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Estado español :: 06/11/2022

¿Otoño caliente?

Francisco García Cediel
Sindicalismo de concertacion Vs sindicalismo de lucha

 En el ámbito laboral y sindical es un tópico recurrente acudir a la expresión “otoño caliente” para referirse al anuncia de movilizaciones sociales en el último tramo de cada año, y el presente no ha sido una excepción.

Esos vocablos se acuñaron en los años 70 del pasado siglo cuando el poder adoptaba medidas contra la clase obrera y los sectores populares aprovechando el verano, esperando atenuar la contestación social en la confianza de que las personas afectadas estuvieran pensando más en las vacaciones que en organizarse frente a dichas agresiones.

Particularmente siempre me ha parecido absurdo que en estas tierras la lucha y las reivindicaciones estén sometidas al paréntesis estival como si fuera una competición deportiva, siendo está una manifestación más de la hegemonía del propio sistema, y consecuencia también del papel del Estado español como parte del bloque imperialista; en la mayoría del planeta el mes de agosto es uno más, tan adecuado (o no) como otros para la lucha social.

Podemos enredar sobre esta idea afirmando que gran parte de la clase trabajadora no para en verano sino que, en sectores como la hostelería y gran parte de la agricultura, es el periodo de mayor actividad, de modo que son los dirigentes sindicales los que están de vacaciones, y por ello esperan a septiembre para “calentar” el ambiente, por lo que el calendario de movilizaciones, sean éstas de mayor o menor calado, está condicionado a la disponibilidad horaria de la dirigencia de las centrales sindicales mayoritarias.

Sirva este largo preámbulo para apuntar algunas reflexiones sobre como el sindicalismo está mayoritariamente dominado por la idea de la concertación social.

Para ello hemos de volver a los años 70 del siglo XX, cuando el tardofranquismo, sumido en una crisis política y económica, con una inflación galopante, se veía desbordado por luchas obreras que arrancaban subidas lineales de salarios (la misma subida en términos monetarios para las categorías peor y mejor retribuidas), huelgas de solidaridad, cajas de resistencia…

La llamada transición tuvo como clave de bóveda en el ámbito de las relaciones laborales los llamados “pactos de la Moncloa”, en virtud de los cuales el sindicalismo mayoritario se compromete a modular sus reivindicaciones y a aceptar la contención salarial en aras a la superación de la crisis de entonces. Se presentaba al sindicalismo claudicante, que renunciaba a la transformación social, como adalides de la “responsabilidad”, de modo que los sectores más consecuentes y contestatarios, que los había, eran tachados de insolidarios por no querer sacrificarse por España (así, con mayúscula). Huelga decir que “los intereses de España” coinciden, antes y ahora, con los de la patronal.

 No debemos olvidar que el triunfo de una determinada línea sindical fue también consecuencia del triunfo de una determinada línea política dentro de la llamada izquierda, y por ende la derrota de los sectores que impugnaban el propio sistema capitalista.

En paralelo se fue configurando un marco legislativo basado en subvenciones, liberaciones y prebendas para el sindicalismo de concertación; se trata del viejo truco del palo y la zanahoria.

Lo dijo en su día Felipe González: En el control obrero juegan un papel esencial los sindicatos.

Décadas de una práctica basada en el pacto y la negociación como un fin en si mismo pesan como una losa en las conciencias, abundando en la idea, por otra parte, muy propia del falangismo, de que es posible y beneficioso conciliar los intereses del capital y del trabajo. Ese es también el debate actual, cuando los líderes sindicales se quejan públicamente de la actitud de la patronal e imploran volver a la senda de la concertación social.

El digno pero minoritario sindicalismo alternativo, por su parte, se mueve en el filo de la navaja entre el reformismo y la marginalidad, nadando contra corriente en un marco político hostil.

Hemos de tener en cuanta que la propia naturaleza del sindicalismo en el sistema capitalista, de reivindicación fundamentalmente económica, lleva aparejada que la actividad sindical en si no cuestiona las bases mismas de las relaciones de producción actuales. En este sentido, solo la existencia de una organización política sólida contraria al sistema puede dar sentido y razón transformadora a la actividad sindical.

Lo más perverso es que, reiteradamente, las movilizaciones de la clase trabajadora finalizan casi siempre con pactos vergonzantes entre la patronal y los sindicatos mayoritarios, por lo que la sensación de frustración por parte de las personas que han participado en las acciones y huelgas, al verse traicionadas, les desanima para abordar nuevos procesos de lucha. Esa desmovilización, producto de una práctica sindical entreguista, sirve como coartada a las propias centrales sindicales pactistas para justificar su propia práctica, arguyendo que “no hay condiciones para hacer otra cosa”. Es como el olivo que se nutre de sus propias aceitunas caídas.

Mucho me temo que, ante una inflación que ronda el 10%, el sindicalismo de orden se congratulará con pactos que limiten las subidas a un 2,5 o 3%, lo relevante no es tanto el dinero (que también) como la ideología que destila esa práctica.

Sin embargo existen detalles esperanzadores; un somero análisis de la realidad socioeconómica actual nos permite constatar que, junto a las grandes empresas y los sectores públicos, núcleos del sindicalismo tradicional, existe también una realidad de clase obrera joven, precaria, mujer y migrante que, sin las ataduras ideológicas de un estado del bienestar que no rige para ella por falta de margen de maniobra para un capitalismo agonizante, supone un potencial transformador que tarde o temprano tendrá que eclosionar.

Francisco García Cediel

 

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