánchez. El jefe del Ejecutivo ha pasado de utilizar la palabra de moda para referirse tímidamente a los acuerdos establecidos con Junts per Catalunya para su investidura a usarla para dar cuenta de la campaña de descrédito que está padeciendo, de manera más acusada, en los últimos meses.

Cabe recordar que del Acuerdo PSOE-Junts incluía, implícitamente, la creación de comisiones parlamentarias para dirimir si las personas susceptibles de ser beneficiadas por la futura ley de amnistía habían sido afectadas por «situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política». Si bien el texto no mencionaba directamente a los jueces ni se les acusaba de estar politizados, la simple insinuación de posibles «acciones de responsabilidad» fue suficiente para movilizar a todas las asociaciones de jueces, fiscales y abogados del Estado, quienes se manifestaron ante sus lugares de trabajo en un gesto inaudito.

Este hecho hizo recular al ministro de Justicia, desmarcándose de algunas declaraciones del presidente o de otros miembros del Gobierno que se habían atrevido -seguramente comprometido- a mencionar la palabra maldita en diversas entrevistas. Sin embargo, los ataques a la figura de Sánchez, aunque interpuestos a través de su círculo familiar más íntimo, han marcado un punto y aparte, en palabras del propio presidente.

Desconocemos si, ahora que lo ha vislumbrado en su persona, Pedro Sánchez ha entendido por completo qué significa el lawfare. Ignoramos si dimensiona la gravedad de este mecanismo en el que jueces politizados, poder económico, medios de comunicación y sectores policiales o de inteligencia trabajan al unísono para acabar con la imagen pública de aquellos líderes o fuerzas políticas que se convierten en objetivo a batir. No sabemos si la ristra de víctimas que ha dejado, tanto en América Latina como en España, le sirvieron de advertencia puesto que nunca se había pronunciado con contundencia para denunciar la violación de la voluntad popular que va aparejada a su aplicación.

Por la respuesta dada tras sus cinco días de reflexión, pudiéramos pensar que Pedro Sánchez ha hecho una lectura superficial del fenómeno. Su denuncia del «movimiento reaccionario mundial que aspira a imponer su agenda regresiva mediante la difamación y la falsedad, el odio y la apelación a miedos y amenazas que no se corresponden ni con la ciencia ni con la racionalidad» es la identificación de una parte, el modus operandi de la ultraderecha a escala global, pero no del todo. Y el todo va mucho más allá de la actuación de una ultraderecha que puede utilizar las armas de la democracia para subvertirla, siguiendo la lógica argumental del presidente.

Entender lo distintivo del lawfare, una táctica que articula diversos actores y que se expresa de manera diferenciada según la realidad del país donde se aplique -aunque siempre con rasgos comunes que nos permiten enunciarlo como tal-, significa entender la conformación del Estado y los límites de su transformación. Y este es un debate que trasciende la simple denuncia de la judicialización de la política o del papel de los medios de comunicación hegemónicos -o pseudomedios- como correa de transmisión de bulos e, incluso, de unos intereses políticos o económicos determinados.

El lawfare pone a las democracias frente al espejo y cuestiona, tanto en el Estado español como en el resto de países donde se ha aplicado, la naturaleza de los Estados y el funcionamiento de sus instituciones democráticas. ¿Quién conforma el Estado? ¿Qué papel juegan actores políticos o judiciales que forman parte del Estado o cómo se relacionan con él actores económicos con gran capacidad de influencia a pesar de no estar integrados en él directamente? ¿Existe un Estado permanente o profundo que trasciende la alternancia gubernamental? ¿Son estas zonas poco visibles las famosas cloacas del Estado o el Estado mismo? ¿Existe un Estado sin control gubernamental y qué poder tiene? De hecho, el tema del poder es fundamental, así como el de la democracia. Pedro Sánchez apelaba en su discurso a movilizarse por una regeneración democrática. La gran pregunta es si se puede acometer una regeneración de la democracia sólo señalando la necesidad de cambio de las «reglas del juego», en palabras de Sánchez, sin cuestionar el juego mismo.

Vivimos en regímenes enunciativamente democráticos donde la democracia liberal frecuentemente se circunscribe a aspectos procedimentales de consulta de la ciudadanía a través del voto. La noción etimológica de democracia, sin adjetivos, implica el poder del pueblo. Pero prácticas como el lawfare desnudan que la voluntad soberana, ese poder del pueblo expresado en las urnas en el marco de las democracias representativas, puede ser coartada por actores políticos y económicos con mucha mayor capacidad para imponer sus intereses, demostrando que la democracia puede ser subvertida haciendo uso de sus propios mecanismos.

Como escribía hace años Ellen Meiksins Wood, para el capitalismo no fue un problema universalizar los derechos políticos porque esto no alteró el ejercicio del poder de la clase dominante. La democracia representativa puede convivir y, de hecho, está mucho más cómoda con una ciudadanía pasiva y despolitizada. Un perfil en el que las ideas de la ultraderecha pueden calar con mayor facilidad; esa misma ultraderecha que hoy ataca al presidente Sánchez, como antes lo hizo con otros líderes de la izquierda.

Por tanto, para combatir el lawfare y regenerar la democracia, en lugar de atajar el problema desde la superficie, quizás habría que plantear, en primer lugar, una crítica al propio modelo de democracia que da lugar a estas prácticas. Si la democracia liberal se convierte en una institucionalidad que, en su desarrollo real, puede ignorar el mandato soberano, con poderes que se extralimitan de sus competencias o con otros poderes que ejercen el chantaje directo o velado cuando no se cumple su agenda política, corre el riesgo de deslegitimarse ante los ciudadanos y ciudadanas.

La desafección, la antipolítica o el sacrificio de la idea misma de la democracia se convierten en la consecuencia lógica. La democracia pasa a percibirse como un cascarón vacío, defensora de una igualdad enunciativa que no logra ocultar el predominio de las fuerzas del mercado por encima del pueblo soberano. Unas fuerzas que, históricamente, han prescindido de la misma concepción democrática cuando ésta ha dejado de ser útil para seguir apuntalando su dominio. Democratizar el Estado y hacer limpieza puede ser un paso importante en la regeneración que busca Sánchez, pero difícilmente se puede llevar a cabo un proceso así sin tocar los fundamentos de este modelo de democracia.

lamarea.com

 

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