Finanzas “verdes”: el negocio de la destrucción
“La civilización es sólo una coartada endeble para una destrucción brutal. El veneno sigue brotando y el sistema entero parece dispuesto a intoxicar hasta el último rincón del planeta, porque son más rentables la destrucción y la muerte que detener la máquina”
Subcomandante Insurgente Galeano
La zorra en el gallinero
“Cuando se trata de salvar el planeta, una ballena equivale a mil árboles”.
La extravagante afirmación proviene de un estudio publicado por el FMI en el que se propone, en tono triunfalista, el desarrollo de canales “innovadores” para la protección de los grandes cetáceos -por ejemplo, mediante la financiación a los gobiernos para la creación de reservas marinas o áreas protegidas-, como vía de mitigación del cambio climático:
“El Fondo Monetario Internacional (FMI) estudió recientemente el trabajo que hacen las ballenas acumulando a lo largo de su vida toneladas de carbono en sus cuerpos (hasta el equivalente a mil árboles), que eliminan cuando mueren en el fondo de los mares y secuestran para siempre de la atmósfera. Los economistas del FMI estimaron el servicio natural de las ballenas –tomando el precio de mercado del CO2 más su aporte al turismo y a la pesca– en dos millones de dólares por ejemplar. Si se toma la población total de ballenas del mundo, la cuenta da aproximadamente un billón de dólares”.
El ejemplo anterior, por grotesco que pueda parecer, representa sólo un botón de muestra del desarrollo reciente de una ofensiva redoblada del capital financiero, bajo el auspicio de los poderes público-privados al servicio de las grandes corporaciones globales, en pos de aplicar la estrecha métrica mercantil a las funciones esenciales que sostienen el metabolismo de los ecosistemas y la biodiversidad del planeta. Todo ello, ni que decir tiene, con la omnipresente coartada de velar por su preservación, bajo uno de los mantras rituales de los apologistas de las «soluciones de mercado» y de las “finanzas verdes”: la naturaleza se destruye porque no se la valora.
Este masivo proceso mercantilizador ha sido profusamente acompañado por la creación de una neolengua tecnocrática bajo la rúbrica del “capital natural”: “mitigación compensatoria”, “naturaleza positiva”, “créditos de carbono”, “equivalencia ecológica”, “bonos verdes”, “servicios ecosistémicos” y una miríada de conceptos eufemísticos pergeñados por una pléyade de economistas ambientales y de think tanks del capital financiero global al lucrativo servicio de infinidad de lobbys corporativos, ONGs ambientalistas, fundaciones filantrópicas, organizaciones de partes interesadas -el nuevo Santo Grial de la “captura corporativa” de las instituciones internacionales- y demás “partenariados” público-privados que, bajo el manto de la infinita nebulosa burocrática que orbita alrededor de los organismos de Naciones Unidas, se han puesto frenéticamente manos a la obra para desarrollar la financiarización de la naturaleza.
Resulta realmente impúdica, dicho sea de paso, la desfachatez con la que las organizaciones internacionales encabezadas por la ONU, supuestamente encargadas de velar por la paz, los derechos humanos y la conservación de la naturaleza, se han puesto al servicio de las grandes corporaciones, con el poder financiero global en lugar muy destacado, para otorgar una pátina de respetabilidad democrática al masivo “lavado verde” perpetrado por el gran capital. Como muestran de manera grotesca los “partos de los montes” en los que han desembocado las, tan pomposas como inútiles, grandes cumbres “por el clima y la diversidad biológica”, la “captura corporativa” de los organismos multilaterales avanza a pasos agigantados. La palabra clave tanto en la COP27 (sobre el cambio climático) como en la COP15 (para la protección de la biodiversidad), las últimas pantomimas que ejemplifican el masivo ecoblanqueo practicado por los poderes globales bajo el patrocinio de Naciones Unidas, fue la de “financiarización”: lo que prima por tanto en los presuntos “esfuerzos” por la conservación es el descarnado lenguaje del dinero, nadando en las frías aguas del cálculo egoísta.
Y la mascarada va in crescendo. En la recientemente celebrada COP 15, el objetivo acordado de alcanzar un 30% de la superficie terrestre y marina del planeta bajo protección se financiará con instrumentos financieros “ingeniosos”, basados en la emisión de deuda a cargo de la banca globalista destinada a los gobiernos encargados de la protección de los parajes naturales: la servidumbre por deudas de los pueblos del Tercer Mundo deviene la única “medicina” eficaz prescrita por la máxima organización internacional para evitar la destrucción de la naturaleza y de sus diezmados pobladores. Cuanto más grave es la amenaza para las condiciones para una vida digna en un planeta habitable, mayor es el obsceno trampantojo institucional resultante de entregar en “bandeja de plata” el diseño y la implementación de las políticas climáticas a los máximos culpables del desastre.
