La extrema izquierda del liberalismo
El trotskismo de nuestros días tiene poco que ver con las enseñanzas del marxismo en materia de ciencia social. Una lectura escolástica y descontextualizada de algunas citas de Lenin y Trotski les ha convencido de que la guerra de Ucrania contra la invasión rusa es una guerra de liberación nacional, como pudo serlo la revolución cubana o la lucha contra la colonización de Vietnam o Argelia.
Puestos a comparar, uno se pregunta si la resistencia ucraniana no se parece más a las consecuencias de la guerra civil en Camboya. ¿Fue la lucha de los Jemeres rojos en Camboya también una lucha de liberación nacional a pesar del genocidio que desataron en su país? No es que quiera responsabilizar exclusivamente a los Jemeres rojos de sus crímenes; es cierto que estos fueron provocados por la brutal intervención del ejército de los EE.UU. en su país. Pero seguramente ninguna persona sensata equipara ese genocidio con una lucha de liberación nacional. Habrá quien haga esa comparación, pero su sensatez estaría guiada por intereses espurios.
Recordemos de paso que ese genocidio fue detenido por el ejército vietnamita, quien con sensato pragmatismo permitió más tarde la restauración monárquica en el país para eludir la presión internacional.
También podemos recordar que Vietnam actuó en contra de las resoluciones de la ONU y que tuvo que soportar una guerra con China. Habrá quien diga que Vietnam es un país imperialista, por su invasión de la República Kampuchea. Pero esa afirmación no hace bueno el Estado jemer. Y en todo caso hoy en día, tras años de estabilidad en la región podemos afirmar que la intervención vietnamita ha tenido consecuencias positivas para todos.
Una praxis política puede juzgarse desde varios puntos de vista y debe contarse con todos ellos para tener una visión clara de los problemas que suscita. Si tomamos el punto de vista de las consecuencias la acción militar vietnamita fue buena. Nada que ver con la intervención de la OTAN en Oriente Medio, que lleva más de 20 años cometiendo crímenes de guerra injustificables. Si juzgamos el imperialismo por sus consecuencias criminales, difícilmente podemos calificar a Vietnam como imperialista.
Ahora bien, nada nos demuestra que la intervención de la Federación Rusa en Ucrania se parezca a esa de Vietnam en Camboya, o a la de Francia en Argelia –por poner un ejemplo que se ha utilizado estos días, con cita de Trotski incluida-. Siendo la Federación Rusa un país capitalista con un pasado imperialista, es plausible la segunda comparación. Para afianzar este argumento hace falta: 1. Negar que el Estado ucraniano esté penetrado por los movimientos fascistas; 2. Negar el genocidio en el Donbass, como se ha hecho recientemente desde las páginas de una revista afiliada a la IV Internacional; 3. Afirmar la lucha ucraniana como una lucha de liberación nacional. Veamos estos argumentos.
La primera afirmación tiene su punto fuerte en negar que hubiera un golpe de Estado en 2014 que dejó el poder en manos de la extrema derecha –pues ese golpe de Estado justificaría la política de la Federación Rusa apoyando la autodeterminación de Crimea y el Donbass. Se alude como prueba los procesos electorales en ese país. Pero antes de examinar la garantía institucional de esos procesos, alguien tendría que aclararme por qué no actuó la policía y el ejército contra un grupo de manifestantes que habían asesinado a unas docenas de policías. Se me ocurren dos respuestas: o bien los altos mandos de los cuerpos de seguridad estaban de acuerdo con los manifestantes violentos; o bien sin estar de acuerdo no tenían moral suficiente para enfrentarse a ellos –tal vez por la corrupción existente-. En ambos casos, lo que demuestra es que Ucrania era un estado fallido: en el primer caso, sí hubo de golpe de Estado. En el segundo, no; simplemente no había Estado.
Podría entonces argumentarse que ese golpe de Estado sirvió para construir un Estado que no existía antes, y que desde 2014 Ucrania se ha transformado en una auténtica democracia. Esa argumentación es puramente liberal, no marxista. Se da por bueno un sistema político que se funda en las apariencias electorales sin tener en cuenta las estructuras que determinan las decisiones políticas.
En España, por ejemplo, la política está condicionada por un cuerpo judicial muy conservador –mejor dicho, reaccionario-, apoyado sin discusión por las fuerzas armadas, también muy conservadoras –mejor dicho, reaccionarias-. Desde hace décadas en España el fascismo no existía sobre el papel, porque no tenía votos. Pero cualquier persona crítica o simplemente inteligente sabía que el fascismo estaba agazapado en las estructuras del Estado condicionando qué se podía hacer o no. Esa situación tiene incluso un nombre: ‘estado profundo’ (deep state).
España es una democracia de gran calidad, nos ha dicho la ministra portavoz del gobierno progresista –contradiciendo a los vascos y a los catalanes, que no lo consideran así-. Puede que lo sea desde el punto de vista liberal, con pedigrí popperiano de ‘sociedad abierta’. Pero cualquier persona crítica, o simplemente inteligente, sabe que esa característica de ‘apertura’ –o ‘aperturismo’ como se decía cuando era joven hace 50 años- no significa más que una sociedad que permite cometer crímenes sin penalizarlos –en función de quien cometa los crímenes, ya sean cruentos (asesinatos) o incruentos (monetarios)-.
Evidentemente, no lo digo por los chicos y chicas de ETA que han cumplido severas penas de cárcel. No me voy a detener en más detalles –como podría ser evaluar la política internacional de la OTAN, a la que pertenece el Estado español-. Simplemente, la democracia de gran calidad española sirve de referencia ideológica a la democracia ucraniana –abstrayendo los descriptores que sitúan a Ucrania como una sociedad con graves problemas económicos y políticos-.
