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Pensamiento :: 22/08/2005

El monopolio de la violencia

Manuel Delgado
Todas las formas conocidas de sociedad civil moderna aparecen amenazadas por fuertes endógenas de incivilidad

Como ha señalado John Keane, «la incivilidad sería entonces una situación cronica de las sociedades civiles, una de sus condiciones típicas», algo así como un lado oscuro en que se desmentiría toda ilusión de una agregación humana plenamente integrada y armónica. Estaríamos hablando aquí de la parte maldita de todo progreso social, un fondo atroz, infraconsciencia permanente de lo artificial y de lo frágil de las pacificaciones que permiten la cooperación «civilizada» entre grupos humanos en realidad incompatibles. Como si el proceso civilizatorio al que consagrara Norbert Elias sus mejores páginas pudiera experimentar -y experimentara de hecho constantemente- todo tipo de regresiones, titubeos e interrupciones.

La monopolizacion de la fuerza por parte de los Estados modernos y el rechazo casi en forma de reflejo condicionado respeto de las expresiones consideradas ilegítimas de agresividad en la vida ordinaria han condicionado que la violencia sea así lanzada de una zona oscura, a la que se le niega ya no su naturaleza de instrumento social y de medio de comunicación culturalmente pautado, sino incluso a su propia condición de propiamente humana. La violencia es objeto de discursos que la perfilan como una irrupción del otro absoluto, que la asocian al inframundo de los instintos, que prueban nuestro parentesco inmediato con los animales o que advierten del acecho cercano de potencias maléficas. La violencia ejercida por personas ordinarias no legitimadas es entendida como abominable, monstruosa, en cualquier caso siempre extrasocial.

La representación mediática, sobrecargada de tintes melodramáticos, de esa violencia no sólo antisocial, sino asocial, no hace sino incidir constantemente en la degradación que indica el uso no legítimo de la fuerza bruta, que convierte a sus ejecutores en menos que humanos, representantes de instancias subsociales. La imaginación mediática y los discursos políticos y policiales que hablan constantemente de esa violencia exógena a lo social humano, procuran hacer de ella un auténtico espectáculo aleccionador para las masas. En los medios de comunicación y en los discursos oficiales que «condenan la violencia» no se habla nunca, por supuesto, de la violencia tecnológica y orgánica, aquella que se subvenciona con los impuestos de pacíficos ciudadanos que proclaman odiar la violencia. No mencionan la muerte aséptica, perfecta y en masa de los misiles inteligentes o de los bloqueos contra la población civil. No hacen alusión a las víctimas incalculables de la guerra y la represión política. Vuelven una vez y otra a remarcar lo que Jacques Derrida había llamado la «nueva violencia arcaica», elemental, bruta, la violencia primitiva del asesino real o imaginario, del sádico violador de niñas, del terrorista, del exterminador étnico, del hooligan, del delincuente juvenil, del joven radical vasco, del skin. He aquí una violencia representada como inorgánica, animal, primaria, en la línea de aquella distinción propuesta lúcidamente por Walter Benjamin entre la violencia episódica, ocasional, contingente, y la violencia constante, las coordinadas y estructuras fundamentadas en el uso de la fuerza que posibilitan la existencia misma de los órdenes políticos centralizados. Frente a una violencia uniformada, lo que se opone intolerablemente es una violencia «vestida de calle», «de civil», al mismo tiempo cotidiana -puesto que está siempre ahí, semioculta en los subsuelos de la vida ordinaria- y excepcional, puesto que ya se ha repetido que su naturaleza es mostrada como ni tan solo propiamente humana.