La “banca de especies”, los “créditos de humedales”, los “derivados de biodiversidad”, la “banca de mitigación” o los “mercados de futuros del CO2” son los innovadores instrumentos financieros que mueven, al menos potencialmente, billones de dólares a su alrededor. En la COP 26 celebrada en Glasgow –que resultó, para variar, un fracaso sin paliativos, incluso más que las anteriores– se presentó pomposamente la llamada “Alianza Financiera para las Cero Emisiones Netas”, el principal marco institucional de la coordinación del esfuerzo global de financiación bancaria en pos de la “sostenibilidad” ambiental: “130 billones de capital privado prometido para el cero neto, pero ni una sola norma para prevenir siquiera que un dólar sea invertido en combustibles fósiles”, era la amarga denuncia formulada por la la ONG Reclaim Finance.
La vertiginosa capitalización financiera de los procesos que sustentan el metabolismo de la vida natural, que lleva al paroxismo la certera crítica de Karl Polanyi a la omnipresencia del “mercado autorregulador” y de las “mercancías ficticias” (mano de obra, tierra y dinero) como arietes de la destrucción de las relaciones sociales y de los vínculos comunales bajo el capitalismo, se desarrolla principalmente en dos ámbitos estrechamente relacionados: los mercados de “compensación de emisiones” y los mercados de los “servicios de los ecosistemas”. El primero incluye el desarrollo, iniciado en el Protocolo de Kioto, de un inmenso ámbito financiero construido en base a los “mercados de carbono” («el comercio climático basado en un modelo de una mercancía molecular») y a la entelequia del “cero neto”. El masivo ecoblanqueo practicado por las grandes corporaciones, bajo la generosa advocación de Naciones Unidas, ha encontrado su eslogan favorito en la propaganda basada en la “neutralidad de carbono”:
“En los últimos años, más de 1500 empresas han anunciado sus compromisos “cero neto”, ante el aplauso de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC)”
Otro ejemplo paradigmático de la quimera de la “mitigación compensatoria” promovida por la gobernanza global son los pagos a los propietarios de tierras en países del Sur por parte de grandes “contaminadores” para preservar los bosques o pastizales en cuencas importantes. El esquema más destacado es REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de los bosques), un gigantesco programa desarrollado por la ONU cuyo objetivo es la creación de “sumideros de carbono”, cuya función principal es compensar las emisiones generadas en un lugar plantando árboles en otro. Este es el nivel de “sofisticación” del tratamiento administrado a la emergencia climática a cargo de la sacrosanta institución multilateral que presuntamente vela por evitar el desastre ecológico global.
El título del exhaustivo informe, coordinado por la organización ecologista “Amigos de la Tierra Internacional”, refleja meridianamente la monumental hipocresía que impregna tales prácticas: “La Gran Estafa: Cómo los Grandes Contaminadores imponen su agenda ‘cero neto’ para retrasar, engañar y negar la acción climática”.
Ni que decir tiene que el pretendido fundamento científico –a pesar de las ingentes cantidades de recursos y de poder financiero corporativo puestos al servicio del proyecto- de la nueva panacea ambientalista pergeñada por los tiburones de las finanzas globales brilla por su ausencia. El activista y científico Ashish Kothari enfatiza la toxicidad de la “peculiar” lógica subyacente:
“En primer lugar, una mentalidad que equipara la contaminación emitida o la tala de bosques en un lugar con la contaminación absorbida o la forestación realizada en otro lugar, es ecológica y socialmente ignorante (o deliberadamente negligente). (…) ¿Cómo puede la captura de una cantidad equivalente de carbono en otro lugar, compensar las emisiones o los impactos de las actividades asociadas como la minería del carbón, la fracturación hidráulica, los oleoductos y las líneas de transmisión)?”.
El mecanismo resulta de una perversión insuperable:
“El valor económico del bosque como compensación de carbono depende de que sigan existiendo emisiones excesivas de carbono. Sin esas emisiones, el bosque como sumidero de carbono carece de valor económico. Sin la destrucción de la biodiversidad, un hábitat como compensación de biodiversidad carece de valor económico. Las actividades de conservación de la naturaleza pasan a depender de las actividades de destrucción de la naturaleza”
El científico y profesor Arturo Villavicencio, miembro del IPCC y autor del excelente trabajo titulado gráficamente ‘Neoliberalizando la naturaleza’, destaca el carácter profundamente paradójico de la perversa interacción entre destrucción y negocio que comporta esta “nueva frontera” de la acumulación, un grotesto quid pro quo que tiene como escenario el planeta entero:
“Uno de los aspectos más peligrosos del discurso es la idea de la mitigación compensatoria. No importa el daño que una actividad económica ocasione a la naturaleza siempre y cuando se pueda compensar en otro sitio. Las actividades de protección y conservación de la naturaleza pasan a depender de las actividades de destrucción de la naturaleza”.
