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Andalucía, Estado español, Pensamiento :: 17/02/2016

Las máscaras del pensamiento reaccionario en educación

Manuel Navarrete
Se está produciendo una terrible confusión entre la pedagogía presuntamente “progresista” en boga y la pedagogía auténticamente emancipadora que necesitamos

I.

En el año 2005, el actor Samuel L. Jackson protagonizó la película Entrenador Carter.
En ella se contaba la historia real de Ken Carter, que fue entrenador de baloncesto en la escuela pública de Richmond, un barrio marginal de San Francisco [EEUU]. Carter se había criado en el barrio y sabía que los jóvenes afroamericanos eran utilizados para potenciar el exitoso equipo de baloncesto del instituto, para luego ser abandonados a su suerte sin estudios ni preparación. Por ello, obligó a sus jugadores a alcanzar determinado promedio académico. Cuando no lo obtuvieron, cerró el gimnasio de Richmond, manteniéndose firme en su postura pese al acoso de la escuela, la prensa y los propios padres. Finalmente, esos jóvenes comenzaron a esforzarse en sus estudios para lograr que Carter reabriera el gimnasio. Muchos incluso fueron a la universidad.

Esta hermosa historia adquiere particular simbolismo y gran actualidad a la luz de los debates cruciales que en los últimos tiempos se vienen desarrollando en materia de educación. Y en los cuales nos está tocando ir a contracorriente. Y es que, a nuestro juicio, se está produciendo una terrible confusión entre la pedagogía presuntamente “progresista” en boga y la pedagogía auténticamente emancipadora que necesitamos. O entre lo que ese supuesto “progresismo” dice de sí mismo y lo que realmente enmascara.

Por desgracia, no solo la administración educativa sino también buena parte de la izquierda han asumido en su totalidad los tópicos que dimanan de esta visión autodenominadamente “progresista”. Los síntomas de la epidemia son claros: presiones de la administración y de la inspección para incrementar el número de aprobados, independientemente del nivel académico alcanzado. Alumnos “PIL” que superan curso “por imperativo legal”, aunque suspendan todas las materias. O todo ese entramado de artimañas, tretas, adaptaciones curriculares, programas especiales, recuperaciones regaladas y un largo etcétera, que lleva a que a un alumno no le merezca la pena estudiar ni esforzarse por nada. Todo ello culminado por una singular corriente que crece entre los padres y que se opone a que los niños dediquen un solo minuto de su tiempo a “hacer deberes” en casa.

En Andalucía, avaladas por la Junta, estas tendencias están llegando al paroxismo, por lo que no es de extrañar que, cada tres años, el Informe PISA le saque las vergüenzas a la educación andaluza. O que uno de cada cuatro alumnos andaluces de Bachillerato repita curso; diez puntos por encima de la media española.

II.

Eso sí, la visión de la educación que comentamos sabe venderse bien a sí misma: dice oponerse a toda “disciplina reaccionaria”, a toda regla que oprima “la libertad” del alumnado. Y –en lo siguiente de manera sincera– se opone a que los niños de entornos más desfavorecidos reciban grandes dosis de, por ejemplo, historia de la literatura, optando por limitar su formación al aprendizaje de algunas habilidades comunicativas básicas, “más útiles para ellos”. Ya se sabe: es lo único que necesitarán en “su” limitado mercado de trabajo como masa obrera.

Naturalmente, esto casa muy bien con determinadas aspiraciones seculares del liberalismo: tener una educación de primera para la élite y, por otro lado, una educación funcional para los “curritos” que, al fin y al cabo, están predestinados a dejar las horas de su vida sirviendo copas a turistas venidos del norte. Tal es el mundo real que se enmascara tras la apariencia “libertina” de los planteamientos pedagógicos actualmente de moda.

Por ello, en mitad de este panorama, nos toca defender otra visión de la educación: la educación como ascensor social (eso sí, no como ascensor individual, sino como ascensor colectivo, de la clase trabajadora). La educación como modo de que la gente de los barrios oprimidos vaya adquiriendo preparación, conciencia, poder. De que los camareros, las cajeras, los inmigrantes, los precarios adquieran herramientas para entender su realidad, a fin de transformarla. Y hay que decirlo sin el menor complejo: para ello, evidentemente, es necesaria una disciplina, unas reglas, unos límites en el aula. La alternativa es sencillamente renunciar a todo concepto de escuela, de formación.

Decía el revolucionario comunista Antonio Gramsci que la verdadera hegemonía se alcanza combinando la coerción y el consenso; no solo con coerción, ni solo con consenso. En el aula sucede lo mismo. El propósito es, naturalmente, una desconexión progresiva del alumnado, apoyada en su paulatina maduración; sobre todo desde los 16 años en adelante. Pero la situación de la que se parte con, por ejemplo, un alumno de 1º o 2º de ESO (con 11, 12, 13 años) no es esa. Un niño es un niño. Necesita ser, precisamente, educado (aunque el educador, naturalmente, también lo necesite).

