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Estado español :: 08/05/2013

Jugandose la vida para poder sobrevivir

Canarias Semanal
En nuestros días cruzar el Rubicón de tener una vida casi asegurada a verse empujado a vivir bajo un puente, se ha convertido en una eventualidad factible

Blas Padilla es un activista social con un largo historial en el campo de la lucha por las reivindicaciones populares. De más joven fue sindicalista y también militante de la Liga Comunista. Durante los años de la "transacción" dio con sus huesos en una celda putrefacta de la comisaría de policía ubicada en la Plaza de la Feria, después de una tensa jornada de protestas. Pese a no militar ya en ningún partido político, continúa siendo un trotskista irredento, de aquellos de la histórica IV Internacional. Hace un par de años estuvo enrolado en el movimiento 15M. Sus ideas de siempre no las ha metido en almoneda, pero no acaba de encontrar su lugar en esta sociedad desvertebrada.

La vida, sin embargo, no suele dar tregua a los que más han luchado por ella. A veces no les concede ni tan siquiera un breve descanso. Algo de eso le ha sucedido a Blas Padilla. Hace un año y pico cumplió su edad de jubilación. Desde esa fecha nuestro hombre no ha parado. Lo que quería era algo muy sencillo: que le pagaran su jubilación. De esta forma, inició un infinito calvario de visitas por oficinas y despachos, reclamando la pensión que le correspondía por más de cuarenta años de cotización laboral. Durante casi doce meses Blas Padilla se ha pasado los días denunciando ante diferentes instancias su situación. Se había puesto en contacto con los sindicatos y con la Tesorería de la Seguridad social. Su larga travesía por los dominios de la burocracia recordaban aquellas agobiantes escenas tan magistralmente descritas por Franz Kafka en su novela "El proceso". "Mire señor - le decía una funcionaria cejijunta y mal encarada - el ordenador nos indica que usted, en efecto, ha cotizado los años que nos señala. Pero la pantalla me dice que no le puedo dar de alta en el cobro de la pensión… Y yo me tengo que atener a lo que me diga el ordenador". Y no había forma de salir de aquel mareante laberinto.

Aquello no podía seguir así. La angustia de Blas y de su familia los desbordaba por momentos. La semana pasada se plantó. "Esto es indigno, yo no puedo seguir el ritmo de esta cantinela humillante"- se reprochó Blas a sí mismo. Después de cavilarlo y someterlo a la consulta de los suyos decidió iniciar una huelga de hambre que sólo estaba dispuesto a concluir cuando la pensión que por justicia le pertenecía por 43 años de vida laboral se viera satisfecha. Escogió el camino más duro, el más preñado de riesgos. Estaba firmemente decidido a embarcarse en una "huelga de hambre irreversible", en la que tendría que jugarse el todo por el todo.

La decisión no era fácil. Blas tiene 66 años y aunque su salud no es mala, el azúcar en la sangre a veces le juega malas pasadas. Su familia está compuesta por su compañera, por su hija de 14 años y por él mismo. En su hogar sólo disponen de unos ingresos que apenas rayan los 400 euros mensuales. Durante años su status laboral le había permitido vivir más o menos holgadamente. Y de repente, como está sucediendo con decenas de miles de ciudadanos, Blas Padilla se encontró atrapado por las garras miserables de la indigencia. En nuestros días cruzar el Rubicón de tener una vida casi asegurada a verse empujado a vivir bajo un puente, se ha convertido en una eventualidad factible. Casi todos nos hemos convertido en sujetos potenciales de la miseria. Y no de aquella miseria digna y acompañada de hace sesenta años, sino de la miseria infame, solitaria y vergonzante de nuestros días.

"La verdad es - nos contaba Blas - que no me quedaba otra alternativa. Yo sé que la huelga de hambre no es la herramienta idónea para la lucha. Pero estamos viviendo bajo las leyes que impone la jungla del capitalismo. Si te defiendes puedes sobrevivir o morir en el intento. Pero está claro que si permaneces inerme las fieras de esta selva salvaje con toda seguridad te van a devorar. Y yo decidí afrontar la situación".

Ayer lunes, 6 de mayo, Blas Padilla aparcó su cuerpo frente a la entrada del edificio de la Seguridad social, en la calle Suarez del Toro de la capital grancanaria. De allí estaba dispuesto a no moverse salvo que lo sacaran con las piernas por delante. Pero hete aquí que a esa misma hora, cuando apenas iniciaba su ayuno, empezaron a aparecer reporteros de radio, prensa y TV. "No sé quien los avisó- me dijo alucinado por la sorpresiva presencia de los medios -, pero lo cierto es que a las diez de la mañana aquello se llenó de periodistas. Hubo que organizar una rueda de prensa".

Apenas unos momentos después de que se marcharan los medios informativos, el director provincial de la TGSS, Francisco Capellán, le aseguró a Padilla que comenzaría a recibir su pensión con carácter retroactivo el mes que viene. Blas había logrado abrir una minúscula brecha en el inextricable mundo de la burocracia. No se había producido ningún "milagro". Blas no cree en los milagros. Solo había sucedido que Blas Padilla ya no tenía nada que perder y se había arriesgado, paradójicamente, a jugarse su única posesión, la vida, para poder sobrevivir.

 

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