No se trata, en definitiva, más que de ofrecer una burda pátina “ambientalista” que no obstaculice ni un ápice la buena marcha de los negocios.
En el segundo caso, reproduciendo la misma absurda lógica de pretender ahormar la infinita complejidad del tejido de la vida dentro del corsé monetario, se trataría de aplicar la métrica de la valorización mercantil a los “servicios de los ecosistemas” en aras, ni que decir tiene, de favorecer su preservación.
Como muestra el magnífico estudio titulado, reveladoramente, “El capitalismo clandestino y la financiarización de los territorios y la naturaleza”, el modus operandi de los “pagos por servicios ambientales” no difiere en absoluto del mantra habitual de los gestores de la gobernanza capitalista acerca de la necesidad de extender la “lógica del valor” a todos los procesos que sirven de sustento al metabolismo socionatural:
“Nuestros territorios también se están integrando en los mercados mundiales de capitales por medio de la redefinición de la naturaleza como una colección de servicios ecosistémicos normalizados, comparables y cuantificables (que proporcionan alimentos y agua, regulan el clima, apoyan los ciclos de los nutrientes y la producción de oxígeno, aportan beneficios recreativos, etc.). La idea tras esto es dar un valor económico o monetario a la naturaleza, basado en la suposición de que la principal razón por la que los bosques, pastizales y otras áreas naturales son destruidos es que su valor económico es invisible”.
El principio subyacente a la lógica del capital natural resulta por tanto perfectamente “natural”: continuar con el business as usual como si no hubiera un mañana, pretendiendo ilusoriamente compensar los daños ecológicos irreversibles a través de la valoración monetaria de los “servicios de los ecosistemas” y de la denominada “equivalencia ecológica”, una condición fundamental para la mitigación compensatoria que crea la absurda ilusión de que la degradación ambiental causada por el carácter depredador del capital puede ser compensada por acciones de reparación, sin afectar a la integridad y a la capacidad de regeneración de los ecosistemas.
Legiones de biólogos, ambientalistas y demás científicos naturales se alían con economistas, financistas, burócratas, consultores y auditores expertos en finanzas “verdes” para desarrollar, con los caudalosos fondos del partenariado público-privado financiado pródigamente por las grandes corporaciones, un nuevo campo de acumulación de capital ficticio, totalmente carente de sustrato productivo alguno al tratarse de procesos naturales, ajenos al trabajo humano y a los mecanismos de la valorización del capital. El resultado es una perversión absoluta -un genuino “pacto con el diablo”- de los estándares científicos y ético-morales de sus investigaciones, sometidos a los intereses pecuniarios del capital privado y totalmente postrados al servicio de la ocultación del acelerado choque de la actual organización social con los límites biofísicos planetarios. La acusada renuencia, llevada en ocasiones a extremos ridículos, de una gran parte de la comunidad científica y de las publicaciones de “reconocido prestigio” en el ámbito ecologista, a atribuir el destrozo ambiental global que presenciamos en pleno desarrollo al sistema basado en las heladas aguas del cálculo egoísta –reflejada en la represión sistemática del uso del término “capitalismo” para designar al culpable del ecocidio- resulta la mejor prueba de esa “captura” corporativa de la “mejor ciencia disponible” en aras de ocultar la catástrofe en ciernes.
Al respecto de esta paradoja, el investigador Bram Büscher refiere sacásticamente «que es particularmente sorprendente observar la manera en la que los científicos naturales, que normalmente se enorgullecen de su rigurosidad, rehúsan aplicar el mismo rigor cuando extienden su trabajo al campo de las ciencias sociales, incluida la economía.
Como resalta Villavicencio, el grado de absurdidad de tales prácticas cuestiona gravemente la integridad científico-moral de sus proponentes:
«A propósito de la valoración de los servicios ecológicos en Estados Unidos, D. Simpson se plantea la pregunta: ¿esperan los promotores de esos ejercicios de valoración que sus cifras sean tomadas realmente en serio?»
El hecho cierto es que las imperiosas exigencias de valorización de la renqueante maquinaria capitalista mediante la explotación desaforada del negocio de la destrucción del planeta vivo son razones más poderosas que el respeto al mínimo rigor exigido en las investigaciones de las ciencias naturales.
