La compleja tragedia del Sastrecillo Valiente
Tu madre y yo -¡qué bien acompañados!-
nos hallamos de pie; y a piejuntillas
-no conocen el suelo estas rodillas-
creemos en la vida y sus legados.
Alfonso Sastre, “Carta a mi hijo Juan en octubre”
El próximo 20 de febrero, Alfonso Sastre cumple noventa y cinco años. Es, y nadie lo discute, el más importante dramaturgo vivo de la lengua castellana y, me atrevería a añadir, el más grande después de Valle Inclán (entendiendo “después” en sentido meramente cronológico). Además, es un excelente poeta y ensayista, y sus aportaciones teóricas al teatro no son menos ni de menor valía que las literarias. Pero su nonagésimo quinto aniversario no será una noticia destacada en los medios, y mucho me temo que no recibirá más homenaje que este modesto artículo. En cualquier país preocupado por la cultura, sería todo un acontecimiento; pero parece ser que, aquí y ahora, el hecho de que un gigante de las letras llegue a tan avanzada edad importa poco; mejor dicho, importa mucho no darle importancia, si ese gigante de las letras ha hecho de la verdad su bandera y de la denuncia de los abusos del poder su vocación insobornable.
Del ostracismo de Sastre, de su babilónica condena a la invisibilidad, se puede dar una explicación sencilla y otra compleja. La sencilla es su decidido apoyo a causas tan incómodas para los poderes establecidos como el derecho de autodeterminación del pueblo vasco y la revolución cubana. La explicación compleja es la misma que la sencilla, solo que acompañada de un análisis minucioso -que dejaré para otra ocasión- de los turbios intereses que convierten a muchos intelectuales supuestamente progresistas en lacayos del poder y en cómplices, cuando menos por omisión, de injusticias tan flagrantes como el ninguneo institucional de Sastre.
Y también la tragedia como género dramático admite una explicación -una explicitación- sencilla y otra compleja.
La tragedia clásica suele plantear un conflicto “irresoluble” (luego aclararé las comillas) entre el individuo y la sociedad, o lo que viene a ser lo mismo, entre la conciencia y la ley (escrita o no). Así, la lealtad de Antígona hacia su hermano Polinices la obliga a dar honrosa sepultura a su cadáver, contraviniendo una orden del rey cuyo incumplimiento supone la pena de muerte. Pero la irresolubilidad de los conflictos trágicos tradicionales es relativa, cuando no ficticia (de ahí las comillas), pues casi siempre tiene que ver con la aceptación (más o menos deliberada, más o menos consciente) de un orden establecido que se da por supuesto y que solo se pone en cuestión de forma superficial o episódica. En este sentido, la tragedia tradicional supone una simplificación ‑ideológica- de la realidad, pues suele asumir de forma automática, por defecto (nunca mejor dicho), el discurso dominante. Por eso provoca la catarsis, pero rara vez la rebelión.
El teatro épico de Brecht constituye un paso importante hacia la superación de esta limitación; pero el “distanciamiento” brechtiano no va mucho más allá de la anagnórisis aristotélica, y solo resuelve parcialmente el problema de la simplificación. Por eso Sastre propuso ‑y cultivó ejemplarmente- como superación dialéctica de la aparente antítesis entre los dos polos del teatro del siglo XX ‑el didacticismo de Brecht y el nihilismo de Beckett‑, lo que él mismo denominó “tragedia compleja”, en la que el conflicto trágico central no encubre la maraña de sentimientos e intereses contradictorios implicados, sino que pone en evidencia la degradación social y psicológica subyacente. Por eso las tragedias sastrianas incluyen elementos cómicos y hasta ridículos (sin caer en la simplificación de lo tragicómico). El propio autor lo explica en La revolución y la crítica de la cultura (Grijalbo, 1970): “Yo me río antes, y cuando usted baje la guardia para reírse conmigo se va a encontrar con que le he contado ‑sí, a traición- la tragedia que usted habría rechazado, o incomprendido, planteada en los términos inalcanzables para usted de una conciencia no degradada en pugna con la degradación”.
Y así en lo sociopolítico como en lo literario, las conciencias degradadas rechazan, o ni siquiera comprenden, la compleja tragedia del Sastrecillo Valiente.
No me atrevería a llamarlo Sastrecillo si no fuera porque él mismo, en uno de sus memorables "diálogos con su sombra", se autodenomina así. Para calificarlo de Valiente, sin embargo, no necesito su permiso (no me lo daría, teniendo en cuenta su modestia radical): durante más de medio siglo ha demostrado el más alto grado de valor en todas las acepciones del término y en las circunstancias más adversas, y no hay nadie que pueda negarle ni disputarle un adjetivo que, en su caso, ha adquirido consustancialidad de epíteto, de apellido moral (de ahí la mayúscula).
Recuerdo el multitudinario homenaje que se le rindió a José Luis Sampedro cuando cumplió noventa años, en el que participé reclamando para el anciano maestro el estatuto de “tesoro viviente”1. Merecidísimo homenaje, sin duda; pero convertido en un agravio comparativo por el silencio institucional que acompaña a Sastre desde hace muchos años, por no decir desde siempre. Y no solo institucional: en el mundo de la cultura, y muy especialmente en el del teatro, son muchas las personas que, como yo, tienen una deuda impagable con su obra y con su ejemplo, y el silencio de tantos discípulos y colegas olvidadizos es aún más lamentable, si cabe, que el clamoroso ninguneo de las instituciones.
El 20 de febrero de 2021, el más grande dramaturgo vivo de la lengua castellana cumple noventa y cinco años. Un hito memorable del que, seguramente, la cultura oficial no se dará por enterada. No conocen el suelo las rodillas del Sastrecillo Valiente, y eso es algo que los lacayos no perdonan.
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1. En Japón, desde 1950, se otorga el título de ningen kokuho o tesoro viviente a artistas y artesanos, generalmente de edad avanzada, que son “portadores de grandes bienes culturales intangibles”. Bienes culturales a menudo en peligro de extinción, como ciertas habilidades y técnicas tradicionales que requieren un grado de dedicación poco compatible con la actual sociedad de consumo y su cultura de lo efímero. Entre los tesoros vivientes más famosos figuran el ceramista Shoji Hamada, el artista marcial Masaaki Hatsumi, el maestro de kyushitsu(arte del lacado) Onishi Isao y la cantante Hibari Misora, y hay también forjadores de espadas, diseñadores de tejidos, actores de teatro kabuki… No se trata de un mero título honorífico: el estatuto de tesoro viviente conlleva las ayudas necesarias para garantizar que la correspondiente habilidad o técnica siga desarrollándose con independencia de las implacables leyes de la moda y el mercado. Ayudas que van más allá de la mera subvención, y que a menudo incluyen la designación de discípulos o aprendices dispuestos a seguir las enseñanzas del maestro (pido disculpas por el uso recurrente del masculino, pero se trata del hiperpatriarcal Japón y, con la notable excepción de la famosa cantante Hibari Misora, los ningen kokuho son todos varones).Y puesto que los japoneses llevan siglos copiando ideas ajenas (y a menudo mejorándolas, todo hay que decirlo), deberíamos, por una vez, copiar los demás una excelente idea japonesa, como es la de los tesoros vivientes.