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Carlo Frabetti :: 05/11/2011

La estupidez de los príncipes

Carlo Frabetti - La Haine
Hay escritores -casi siempre mediocres sobrevalorados- que potencian deliberadamente su discurso demiúrgico-mesiánico y su apariencia de gurús

Los escritores son, por definición, egocéntricos y exhibicionistas, y a su vez el exhibicionismo (cuando no es mera patología sexual) es inseparable de la vanidad. Mediante una constante y rigurosa autocrítica, el escritor puede y debe evitar que el egocentrismo se convierta en egoísmo, el exhibicionismo en ostentación y la vanidad en arrogancia; pero el riesgo es permanente, y el éxito eleva ese riesgo a la categoría de peligro mortal. Mortal, sí, porque el escritor que sucumbe al egoísmo ostentoso y arrogante está literariamente muerto, y acaso humanamente también.

Como todo el mundo, pero de forma más pública y notoria, el escritor tiende a mostrarse menos crítico cuanto mejor lo trata el poder (y viceversa); por eso los escritores suelen ser más combativos cuando son jóvenes y poco conocidos que cuando alcanzan cierto prestigio, sobre todo si el prestigio va acompañado de una situación económica confortable. Y el poder lo sabe: sabe que es mucho más fácil comprar a un escritor que reprimirlo (y además sale más barato).

A la luz de estas consideraciones, la bochornosa deriva reaccionaria de tantos escritores (y cantautores, periodistas, artistas…) que en su juventud fueron o creyeron ser -o nos hicieron creer que eran- izquierdistas, ya no es tan sorprendente; hay una forma oportunista de fingirse de izquierdas y una forma narcisista de creerse de izquierdas, y ambas son presa fácil de los sobornos y los halagos del poder.

Los escritores que se pasan al enemigo no engañan a nadie, o a casi nadie; pero los que intentan nadar y guardar la ropa son ética y políticamente muy peligrosos. Decía Martí que quienes no tienen el valor de luchar deberían tener al menos la decencia de callarse; pero callarse no es propio de los egocéntricos ni de los exhibicionistas, por lo que los escritores que no se atreven a luchar abiertamente contra el poder, no solo no suelen callarse, sino que con frecuencia intentan justificar su cobardía, lo que en ocasiones pasa por desautorizar a quienes, con su lucha, ponen en evidencia a los cobardes. Solo así se explican, por ejemplo, los vergonzosos ataques sufridos por Alfonso Sastre por parte de algunos escritores supuestamente de izquierdas, como Saramago (que llegó a llamar a Sastre “valedor de asesinos”).

Los escritores son, por definición, persuasores. Y de lo que intentan persuadirnos algunos de ellos es, ante todo, de su propia valía. O sea que, más que persuasores, algunos escritores son seductores. Y para seducirnos utilizan los recursos de la publicidad, que son las herramientas de la poesía convertidas en armas: la metáfora, la metonimia, la hipérbole, el pleonasmo, el doble sentido, la paradoja… “Daos cuenta de cuán sutil y brillante soy”, les dicen solapadamente algunos escritores a sus lectores, “ved con cuánta pericia y elegancia os llevo de la mano hacia la comprensión del mundo”.

Porque la literatura, desde sus mismos orígenes, intenta explicar el mundo mediante relatos; relatos que, entre otras cosas (y sin perjuicio de sus posibles valores artísticos), pretenden ser atajos hacia la comprensión de la realidad. Por eso a los niños, que aún no están del todo preparados para recorrer los arduos caminos del conocimiento racional, les gustan tanto los cuentos. Y por eso muchos adultos (casi todos en alguna medida, en algún momento) siguen prefiriendo los relatos -los atajos- y eligen a sus guías espirituales entre los escritores, se convierten en sus “fans” (término que no en vano viene de “fanático”). Y hay escritores -casi siempre mediocres sobrevalorados- que potencian deliberadamente su discurso demiúrgico-mesiánico y su apariencia de gurús (Borges es un buen ejemplo, tal vez el mejor). Y cuando un lector se convierte en fan de un escritor-gurú, sobre todo si la conversión tiene lugar a edad temprana, puede resultarle tan difícil como a la víctima de un donjuán o de una coqueta darse cuenta de su error.

Charles Schulz, el creador de Snoopy y de Charlie Brown (y por ende uno de los grandes narradores de nuestro tiempo), decía con rara lucidez y modestia que un narrador es una persona “casi inteligente”, en el sentido de que, aunque logre una primera aproximación al conocimiento, no llega a alcanzarlo. Pero no todos los escritores -ni todos los lectores- son tan lúcidos como Schulz, y esa primera aproximación -nada desdeñable si no induce a error- se confunde a menudo con una explicación cabal del mundo (lo que equivale, como nos advierte la sabiduría oriental, a confundir la Luna con el dedo que la señala).

Apreciemos a los escritores en lo que valen, que no es poco, pero no los convirtamos en guías ni en profetas; dialoguemos con ellos mentalmente, discutamos con ellos, reelaboremos sus textos, prolonguémoslos, hagámoslos nuestros. Los escritores no son los intocables príncipes de la lengua, aunque algunos se lo crean, sino sus servidores; y a los que se lo creen, recordémosles lo que decía Stendhal, uno de los más grandes: “No hay nada tan estúpido como un príncipe”.

 

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