Y es que realmente hay mucho en juego. El festín que olfatean los tiburones de las finanzas globales es potencialmente opíparo, demasiado suculento para parar mientes en escrúpulos ético-morales:
«El trabajo mencionado, calificado con sutileza por Martínez Alier y Roca Jusmet como «desafortunado», estimó el valor de los servicios de la naturaleza a nivel global entre 16 y 54 billones de dólares anuales; es decir, un valor promedio de 33 billones de dólares, aproximadamente el doble del PIB mundial de 1997″
El balance de la última mascarada organizada por Naciones Unidas no deja, según el título de un informe crítico, lugar a dudas de quiénes están al timón de la nave del negocio de la destrucción: “COP26: al mando, los financiadores de los peores contaminadores»:
“¿Cómo hemos llegado a este punto? En cuestión de unos años, el ‘cero neto’ ha pasado de ser un concepto recluido en la discusión científica hasta convertirse en el enfoque predominante tanto para las corporaciones como para los gobiernos. Parecería obvio que poner a empresas como JP Morgan Chase, BlackRock, BNP Paribas y a muchos otros, todos ellos actores financieros con interés significativo en las actividades de generación de carbono en todo el mundo, a conducir el esfuerzo global sobre finanzas privadas y cambio climático es como dejar que el zorro cuide el gallinero. No obstante lo sorprendente de la iniciativa, eso es lo que está sucediendo”.
Qué duda cabe que confiar al gigante de Wall Street JP Morgan Chase, el mayor financiador de la industria de los combustibles fósiles, la conducción del esfuerzo financiero global contra el cambio climático tiene la misma eficacia que poner a la zorra a cuidar el gallinero.
La mejor prueba de lo anterior es que mientras tanto, como concluye el demoledor dossier titulado “La banca en el caos climático”, el business as usual de los amos de la fábrica de dinero resulta completamente inmune a la omnipresente cháchara del ecoblanqueo:
“La conclusión es que incluso en un año en el que los compromisos de cero emisiones estaban de moda, el sector financiero continuó con su conducta habitual frente al caos climático: durante los seis años transcurridos desde el pomposo Acuerdo de París, la financiación de los sectores fosilistas por parte de la gran banca too big to fail ha seguido aumentando hasta alcanzar la mareante cifra de 4,6 billones de dólares”.
De esta manera, la extensión del proyecto neoliberal hacia la esfera de la naturaleza, que ignora completamente, para más inri, el desarrollo real de los territorios que coloniza y la relevancia que tienen los derechos de los pueblos originarios que protegen y conviven con la biodiversidad de forma armónica, privilegia como solución las mismas estructuras y procesos que producen los irreversibles daños ecológicos que presuntamente se trataría de atajar.
El investigador y periodista Cory Morningstar resume las siniestras implicaciones de dejar en manos de los tiburones de Wall Street la preservación de los procesos que sustentan los delicados equilibrios del tejido de la vida:
“Rockefeller y otros dejan que los mercados dicten lo que en la naturaleza tiene valor, y lo que no. Sin embargo, no corresponde a las instituciones capitalistas y a las finanzas globales decidir qué vida tiene valor. Los ecosistemas no son ‘activos’. Las comunidades biológicas existen para sus propios fines, no para los nuestros”.
Capitalismo desquiciado: un omnívoro biofísico
“Podría decirse que el capital es supraecológico: un omnívoro biofísico que sobrevuela la tierra con su propio y peculiar ADN social”
Andreas Malm, «Capital fósil»
En el desarrollo vertiginoso de esta nueva clase de activos “naturales”, cuyo presunto objetivo es “preservar y restaurar” los ecosistemas, se aprecia claramente un salto cualitativo –que remite a la distinción que establece el marxista ecológico James O’Connor entre el “grifo” y el “sumidero” de la naturaleza– en relación con el modus operandi tradicional de la apropiación “imperialista” de las riquezas del planeta: las boyantes finanzas “verdes” y las grandes multinacionales primermundistas no sólo trabajan en pos de extraer hasta el último gramo de las riquezas minerales y las reservas energéticas menguantes -el “grifo”-, mediante el sometimiento y el expolio de los pueblos del Tercer Mundo, sino que su cometido “innovador” consiste actualmente en incluir también entre sus “productos” la financiarización de los “servicios de los ecosistemas” -el “sumidero”-, entre los que se encuentran la capacidad potencial de producción de alimentos, la belleza paisajística, el agua limpia, la biodiversidad, la polinización, el secuestro de carbono y el resto de dones “gratuitos” de la naturaleza.
O’Connor describe la relación tradicional del capitalismo depredador con la riqueza natural:
“La naturaleza es un punto de partida para el capital, pero no suele ser un punto de regreso. La naturaleza es un grifo económico y también un sumidero, pero un grifo que puede secarse y un sumidero que puede saturarse. La naturaleza como grifo ha sido más o menos capitalizada; la naturaleza como sumidero está más o menos no capitalizada. El grifo es casi siempre propiedad privada; el sumidero suele ser propiedad común”.
