La balada de los sueños rotos
Casi ciegos de estar varios días enterrados en vida, José Juan Calderín y Paco Sosa, los dos presos en los carrizales, aparceros, jornaleros, líderes sindicales de los más desfavorecidos, ahora en manos de los criminales vestidos de azul. Su único delito defender la democracia, haber luchado durante sus cortas vidas de no más de veinticinco años, defendiendo la honradez y la dignidad.
El requeté Onofre Ramírez los golpeaba con la vara de acebuche, la sangre se mezclaba con aquella arcilla de color casi verde, tomando un aspecto amarillento, fantasmal, tenue de sueños tristes en aquella tarde de septiembre en el municipio de Agüimes, más allá del pueblo, en la entrada del barranco sagrado, camino de los pozos donde ya reposaban sus mujeres, las dos chiquillas anarquistas de la CNT a las que la soldadesca violó antes de colgarlas con ganchos de hierro fundido por sus ojos verdes, quizá azules, marrones, color cielo, océanos infinitos donde el mar jamás supo la verdad de todo lo que sucedía en aquel lugar olvidado por la historia.
La caravana de la muerte les mostró la ropa destrozada de sus compañeras, el libro de Bakunin manchado de sangre, las hojas blancas con los poemas de Maribel, el viejo bolso que usaba Lucía para sus clases de alfabetización en los lejanos pagos aparceros entre las montañas de la costa. Los fascistas parecían recrearse en el dolor de los hombres, no les bastaba con la brutal tortura, tenían que ensañarse con el inmenso sufrimiento, contarles casi al oído lo que habían hecho con las muchachas antes de asesinarlas, como más de treinta falangistas y guardias civiles las habían sometido a todo tipo de abusos sexuales durante más de cinco días, mientras las mantuvieron atadas por el cuello con una cadena en la finca de los Barber barranco arriba, allí donde sus gritos y alaridos de dolor no eran escuchados por nadie.
El capitán Soria que siempre se sumaba con el empresario tabaquero Eufemiano a las matanzas dio la orden de ejecutarlos, el joven terrateniente Carlos Melián se dispuso a dispararles en la nuca, los mandó arrodillarse, Paco Sosa se negó y fue golpeado salvajemente por el grupo de falangistas con botellas de ron de caña medio vacías, uno de ellos le rompió el envase en la cabeza, el joven cayó al suelo entre violentas convulsiones, Calderín lo miraba, trató de agacharse a socorrerlo, pero Soria le disparó en la espalda, le partió la columna vertebral y se derrumbó como un árbol de la extinguida laurisilva, quedó inmóvil, no podía moverse, solo le quedaron fuerzas para llamarles “¡Asesinos hijos de puta!, momento en que todos lo golpearon salvajemente, entre risas, hasta causarle la muerte en menos de cinco minutos de violentas patadas.
Una vez saciado su odio los llevaron a la boca del pozo, pegado al risco, a la derecha de la carretera de tierra hacia Cuevas Muchas, allí los arrojaron, José Juan todavía vivo, mirando como el grupo de asesinos procedía a su cotidiano ritual con una precisión milimétrica, satisfechos con su trabajo de quitar la vida a quienes solos pensaban diferente, la destrucción de la esperanza ejecutada por esbirros de las cuatro familias dueñas de la isla, esclavistas, explotadores, que no podían permitir que nadie se rebelara, que defendiera sus justos derechos civiles.
La noche estrellada y las lejanas nebulosas acompañaron el final de los dos muchachos, de la misma forma que días antes segaron la vida de sus compañeras, flores del campo, el olor a rocío libertario, la acequia siempre corriendo con el agua pura, casi congelada, que venía de las cumbres, de la profundidad infinita de la tierra, fría como las pieles erizadas de los amantes desnudos bajo la luz de la despistada y tambaleante luna negra.