III.

Recordemos, si nos obligan a ello, lo obvio: cuando nacemos, no conocemos nuestros límites. Creemos que el mundo está a nuestra disposición, que podemos tirarlo y romperlo todo libremente. Es necesario un largo proceso educativo para aprender a vivir en comunidad, a respetar -pongamos por caso- los turnos de palabra, a entender que tu libertad termina donde empieza la del otro.
El verdadero ejercicio de la libertad exige condiciones; y no hablamos solo de una maduración previa, sino también de autonomía personal, de derechos sociales y de una educación. ¿De qué “libertad” hipócrita hablan, cuando si no obligáramos a los alumnos a ir a clase, decidirían quedarse en sus casas y habría que renunciar a esa conquista histórica de los trabajadores que fue la escolarización? No será la libertad la que capacite para la educación, sino la educación la que capacite para la libertad; o, más concretamente, para luchar por ella con mejores “armas de la crítica”. Pues, ya en el terreno social, podemos hacernos la misma pregunta: ¿qué “libertad” hipócrita es esa de la que“disfrutan” sus padres, en una familia de barrio humilde, si ni siquiera pueden elegir entre tener un trabajo o no tenerlo, entre tener un trabajo fijo o uno precario, entre sufrir pobreza energética o no sufrirla, entre tener derecho a la vivienda o ser desahuciados?

En todo caso, y volviendo al tema que nos ocupa, en pedagogía, como en todo, no valen de nada las teorías sin práctica, las meras frases. Tampoco los libros escritos por gentes que no han pisado jamás un aula, o que solo han trabajado en centros privados (sean estos de curas o “libertarios”), de esos en los que los críos vienen ya moldeados de casa y llevan en sus caras la eterna sonrisa que otorga el dinero. Solo sirven de algo las prácticas reales; y las prácticas solo son reales y transformadoras si se sumergen allá donde está el sujeto histórico destinado a liberarse, que no es en Paideia ni en Montessori, sino en los barrios populares y en la escuela pública. Si queremos que en dichos barrios se produzca una culturización y un fortalecimiento ideológico de la clase trabajadora, nos veremos obligados a no confundir una autoridad legítimamente constituida (y necesaria para desarrollar todo proceso formativo con niños, más aún en entornos difíciles) con esa suerte de “autoritarismo de clase” que es otra cosa y que, naturalmente, es el enemigo a batir.

Ese es el quid de la cuestión: distinguir la necesaria y positiva autoridad que alguien, por el hecho de ser una persona mayor y un formador, tiene sobre un niño de otra cosa muy diferente, como es la posición jerárquica y clasista que, efectiva y tristemente, muchos docentes reivindican con respecto a los alumnos, por el hecho de cobrar más dinero, vivir mejor o “tener más cultura”. El caso es que la clave del desenfoque está en confundir (a menudo de manera interesada y consciente) estas dos clases de autoridad. A quienes viven arriba no les parece un problema que se confunda la libertad (como algo a construir, a conquistar; como un proceso) con esa caricatura burda que hacen de ella. Al fin y al cabo, el fracaso de la escuela pública supone para ellos una fuente inagotable de trabajadores precarios, resignados y desarmados culturalmente.

IV.

Ahora bien, hay algo que sí está claro: dado que el proceso pedagógico exige una conexión, una solidaridad, una hermandad, hay que romper todo distanciamiento social entre el profesor y el alumno. Y no nos referimos solo a fórmulas ridículas como el “don”; vamos más allá. El pedagogo soviético Anton Makarenko dirigió una colonia de huérfanos tras la guerra civil rusa, como narra en su imprescindible obra Poema pedagógico. En su colonia, los jóvenes combinaban el trabajo manual con el intelectual. Makarenko era duro, creía en la disciplina; pero vivía en las mismas condiciones que sus alumnos. Estaban aún saliendo de dos cruentas guerras que causaron estragos y caos. Si ellos pasaban hambre, él también. Si ellos vestían en harapos, él también.

Un profesor debe tratar a sus alumnos como iguales socialmente. Debe saludarlos si los ve por la calle. Debe reírse si dicen algo gracioso. Debe vivir donde viven ellos, como viven ellos. Su ubicación jerárquica como líder, como referente, es necesaria; pero debe ser algo funcional, solo operativo en el aula y solo en función de los objetivos pedagógicos, de la defensa del derecho a la educación. Hay que defender el aprendizaje; defender a quienes atienden frente a los alumnos disruptivos, e incluso a dichos alumnos disruptivos frente a sí mismos, frente a esa parte de ellos que, por mil condicionantes, les empuja a una vida en los bajos fondos. ¿Cómo defender el derecho a la educación, en esas condiciones, sin una referencialidad, una autoridad legítimamente constituida, un liderazgo? ¿Realmente vamos a entregarle unos planteamientos que son ineludibles a la derecha? ¿Y qué hay de todos los jóvenes (especialmente chicas; chicas de clase trabajadora e incluso procedentes de sectores excluidos) que quieren aprovechar la escuela, formarse, estudiar duro, acceder a la cultura formal; y que para ello necesitan el acompañamiento del profesorado y el mínimo de silencio necesario para entender sus palabras? Más allá de las respuestas que demos a estos interrogantes, es claro que no molestamos a la oligarquía que gobierna si nos limitamos a enarbolar frases e ideas que sabemos inaplicables en el aula, en lugar de poner el foco en donde realmente está la clave para edificar una educación emancipadora: en la supresión de las barreras de clase entre docente y alumno.