Sin embargo, esta diferenciación que establece O’Connor entre el “grifo” natural, privado y capitalizado, y el “sumidero” de residuos y contaminación, público y sin capitalizar, ha sido completamente superada por la nueva frontera de la mercantilización financiera del metabolismo socionatural. Tal es el cambio radical que trata de introducir la virulenta financiarización neoliberal de la naturaleza, a través del desarrollo de los nuevos mercados de los servicios ecosistémicos, la entelequia de la mitigación compensatoria, del “cero neto” y de las cuotas de carbono, que pugnan por capitalizar el “sumidero” de la biodiversidad global, vistiéndolo con el ropaje economicista del “capital natural”.
El propio O’Connor describe el salto cualitativo acometido por el imperialismo ecológico del capital financiero:
“Entramos aquí en un mundo en el cual el capital no se limita a apropiarse de la naturaleza y a convertirla después en mercancías que funcionan como elementos de capital constante y variable, sino más bien un mundo en el cual el capital rehace la naturaleza y sus productos, biológica y físicamente, a su propia imagen”.
La deletérea configuración someramente descrita suscita inmediatamente dos cuestiones neurálgicas: ¿Cuáles serían, en última instancia, las causas de la exacerbación de la fagocitación de las fuentes de la vida perpetrada por el capitalismo ecocida bajo el “mantra” del capital natural? ¿Cómo se integran dichos procesos en la evolución degenerativa del organismo capitalista en las últimas décadas y en la entronización de la fábrica de dinero encarnada en el sistema financiero global como la fuerza contrarrestante por excelencia que pugna por contener esa inexorable degradación?
Lo cierto es que no se trata de un fenómeno realmente novedoso. El sector financiero global, comandado por los gigantes “demasiado grandes para caer”de Wall Street, ha desempeñado el rol decisivo en el sostenimiento de la rentabilidad del capital en el último medio siglo, pugnando por compensar mediante la deuda a muerte y la hipertrofia del casino financiero mundial el languidecimiento del capitalismo fordista de los Treinta Gloriosos, y fagocitando progresivamente cada vez más ámbitos de la actividad económica en los sectores básicos de los que depende, de forma cada vez más precaria, la subsistencia de las clases populares.
Podríamos dividir en principio, a título ilustrativo, la “huida hacia adelante” del capital neoliberal, en pos de ampliar su frontera “exterior” para superar el inexorable declive de los flujos de plusvalor que lo vivifican, en tres ámbitos estrechamente relacionados: las masivas privatizaciones de servicios públicos, que sirven en bandeja al capital los monopolios “naturales” que suministran los bienes básicos para la subsistencia de las clases populares; la integración en los circuitos financieros globales de miles de millones de sufridos pobladores de las zonas rurales de los países pobres, en busca de apropiarse de sus riquezas y de someterlos a las reglas del agrobusiness y, last but not least, la desaforada aplicación, gracias a la desregulación de los mercados promovida por las instituciones internacionales del imperialismo «primermundista» (FMI, BM y OMC), de la ingeniería financiera creativa al desarrollo de nuevas entelequias especulativas -con los “futuros” y demás “derivados” en lugar prominente- basadas en los productos primarios y en todo tipo de fenómenos y procesos naturales.
La acelerada financiarización de la naturaleza es por tanto una consecuencia completamente “natural” de un proceso patológico: las dos contradicciones del capital descritas por O’Connor -la contradicción endógena, provocada por la decadencia crónica de la rentabilidad, y la “exógena”, reflejada en el acelerado choque del organismo social capitalista con los límites biofísicos planetarios- propulsando simultáneamente la expansión del castillo de naipes del casino financiero global a los nuevos ámbitos de negocio abiertos de par en par por la propia extralimitación biofísica generada por la voracidad capitalista.
Entre estos dos “cuellos de botella” en los que está atrapado el capital –degradación ecológica y atonía productiva– se da, como describe el sociólogo Razmig Keucheyan, autor del magnifico ensayo de ecología política ‘La naturaleza es un campo de batalla’, una interacción continua a través del cordón umbilical del valor menguante generado por la única mercancía “extensible”, la categoría central de la economía política que unifica la historia social y la historia natural:
“Estas dos contradicciones se alimentan una de otra. El trabajo humano, en la medida en que genera plusvalía –valor– al transformar la naturaleza, es la categoría que garantiza que la historia natural y la historia social son una sola y misma historia; en otras palabras, que estas dos contradicciones estén entrelazadas. La primera contradicción conduce a una baja tendencial de la tasa de ganancia, es decir, a la aparición de crisis profundas del sistema capitalista. La segunda, por su parte, induce un encarecimiento creciente del mantenimiento de las condiciones de producción, que pesa igualmente a la baja en la tasa de ganancia, puesto que volúmenes crecientes de capitales empleados en este mantenimiento, por ejemplo en busca de reservas de petróleo de un acceso cada vez más difícil, no son transformados en ganancias”
He aquí pues el hecho decisivo de la configuración actual del capitalismo biocida: la progresiva reducción de la “savia bruta” que lo vivifica, compele al capital a redoblar la agresión contra las fuentes nutricias de la vida social y natural.
