Juan Rulfo: Trescientas páginas eternas
“Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos y, aunque siento preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo”. Cuando pudo elegir, entonces, lógicamente se quedó sólo con el breve, lacónico, mexicanísimo nombre de Juan Rulfo. Así también es su obra. Como dice el escritor y periodista Elvio Gandolfo: “le bastaron menos de trescientas páginas repartidas en dos libros para convertirse en una figura clásica, imperecedera de la literatura latinoamericana y universal”. Y a casi 100 años de su nacimiento, su obra publicada sigue siendo escueta, pero su prestigio, su influencia y los análisis derivados de ella no dejan de multiplicarse.
Las vicisitudes de una vida viajera y frecuentemente golpeada por la tragedia, indudablemente han influido en su obra, aunque Rulfo le escapó tanto a la tentación autobiográfica como a la exposición pública de su privacidad. Cultor casi enfermizo del perfil bajo, supo escudarse detrás del personaje escritor para sembrar versiones incluso contradictorias respecto de su biografía.
Se sabe que nació en el pequeñísimo pueblo de Apulco (pero fue registrado en la cercana ciudad de Sayula), estado de Jalisco, aunque la fecha exacta es incierta. Algunos de sus biógrafos eligen la del 16 de mayo de 1917, mientras que otros prefieren 1918. En 1926, el estallido de la llamada “rebelión de los cristeros” obliga a su familia a mudarse a San Gabriel. Allí, esa gran revuelta popular contra el intento de subordinar a la Iglesia al naciente poder del Estado golpeará duramente a la “acomodada” familia Rulfo. El breve y violento bienio de cristiada se cobrará las vidas de su padre y de su abuela (su madre muere pocos años después) por lo que el pequeño Juan Nepomuceno acaba al cuidado de su abuela. De este modo la rebelión cristera (a la que en alguna entrevista califica de “estúpida, porque ni los cristeros tenían posibilidades de triunfo ni los federales tenían suficientes recursos para acabar con estos hombres que eran tipo guerrilleros”) va a instalar la tragedia en su vida pero también, afortunadamente, la literatura. Rulfo recuerda que “cuando estalló la cristiada, el cura de mi pueblo puso a salvo su biblioteca en mi casa. Gracias a eso leí muchísimo, de Emilio Salgari a Alejandro Dumas”.
A poco de cumplir los diez años de edad, se abrirá una nueva y trágica etapa en la vida de Rulfo. Luego de la muerte de su abuela es derivado a un orfanato de la ciudad de Guadalajara, del que saldrá recién a los 14 años. De esta experiencia, hondamente traumática, recordará que “era como un correccional, con un sistema carcelario, donde lo único que aprendí fue a deprimirme”. En varios momentos de su vida sostendrá que allí adquirió un “estado depresivo que todavía no se me puede curar”. Probablemente también sea este el origen de sus afirmaciones acerca de la crueldad inherente a la infancia, que sólo desaparece cuando los niños “entran en la edad de la razón”. Tal vez por eso el mundo de la niñez tampoco suele participar demasiado de su literatura.
En 1934, un joven Rulfo se traslada a la ciudad de México, cursa como oyente materias de historia del arte en la Universidad Nacional y viaja por el país, ocupando diversos empleos. Inspirado por el impacto de la gran ciudad va a embarcarse en su primer intento literario: en 1940 escribe una novela “bastante extensa” sobre la historia de la Ciudad de México. Pero, marcando ya un nivel de autoexigencia casi imposible, rápidamente decidirá destruirla “porque era muy mala, retórica y alambicada”. Los primeros textos de Rulfo que verán la luz pública serán sus cuentos 'La vida no es muy seria en sus cosas' y 'Nos han dado la vida', publicados en 1942 y 1945 respectivamente. Es decir, sólo dos relatos breves en tres años.