Lo que esto significa es que desde el punto de vista de los principios –esto es, los Derechos Humanos- las democracias occidentales de gran calidad no salen bien paradas –al menos la española, homologada con las demás del mismo cuño-. Hay compañeros en partidos trotskistas que han hecho campañas por la memoria histórica, pero permanecen callados en este trance, sin denunciar la hipocresía del Estado. Tal vez teman a sus propios aparatos burocráticos.
Un argumento más débil, señala que los procesos de autodeterminación en estas dos regiones ucranianas no tuvieron validez por la presión de las fuerzas armadas rusas, en el primer caso, o de grupos violentos en el segundo. Pero en el primer caso, en Crimea el porcentaje de ciudadanos partidarios de la independencia fue abrumador –lo que no se compagina con el temor al ejército ruso-. Y en el segundo caso, tenemos constancia de la presión violenta del Estado ucraniano contra la ciudadanía del Donbass –lo que justifica la presencia del ejército ruso en Crimea para defender a la ciudadanía-.
Es necesario, por tanto, para estos intelectuales negar el genocidio del Donbass.
Los miembros del Batallón Azov, con sus insignias y consignas de extrema derecha, no existen o son angelitos del cielo. Las milicias del Donbass no son grupos de defensores de su tierra sino bandidos opresores de la libertad ciudadana. Desgraciadamente para estos intelectuales de narcisismo herido, hay pruebas y testimonios de lo contrario. Porque la historia es tozuda y repite sus ciclos y sus tendencias. La humanidad tiene un brillante porvenir, pero hasta ahora no ha mostrado más que sus miserias y sus flaquezas.
La entrega de armas a los ucranianos y el jaleo de la guerra que hacen los países de la OTAN, sirven para prolongar una situación de sufrimiento y muerte para la población ucraniana. No parece recomendable, y pacifistas muy consecuentes se han manifestado en contra. Pero como es una lucha de liberación, existe la obligación moral de apoyarla. En definitiva, nos dirán, esa situación ha sido provocada por la Federación Rusa por haber aceptado –algunos dirán ‘provocado’ o ‘alentado’; incluso ‘impuesto’- la independencia de Crimea y el Donbass.
Pero si se admite la autodeterminación de Ucrania, por ejemplo, en su incorporación a la UE o a la OTAN, no se entiende por qué no se ha de admitir la autodeterminación de sus regiones federadas. Aquí también hay una comparación con el Estado español y sus problemas nacionales. Y sabemos que las respuestas a estas preguntas suelen ser irracionales, no basadas en una organización racional de la convivencia social, sino en deseos de dominación y explotación.
Pero como Ucrania está lejos y las comparaciones son odiosas, tal vez alguien se está haciendo la ilusión de que la democracia ucraniana es más perfecta que la española –de gran calidad-. Incluso se publican artículos criticando la falsa democracia rusa, para apoyar la ucraniana. Mis amigos del Partido Comunista de la Federación Rusa (20% de los votos en el último proceso electoral manipulado a favor de Putin) estarán de acuerdo con esa crítica. Pero jamás se les ocurrirá negar el genocidio del Donbass por eso. Por el contrario, fue el secretario de este partido el que pidió que la Federación Rusa actuara para detener el genocidio.
Lo que no se dice en esos artículos liberales disfrazados de trotskismo es que el Estado ruso es también liberal, exactamente igual que el ucraniano, el español y el resto de los estados europeos. Y lo que no se dice es que el liberalismo es la ideología dominante en el capitalismo desde su fundación hace más de 400 años. Y como ideología tal ha justificado un genocidio tras otro en nombre del desarrollo económico. Esos liberales tampoco se dan cuenta de que su liberalismo ha apoyado el fascismo desde la Gran Depresión que comenzó con el crac del 29. Y tampoco quieren reconocer que estas depresiones capitalistas profundas traen gravísimas consecuencias políticas.
La guerra no es consecuencia de la locura de Putin, presentado por la prensa occidental como un ogro aliado de los fascistas; ni de la OTAN, auténtico monstruo fascista. La guerra es una necesidad del modo de producción capitalista en crisis: primero, por la lucha entre capitalistas por los beneficios – reducidos por la ley tendencial a la baja de la tasa de ganancia-; segundo, porque el crecimiento de la industria bélica anima la economía languideciente –conviene recordar que el New Deal de Roosvelt tuvo sus mejores días durante la Segunda Guerra Mundial con tasas de crecimiento anual del 19%-; tercero, por la ‘destrucción creativa’ –expresión de Schumpeter- que permitirá relanzar los negocios de la reconstrucción; cuarto, porque anima a las ideologías irracionalistas y fascistas que sirven para apuntalar el orden jerárquico de la sociedad.
Esos amigos trotskistas son la extrema izquierda del liberalismo, apoyando una guerra de liberación nazi. Lo mismo que apoyaron el Estado islámico en su momento a través del Ejército Libre Sirio [o a las masacres de la OTAN en Libia]. Utilizan a Orwell para criticar a la Federación Rusa y la República Popular China, pero no se dan cuenta que llevan la distopía de Orwell en su propia cabeza bullendo en sus ideas y conceptos. Sus intelectuales son aspirantes a Gran Hermano, invirtiendo el significado de las palabras. Es claro que no daré nombres, pero cualquier persona crítica, o simplemente inteligente, que esté al tanto del debate actual en la izquierda, sabe a quién me refiero –y por supuesto los propios interfectos-.
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