¿Cuáles serían por tanto los mecanismos a través de los que se puede establecer una conexión íntima entre la esencia explotadora de la acumulación de capital, su dinámica progresivamente degenerativa y la extraordinaria agudización del expolio de la naturaleza, concebida, desde el punto de vista capitalista, como un ámbito externo, un conjunto de recursos “gratuitos” disponibles para ser dilapidados? O, dicho de una forma más directa: ¿por qué los anticuerpos que el capital genera para combatir el virus de la progresiva debilidad de sus fuentes nutricias tienen el deletéreo efecto secundario de intensificar el deterioro de las condiciones de producción y dificultar aún más el mantenimiento futuro de una reproducción saludable?
La idea central de partida es la piedra miliar de la construcción marxiana acerca de la principal contradicción interna del modo de producción capitalista: a medida que avanza la acumulación, tendencialmente, debido a la necesidad impuesta por la dura lucha de la competencia, que compele al capitalista individual al ahorro de costes laborales, crece la proporción de capital constante, mediante la innovación tecnológica y la introducción de maquinaria, en relación al trabajo vivo empleado.
Como resultado de este proceso ineluctable, los capitalistas innovadores, ansiosos por engordar su cuenta de resultados, aumentan la productividad, sustituyendo mano de obra por maquinaria e introduciendo nuevas tecnologías para obtener, al menos inicialmente, plusvalías extraordinarias.
Sin embargo, cuando la innovación tecnológica se generaliza a través de la atracción de capitales sedientos de ganancia a los sectores punteros, las plusvalías extraordinarias desaparecen y la tasa de ganancia general baja debido al aumento de la composición orgánica del capital: el trabajo muerto, sedimentado en la maquinaria y en los recursos naturales dilapidados, crece progresivamente en relación con el trabajo vivo, la única fuente de plusvalor.
Tales procesos insertos en el código genético de la acumulación de capital inciden directamente sobre el acelerado expolio de los dones de la naturaleza, como resultado directo de la imperiosa necesidad de propulsar la innovación tecnológica y la productividad del trabajo mediante el consumo desaforado de recursos naturales.
El afamado ensayista y adalid del “ecocomunismo” Andreas Malm describe el cordón umbilical entre acumulación y extralimitación biofísica:
“No obstante, lo que es seguro en Marx –lo que constituye una ley de hierro de la acumulación imposible de desviar o detener– es que los volúmenes materiales crecen, que la composición técnica aumenta aun cuando no lo haga la composición orgánica; y desde el punto de vista ecológico, eso es lo que cuenta”.
El acerbo panorama descrito nos sitúa ante un proceso de retroalimentación perversa entre las dos esferas en las que se desarrolla la dinámica expansiva de la acumulación de capital: los crecientemente dificultosos aumentos de la productividad del trabajo, propulsados por las sucesivas revoluciones tecnológicas que jalonan la historia reciente y por la extracción masiva del, cada vez más escaso, tesoro fósil, han ido provocando un agotamiento acelerado de los recursos naturales y una destrucción de los frágiles equilibrios que sostienen la telaraña de la vida que han finiquitado la ilusión de una “naturaleza barata” como proveedora eterna de “medios de producción”.
La compleja interacción entre las crisis “internas”, detonadas por las recurrentes y cada vez más estrepitosas explosiones del globo financiero, y las crisis “externas”, agravadas agudamente por las múltiples fracturas metabólicas generadas por la extralimitación ecológica del capitalismo desquiciado, exige cada vez intervenciones más enérgicas por parte de la todopoderosa fábrica de dinero para tratar de contener las vías de agua que se abren por doquier. Los descomunales “manguerazos” de liquidez generados por la banca central global –con la Reserva Federal en el puesto de mando- para sostener con respiración asistida al sistema financiero mundial tras el colapso de 2008 y la reciente crisis pandémica, se vuelcan parcialmente en el desarrollo de la financiarización neoliberal de la naturaleza, propulsando el desarrollo de los nuevos campos de acumulación de capital ficticio: el “negocio de la destrucción” en todo su apogeo.
Keucheyan resume la reacción en toda la línea del capital ante su declive fagocitando los últimos restos de naturaleza “externa” y volviendo cada vez más grandiosa la burbuja del casino financiero global:
“¿Cómo reacciona el capital a esa decadencia de la rentabilidad? De dos maneras: por un lado, privatizando todo lo que hasta entonces escapaba al mercado, o sea, los servicios públicos, pero también la biodiversidad, los saberes, el genoma humano, de tal modo que privatizar significa someter a la lógica de la ganancia los servicios esenciales para la reproducción de la vida humana. Por el otro, financiarizando, es decir, invirtiendo no ya en la economía llamada ‘real’ o ‘productiva’, aquella cuya tasa de ganancia es justamente declinante, sino en las finanzas, la cual permite la realización de ganancias ficticias astronómicas y la creación de formidables burbujas de activos que estallan cuando el castillo de naipes se derrumba”.