A mediados de los años 40 conocerá al amor de su vida, Clara Aparicio, quien se convertirá en su esposa y madre de sus dos hijos. Hace algunos años la viuda de Rulfo decidió dar a la imprenta una selección de sus cartas, editadas bajo el título 'Aire en las colinas'. Más de uno de esos correos de juventud suelen integrar las recopilaciones de epístolas amorosas. Allí, en esas intimidades dirigidas a su adorado “pedacito de jitomate”, se puede descubrir no sólo la intensidad poética de su amor (“No sé lo que está pasando dentro de mi; pero a cada momento siento que hay algo grande noble por lo que se puede luchar y vivir. Ese algo grande, para mí lo eres tú”) sino también algunas de las pocas referencias autobiográficas y políticas con las que contamos para entender a este autor callado y misterioso.
Uno de los temas recurrentes de las cartas es el de la distancia a la que lo obliga su trabajo como vendedor itinerante de neumáticos de la Goodrich: “Antes creía que tenía alma de vagabundo, pero desde cierto día para acá sé que no la tengo. Quisiera estar en mi casa junto a mi mujercita y mi hijo y nada más”. También ocupará un lugar en las misivas su aguda y dolorosa percepción de la realidad en la empresa norteamericana. Refiriéndose a los obreros de la fábrica, le cuenta a Clara: “Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra; hecha más oscura por el humo. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensaran descansar. Y quieren todavía que uno los vigile, como si fuera poca la vigilancia en que los tienen unas máquinas que no conocen la paz de la respiración. Ahora, estoy creyendo que mi corazón es un pequeño globo inflado de orgullo y que es fácil que se desinfle, viendo aquí cosas que no calculaba que existieran. Quizás no te lo pueda explicar, pero más o menos se trata de que aquí en este mundo extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada como hombre”.
Recién en 1953 se decide a publicar su primera libro de cuentos. 'El llano en llamas', editado por el Fondo de Cultura Económica, consta de sólo 15 relatos que, si bien serán recibidos con una relativa indiferencia por el público y con una cierta confusión por la crítica, estaban destinados a revolucionar la literatura mexicana y universal.
Gandolfo sostien que “se trata de uno de los mejores tres o cuatro libros de cuentos que haya conocido la lengua castellana” y destaca tanto su increíble variedad de tonos y temas como su radicalidad experimental. “Registra la misma materia, si se quiere testimonial, que la 'novela de la Revolución', pero llevada a un extremo formal de exigencia que casi se convierte en una metafísica”. Ciertamente, esos 15 cuentos, de una concisión asesina y de una violencia límpida, constituyen una de las experiencias literarias más fuertes que uno pueda experimentar.
Pero el público mexicano aún no estaba preparado para tanto y las ventas no logran despegar. Rulfo recuerda: “Al principio me sentí frustrado porque las primeras ediciones no se vendieron, las regalaba yo más que nada, los libros que circulaban era porque yo los había regalado”. Así es que recién en 1954 puede dejar su trabajo en la fábrica de neumáticos, luego de obtener una subvención de la fundación Rockefeller y dos becas consecutivas del Centro Mexicano de Escritores. Y en tan sólo cuatro o cinco meses escribe su obra cumbre, su primera y única novela.
Ese increíble ritmo de producción parece contrastar con su morosidad anterior, pero lo cierto es que Rulfo ya venía pensando en la novela desde, por lo menos, el año 1947. En una carta de junio de ese año le confiesa a Clara: “no he hecho sino leer un poquito y querer escribir algo que no se ha podido, y que si lo llego a escribir se llamará Una estrella junto a la luna”. Este fue el primer título tentativo de su obra, luego se inclinó por Murmullos pero, poco antes de la publicación, se decidió por el contundente e inolvidable 'Pedro Páramo'.
En una entrevista de 1977 en el programa español 'A fondo' (la primera concedida a la TV), Rulfo comenta: “Es una novela difícil, pero fue hecha con esa intención, que se necesitara leerla tres veces para entenderla. Mi generación no la entendió ni la consideró interesante y las actuales generaciones la entienden y la aprecian. Está roto el tiempo y el espacio. He trabajado con muertos y eso facilitó no poderlos ubicar en un momento. En realidad es una novela de fantasmas, que cobran vida y la vuelven a perder. Y sigue siendo complicada. Está estructurada de tal forma que llega a parecer que no tiene estructura”.