Frente a una violencia homogénea, sólo concebible asociada al aparato político y a la lucha por la defensa y la conquista del Estado, una violencia heterogénea, dispersa, caótica, errática, asociada a todas las formas concebibles y hasta inconcebibles de alteridad: violencia terrorista, criminal, demente, enferma, étnica, instintiva, animal; violencia informal, poco o nada organizada: bomba casera, cóctel molotov, arma de contrabando, puñal, piedra, hacha, palo, veneno, puñetazos, mordiscos, patadas... De hecho, esa es la violencia que parece interesar de manera exclusiva a los sistemas mediáticos, ávidos por proveer al gran público de imágenes estremecedoras de las consecuencias de la desviación, la anormalidad y la locura. Violencia artesanal, pre-moderna, «hecha a mano», paradójicamente «violencia con rostro humano», y por ello escandalosa e inaceptable. Los violentos son siempre los otros, quizá porque uno de los rasgos que permiten identificar a esos «otros» es la manera como éstos contrarían el principio político irrenunciable del monopololio en la generación y distribución del dolor y la destrucción. Una magnífica estrategia, por cierto, en orden a generar ansiedad pública y a fomentar una demanda popular de más protección policial y jurídica.
La premisa que debería iniciar toda reflexión sobre la «violencia» debería establecer que reconocemos como tal esa fuerza o energía drástica que puede aplicarse en casos extremos a ciertos actores sociales a fin de que actuen o dejen de actuar. En ese sentido, se entiende que la utilización de esa fuerza ha de aparecer bajo control en cualquier forma de sociedad, de manera que constituya un foco central, pero oculto, en la estructura de cualquier organización social. Ello no implica en absoluto una consideración moral sobre la bondad de la capacidad cohesionadora de la agresión en órdenes sociales que carecen de autoridad política centralizada, que la han desactivado provisionalmente o que han decidido actuar a sus espaldas. Las virtudes estructurantes de la agresión continúan ahí, amoralmente, advirtiéndonos de su valor como recurso de última instancia. Se le da la razón a Arendt y a Habermas acerca de la incompatibilidad entre violencia y poder legítimo, o más bien, se le concede a Paul Ricoeur, que siempre se negó en redondo a asimilar poder político y violencia, a la manera como una larga tradición de pensamiento -que culmina en Weber- se había empeñado a hacer. Lo político es, para Ricoeur, el ámbito de la paradoja, el lugar en que se refugia siempre la Gran Violencia, donde «el mayor mal se adhiere a la mayor racionalidad».

Se entiende la preocupación de todo discurso político por mostrar la violencia como algo que debe ser mantenido a buen recaudo, un monstruo que debe permanecer lejos o enjaulado. El mínimo descuido podría hacer manifiesto que el Estado se funda, en efecto, en esa violencia, y que ahí está la evidencia misma de su impotencia, de su debilidad, de una deslegitimidad siempre intuida y, por ello, obsesivamente ocultada. Siguiendo a Arendt, no podría existir un poder violento, sino, como mucho, una dominación, un sometimiento destinado a instrumentalizar la voluntad humana al servicio de objetivos particulares. Recuérdense sus palabras: «La violencia puede destruir al poder, es absolutamente incapaz de crearlo». En relación con esto, los discursos oficiales sobre la violencia serían siempre contribuciones a la voluntad del orden político de disuadir o persuadir a la mayoría social de una cosa de la que nunca aparece del todo convencida. A saber, que el uso de la fuerza no es lo que es, es decir un recurso cultural y un lenguaje disponibles para fines asociados a una «última instancia», la administración y control de la cual depende de la propia sociedad, sino una substancia demoniaca altamente peligrosa, de la que la manipulacion ha de correr siempre a cargo de especialistas que han sido entrenados por la Administración. Sólo ellos reciben permiso para entrar en contacto con una materia tan dañina, tanto en el terreno de las prácticas como en el de las representaciones, y preservarnos de una energia cuyo peligro reside en su extraordinaria capacidad de expresar sentimientos e ideas, de resolver problemas por la vía rápida y, por último, de poner en comunicación a los seres humanos usando para ello el más poderoso de los vínculos conocidos: el odio.

Fuente: La Haine

 

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