El sector financiero deviene por tanto, como muestran su papel clave en el desarrollo y la financiación de nuevos sectores, mercados y productos financieros “verdes”, y su función de correa de transmisión del poder capitalista global a la hora de someter a través de la “servidumbre por deudas” las políticas públicas de los Estados «soberanos» a los dictados del “capitalismo del desastre”, el ámbito neurálgico donde la dialéctica de las dos contradicciones se desarrolla en toda su virulencia en pos de encontrar salidas lucrativas a la inexorable pérdida de dinamismo de la savia bruta que nutre la maltrecha maquinaria de la acumulación.
La financiarización neoliberal de la naturaleza, como suculento nicho de mercado, acrecentado continuamente por la devastación ambiental provocada por los mismos que la promueven.
He aquí el símbolo por antonomasia de la carrera hacia el abismo del capitalismo desquiciado.
Y no se trata en absoluto de una metáfora: la rentabilización de las crecientes catástrofes provocadas por el cambio climático y la destrucción ambiental; el “aprovechamiento” del súbito colapso de la biodiversidad a través de derivados financieros basados en el riesgo de extinción de especies y demás productos “creativos”, cuyo sustrato es la conversión del ecocidio masivo en curso en una jugosa área lucrativa, caracterizan la expansión del negocio de la destrucción a mayor gloria de las cuentas de resultados de los mastodontes financieros globales.
Sirva como sucinto botón de muestra la siguiente descripción que hace Keucheyan de una de las formas “más radicales de la interpenetración entre las finanzas y la naturaleza”, consistente en “apostar” acerca de la probabilidad de extinción de especies amenazadas:
“Un species swaps –un derivado cuyo subyacente es el riesgo de desaparición de una especie– ocupa un lugar entre el Estado y una empresa privada. Imaginemos una variedad de tortuga amenazada en Florida, que vive en los parajes de una empresa. Si el número de especímenes aumenta por el hecho de que la empresa los cuida, el Estado le abona intereses. Si disminuye sería la empresa quien los pagaría”.
Trátese pues de una catástrofe ambiental propulsada por la ruptura irreversible de los frágiles equilibrios atmosféricos y climáticos provocada por el calentamiento global, o de apostar acerca de la probabilidad de la extinción de una especie, los crecientes desastres naturales abren suculentos campos de acumulación para las finanzas “creativas”.
La constatación inapelable de tan estrecha conexión iría acompañada de un sombrío corolario: a medida que aumenta la degradación del sistema, ahogado por crisis recurrentes de creciente virulencia y por una destrucción ambiental que comienza a erosionar sus fundamentos energético-materiales y los flujos metabólicos que lo vivifican, se redobla la intensidad de su agresión contra las fuentes nutricias de la vida en nuestro “crucificado” planeta.
En las poéticas palabras de George Monbiot, la tóxica configuración descrita significa, ni más ni menos, que “se está empujando al mundo natural aún más dentro del sistema que se lo está comiendo vivo”.
La letal paradoja se despliega en toda su crudeza: la degradación progresiva de las fuentes que nutren la acumulación y las dinámicas endógenas que pugnan por contrarrestar esa atonía creciente son, en definitiva, los propulsores principales de la agudización del ecocidio.
La filósofa feminista y ecologista Nancy Fraser expresa, de forma poética, la irreprimible compulsión del capital a fagocitar como un caníbal “sus propios órganos vitales”, resaltando el acucioso carácter extractivo y depredador inscrito en el ADN del “omnívoro biofísico” que encarna el organismo capitalista:
“Además de una relación con el trabajo, por lo tanto, el capital es también una relación con la naturaleza: una relación extractiva y depredadora, que consume cada vez más riqueza biofísica para acumular cada vez más ‘valor’, negándose al mismo tiempo a reconocer que existan ‘externalidades’ ecológicas. Imponiendo una acumulación infinita de valor y definiendo al mismo tiempo la naturaleza como algo que no participa de él, esta solución programa la economía para negar cualquier responsabilidad en los costes de reproducción ecológica que genera (…) Al necesitar la naturaleza y simultáneamente llenarla de basura, el capitalismo es un caníbal que devora sus propios órganos vitales, como una serpiente que devora su propia cola (…) Sea cual fuere la formulación con la que empecemos, la conclusión a la que llegamos es la misma: las sociedades organizadas de manera capitalista portan en su adn la contradicción ecológica”
John Bellamy Foster, quizás el más relevante marxista ecológico dela actualidad, comentando la valiosa aportación de O’Connor, califica la segunda contradicción como la “Ley General Absoluta de la Degradación Ambiental en el capitalismo”, otorgándole incluso preeminencia “cuantitativa” respecto a la primera:
“Esta contradicción puede ser expresada como una tendencia a la acumulación de riqueza por un lado y por otro al agotamiento de recursos, contaminación, destrucción de especies y hábitats, congestión urbana y deterioro sociológico del ambiente vital (en resumen, “condiciones de producción” degradadas) (…) Así, la segunda contradicción del capitalismo rápidamente gana terreno a la primera –en parte debido a las medidas tomadas para compensar la primera– sin que ésta realmente se reduzca. El resultado es un desorden “hiper-capitalista” en el que el sistema está obsesionado a la vez con ampliar los mercados y con hallar maneras de hacer frente a los costes ambientales”.