Es frecuente que el lugar común de afirmar que 'Pedro Páramo' es la mejor novela mexicana del siglo XX oculte la realidad, más breve y significativa, de que simplemente se trata de una de las mejores novelas del siglo XX (evaluación que en su momento supo defender el mismo Jorge Luis Borges). Han corrido mares de tinta acerca de la influencia pionera que tuvo para el posterior boom latinoamericano y sobre la impresionante economía literaria de cada frase. Pero, más acá y más allá del análisis, lo cierto es que una vez que uno se asoma a su primer párrafo (uno de los mejores comienzos de novela de la historia) y acompaña a uno de los hijos del hacendado al reencuentro con su mítico padre, deja de ser el mismo.
Gabriel García Márquez, reconocido deudor de Rulfo, recuerda su visita inaugural a los calores infernales de Comala: “Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí 'La metamorfosis' de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás-, había sufrido una conmoción semejante”.
Y el resto es silencio. Más allá del impacto y del reconocimiento universal que le granjeó 'Pedro Páramo' y de las decenas de traducciones y reimpresiones, Rulfo no pudo o no quiso editar otra novela. En sus últimos años se defendía del acoso de periodistas, fanáticos y amigos prometiendo una nueva novela, La cordillera, que nunca vio la luz. Le costaba considerar acabada una obra. Se dice que para concluir 'Pedro Páramo' sintió que había que quitarle 100 páginas. De esa buscada y brutal economía de recursos, de ese obsesivo cuidado por no abundar en descripciones y momentos inútiles, se deriva buena parte de la intensidad de su prosa. También es cierto que no le resultaba fácil escribir y que lo hacía, como solía decir, “sólo cuando me viene la afición, si no, no… a esto se debe que no termine La cordillera… pura afición, y no al éxito, al miedo, a todas esas cosas que se dicen.
Después del inconmensurable suceso de 'Pedro Páramo', Rulfo trabajó casi hasta el fin de su vida en el departamento de Antropología Social del Instituto Nacional Indigenista de México, desde donde dirigió la edición de más de 235 libros, dedicados al más de medio centenar de comunidades indígenas del país. Pero, más allá de esta increíble producción antropológica, los únicos trabajos que se decidió a publicar luego de sus dos libros consagrados fueron un guión cinematográfico ('El gallo de oro') y una recopilación de sus fotografías. Afortunadamente, en los últimos años se está tendiendo a revalorizar la obra de Rulfo como artista de la imagen, muchas veces eclipsada por su increíble calidad literaria, y muestras de sus fotos no dejan de girar por el mundo.
Fue un hombre de pocas palabras, huraño y extremadamente celoso de su intimidad. También fue remiso a manifestar sus simpatías y aversiones literarias. Se sabe que odiaba a Octavio Paz y que fue amigo de Juan Carlos Onetti (quien, por ejemplo, recuerda cómo se sentaban “a callarse juntos”). En algunas ocasiones reconoció su gusto por Skármeta, Marsé o Vargas Llosa, así como por Julio Cortázar, a quien le dedica un famoso texto ('Por eso queremos tanto a Julio'). De Cortázar también supo reivindicar su compromiso político: “Yo no soy un político activista pero estoy de acuerdo con la actitud de García Márquez, de Julio Cortázar, de esos hombres que forman Amnistía Internacional y que tratan de defender a los pueblos de América latina que han vivido siempre en la miseria y la ignorancia y sometidos por dictaduras terribles”.
Juan Rulfo murió en la ciudad de México el 7 de enero de 1986, dejándonos sólo aquellas trescientas páginas que alcanzan y sobran para convertirnos en sus eternos y agradecidos deudores.