Queremos ahondar en la idea de que la mencionada misión (en la que Rajoy y Sánchez sí que se dan la mano) de segregar dos rangos de educación (uno para “los elegidos” y otro para “los débiles”) es perfectamente funcional a determinada visión de la infancia, según la cual a los niños no se les debe exigir la menor responsabilidad ni el más mínimo esfuerzo. La idiotización de la juventud parte de este enfoque, para el cual es una exigencia inaceptable que un niño estudie dos horas en casa (completando, junto a las seis horas de instituto, ocho horas de “trabajo”, junto a las ocho de ocio y las ocho de sueño). Eso sí, no hay el menor problema en que el niño pase ocho horas diarias frente a la Play Station 3, o en que tenga móvil y tarifa de datos pagados por sus padres aunque suspenda todas las asignaturas, o en que haga media vida en la calle y coquetee con las drogas. Al poder económico nunca le estorbó lo más mínimo que la juventud de los barrios se echara a perder, en lugar de organizarse y reivindicar otra posición en la sociedad (o, mejor aún, una sociedad sin “posiciones” jerárquicas).

[A modo de inciso, añadiremos un último detalle, políticamente incorrecto. A mucha “izquierda liberal” escandalizará también, faltaría más, que algunos docentes, desde posiciones revolucionarias y desacomplejadas, reivindiquemos el uso del uniforme. Por lo visto, para muchos la diversidad y la libertad se manifiestan en la ropa que vistas, y tu personalidad (ya lo dice la tele) depende de la marca que uses... o puedas permitirte usar. No les preocupa tanto la “guerra entre pobres” que se produce cuando los jóvenes compiten entre ellos por ver quién lleva la ropa más de moda, más de marca o más cara. Nosotros disentimos de ello, pues forma parte, en realidad, del desenfoque del que estamos hablando. Ojalá algún día convirtamos la escuela en un espacio liberado de la tiranía que las marcas ejercen sobre la juventud; en un oasis donde la personalidad pueda construirse de un modo mucho más auténtico, sin depender de esos trapos, por cierto, fabricados en demasiados casos por otro niño, pero en países saqueados por las empresas multinacionales del norte.]

V.

Aclaremos, para ir concluyendo, que desde aquí no reivindicamos la idea proudhoniana de que la educación lo es todo. Reivindicamos que la educación es, en el mejor de los casos, una base; pero nada más que eso. La revolución la harán los oprimidos, cuando logren organizarse; y la harán sin llamar a la puerta. Lo que no hay que olvidar es que aquellos llamados a protagonizar la revolución no son esos intelectuales universitarios e ilustrados que se centran en lo electoral y en “quedar bien” en televisión. Son, por el contrario, esos alumnos disruptivos, marginales, frecuentemente expulsados de los institutos de los barrios obreros. Precisamente porque son los que menos tienen que perder. De modo que, con ellos, hay que desarrollar multitud de estrategias creativas, tanto en el barrio (fomentando el deporte, el baile u otras actividades que los alejen de esa gran enemiga de la juventud obrera que es la droga) como en el aula (empleando el hip hop, el flamenco, la música). Nada más sano, sin irnos más lejos, que un profesor jugando al fútbol con sus alumnos, o que un alumno rapeando en clase versos de Rubén Darío. Hablamos de experiencias no solo posibles, sino reales.

Siguiendo con este último ejemplo, muchos dirán que disfrutar de los clásicos de la literatura nada tiene que ver con la revolución. No han entendido nada. Está en la historia de nuestro movimiento la creación de universidades obreras como la de Georges Politzer, pues, obviamente, todo incremento del nivel cultural de la clase obrera es emancipador, le ayuda a tener herramientas con las que interpretar lo que le sucede y construir soluciones. ¿No es evidente que el antiquísimo anhelo de reservar la cultura para una élite se está camuflando con argumentos procedentes del populismo más burdo? Bien lo expresó Marx, a modo de lapidaria sentencia, en ese episodio que le llevó a la ruptura con el sastre Weitling. Sucedió en una reunión. Marx planteaba que agitar a la población sin proporcionarle “ninguna base sólida para la acción” equivalía al juego vacío y deshonesto de los predicadores. Cuando Weitling defendió el método de los predicadores frente a los “análisis de gabinete” de Marx, este, iracundo, golpeó furiosamente la mesa haciendo caer la lámpara, se puso en pie y gritó: “¡La ignorancia jamás ha ayudado a nadie!”.

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