Es necesario por tanto establecer un principio básico ya esbozado: los factores contrarrestantes que han pugnado por paliar el declive de la rentabilidad del capital en el último medio siglo –destacadamente, el incremento exponencial de la deuda y del casino financiero global en su función de sostenes ficticios de la tasa de ganancia en sus horas bajas– son los mismos que actualmente están asumiendo la función de desarrollar “soluciones” mercantiles al aumento exponencial de los irreversibles desastres -el desorden hiper-capitalista al que se refiere Foster- ambientales provocados por la hegemonía social del ciego cálculo del interés egoísta.
Sin embargo, las dos contradicciones no son simétricas, ya que existe una jerarquía entre ambas, fundada en la primacía del único agente “valorizador” del capital.
La antropóloga Comas d’Argemir resalta la condición de variable dependiente de la segunda contradicción y los sutiles mecanismos de retroalimentación que se producen entre ambas:
“Podríamos decir, pues, que aquella segunda contradicción del capitalismo que destaca James O’Connor no es más que una consecuencia de la primera contradicción o que, incluso, forma parte de ella, pues la degradación ambiental es inherente a la tensión entre acumulación de capital y tasa de explotación. Así pues, una de las contradicciones lleva necesariamente a la otra y alcanza a todo el planeta, ya que la división del trabajo es hoy de carácter internacional y la naturaleza conforma también un sistema global. Esta globalidad hace que la degradación ambiental y la degradación social se den de forma combinada e indisociable y que no se produzca solo a escala local o nacional, sino también mundial. De ahí que la segunda contradicción se derive de la primera y represente una barrera infranqueable que la desaforada financiarización de las últimas décadas refuerza exponencialmente”
La cuestión clave que quedaría por dilucidar, derivada de esta huida hacia adelante del capitalismo desquiciado y que impregna los crecientes debates acerca del posible colapso del sistema dentro del movimiento ecologista, podría formularse en los siguientes términos: ¿hasta qué punto puede el capitalismo desquiciado generar los mecanismos internos para obtener réditos de la destrucción que provoca y tratar de superar de este modo, aunque sea provisionalmente, los crecientes obstáculos al mantenimiento de su rentabilidad generados por su incontenible pulsión depredadora de sus fuentes nutricias?
El desarrollo desplegado permite resaltar asimismo un hecho medular, de gran relevancia para la elaboración de propuestas sociales y políticas realmente transformadoras: el denostado capital financiero especulativo es un complemento indisociable del mortecino capital productivo y no su antagonista.
La decadencia del flujo de trabajo vivo, que alimenta al “vampiro” sediento de plusvalor, y el agotamiento acelerado de las fuentes nutricias suministradas por la maltratada madre naturaleza han ido por tanto paulatinamente obligando al sistema financiero a volverse cada vez más autónomo y grandioso, pugnando por incrementar exponencialmente la nebulosa del capital ficticio para sostener la boqueante rentabilidad del capital y la, cada vez más precaria, posición imperial de la superpotencia del “Destino Manifiesto”.
Las lúgubres constataciones previas permiten en fin extraer una enseñanza de gran relevancia para la ingente tarea que los concernidos por la devastación creciente tienen ante sí: el sistema deviene, a medida que avanza su degradación, cada vez más destructivo e irreformable, por lo que sólo la demolición desde los cimientos de un modo aberrante de organización social que entroniza el interés privado por encima de cualquier otra consideración podrá encaminar a la sociedad humana hacia una senda en la que el metabolismo socionatural se desarrolle de una forma racional.
La incomprensión de las estrechas interrelaciones entre las distintos ámbitos en los que se desarrolla la, cada vez más nociva, reproducción de la vida social bajo la égida del capital crepuscular y la subsiguiente atribución de causas erróneas a los acerbos fenómenos en curso explicarían, en definitiva, el abismo existente entre la dureza del diagnóstico, emitido de forma prácticamente unánime por el ecologismo pretendidamente transformador acerca de la extraordinaria gravedad del “momento civilizatorio” que vivimos, y la pusilanimidad o desorientación de la mayor parte de sus prescripciones y propuestas sociopolíticas. Pero esa es otra historia.
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